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lunes, 16 de marzo de 2020

Redescubriendo la Eucaristía gracias al Coronavirus




En estos tiempos, por lo menos en Italia – pero la medida se está extendiendo a otras naciones – no se puede celebrar la Eucaristía. Estamos sin Misa. Los obispos, siguiendo las directrices del gobierno que impiden las aglomeraciones, prohibieron las celebraciones.
Tal vez puede ser uno de los aspectos positivos que nos regala el aguerrido virus: recuperar el verdadero sentido de la Eucaristía.
Todas las realidades humanas con el tiempo van perdiendo la inspiración original y el sentido: la Eucaristía no escapa de esta verdad.
En muchos casos hemos transformado la celebración eucarística en puro y estéril rito. Hay que seguir las rubricas y las reglas; todo esta prefabricado y empaquetado. A menudo se repiten gestos mecánicamente. Los gestos y símbolos en muchos casos ya no dicen nada. No hay encuentro humano y la fraternidad es relativa.
Falta vida, falta inspiración, falta espontaneidad.
Ahora que no podemos celebrar podemos redescubrir el sentido central de la celebración de la eucaristía.
¿Qué sentido tiene celebrar?
¿Qué se celebra?
En sentido estricto solo podemos celebrar una realidad: la vida. Solo tiene sentido la celebración de la vida. ¿Hay otra cosa?
¿No es el vivir el regalo más grande y maravilloso de la Vida misma que llamamos “Dios”?
Toda celebración humana – por ser simplemente humana y más allá del cristianismo – es pura celebración de la vida.
Cumpleaños, aniversarios, logros alcanzados, amor realizado: todo es vida celebrada.
La Eucaristía no es otra cosa. Gracias a Dios. No tenemos que buscar algo extraordinario en ella ya que lo único extraordinario y milagroso es la vida misma, el hecho de existir. Somos. Existimos. Vivimos.
Para los cristianos la Eucaristía es la manera cristiana de celebrar lo único esencial: la Vida. Esencialmente la Eucaristía es celebración de la Pascua: la Vida que vence a la muerte. La Vida más acá y más allá de la muerte. Vida plena: siempre y por doquier.
Este es el primer fundamento.
El segundo le sigue: celebramos la Vida al estilo de Jesús y como Jesús.
Celebrar la Eucaristía es entrar en la Vida misma del Maestro para aprender a vivir como él vivió, pero la Vida precede a la Eucaristía y celebrar la Eucaristía solo tiene sentido en el contexto más amplio de la Vida: y la Vida real es siempre concreta y se manifiesta en el aquí y ahora.
Por eso que la Eucaristía va mucho más allá del rito: solo tiene sentido si entramos en la Vida del maestro para vivir como él. La Vida viene antes que la Eucaristía.
La vida de Jesús la podemos resumir en tres grandes dimensiones: gratuidad, compasión, entrega.
Jesús vivió a partir de la gratuidad: se descubrió don y por eso vivió su existencia como un don.
Jesús descubrió que toda forma de vida era un regalo y por eso fue compasivo y solidario. Se sintió y se vivió en profunda unidad con todos y todo.
Jesús vio que la única manera de vivir el don de la vida era entregándola. Por eso la entregó día tras día, hasta la entrega final en la cruz.
La primera y fundamental “celebración de la Eucaristía” entonces es vivir como Jesús, vivir desde Jesús. Ser Jesús. Y esto hoy es posible a través del Espíritu que sigue soplando vida. La Vida es el primer y fundamental sacramento.
La fidelidad esencial entonces no es al rito en sí mismo. El rito expresa (puede expresar o no) la centralidad, la hondura y la belleza de la vida.
Por eso que, si se puede celebrar el rito bien y si no se puede, bien igual.
Lo esencial es la fidelidad a la vida que nos está llamando aquí y ahora. El Misterio pasa por la vida y solo por la vida.
Celebrar verdaderamente la Eucaristía es entonces vivir al estilo de Jesús en el momento presente. Es esto lo que construye la comunidad y la iglesia, más allá del rito.
Para que el gesto del pan partido y compartido tenga sentido y valor tiene que existir una fidelidad previa a la vida. Desde ahí todo arranca.
Por eso que tal vez sería bueno dejar de celebrar el rito todos los días. En algunos sectores de la iglesia existe cierta obsesión por celebrar todos los días… y nos olvidamos de la vida y convertimos la Eucaristía en rito externo y mudo.
Jesús celebró una vez sola, al final de su vida. Celebró la entrega definitiva y total.
La entrega de la vida es cosa seria y honda. Repetir todos los días el gesto de la entrega del maestro puede banalizar la celebración eucarística. Casi siempre la cantidad va a mermar la calidad.
Es mucho más sano y humilde celebrar menos pero con más consciencia, sin correr, con todo el tiempo necesario. Celebrar la Eucaristía es estar dispuestos a entregarse totalmente y esto se banaliza si lo hacemos “por obligación” (“tenemos que celebrar”) todos los días.
Necesitamos purificar la Eucaristía de tantos aspectos superficiales que nos alejan de su verdadero sentido. Necesitamos eucaristías con menos palabras y mucho más silencio. Eucaristías menos formales y más arraigadas a la vida concreta. Eucaristías más fraternas, libres, dinámicas, alegres. Eucaristías donde verdaderamente se celebra el regalo gratuito y espontaneo de la vida y del Amor que nos ama y nos hace ser.
Gracias al coronavirus podemos redescubrir la Eucaristía. Aprovechemos.

 




martes, 3 de enero de 2017

El Universo en “mi” ciruela





Una de las cosas más hermosas que he ido descubriendo y sigo descubriendo en la práctica meditativa y en la vivencia del silencio es la perfecta armonía de la parte con el todo.
Cuando la quietud corporal y mental van echando raíces aparece – como un inesperado regalo desde el silencio – la totalidad que se expresa en el detalle.
Dicho de otra manera: en el detalle siempre está presente la totalidad. El detalle a la vez, esconde, expresa y revela la totalidad. Hoy en día también la ciencia lo está confirmando.

Los maestros zen lo habían descubierto siglos y siglos atrás y lo comunicaron con el famoso aforismo: “En un grano de arroz está el Universo entero”.

Es fascinante descubrir todo esto. Es fascinante y fundamental para nuestra paz y estabilidad afectiva y emocional. Cuando se descubre que en el más mínimo detalle está contenida y se revela la totalidad, ¿qué mas hay que buscar? ¿qué nos puede faltar?  
Obvio: si no falta nada lo tenemos todo de alguna manera y la paz se vuelve nuestra casa.

Los cristianos tenemos la gran ventaja de la Eucaristía: en un pedacito de pan está la Presencia plena y total del Cristo. Lamentablemente hemos perdido el significado más hondo de la Eucaristía, transformándola a menudo en rito estéril aislado de la vida real. Hemos perdido la conexión de la parte con el Todo. Hemos perdido la Totalidad del Cristo que se expresa también en el pan eucarístico. Recuperar la mística del detalle y el Universo nos hará recuperar el valor de la Eucaristía.

Les comparto mi experiencia con la ciruela, tal vez puede ser más claro y puede iluminar su camino.
El año pasado planté en un macetón afuera de mi cuarto un ciruelo. Lo cuidé mucho al ciruelo. Lo amé y lo amo. Lo vi crecer, florecer. Lo podamos con papá. Lo curé. Inesperadamente dio frutos: varias ciruelas. Tuvimos que sacarle algunas para que pudiera llevar a maduración las mejores. Quedó con 5 ciruelas. Hay especialmente una que disfruto: cada día veo como va madurando y controlo su estado de salud. Es “mi” ciruela: no en el sentido de propiedad que acostumbramos a dar a los pronombres personales. Terrible engaño de la necesaria gramática.
Es “mi” ciruela justamente porque es el detalle que me abre al Todo, al Universo entero. Es “mi” ciruela justamente porque no es mía, es simplemente – aquí y ahora – símbolo del infinito.
Es fundamental encontrar el detalle que en el instante presente te abra al Todo. Es fundamental encontrar “tu” ciruela.
Cada cual tiene que encontrar la suya.

La conciencia humana solo puede focalizar una realidad a la vez. La paradoja consiste en que solo podemos experimentar la totalidad focalizando un detalle. Un infalible experimento puede convencer: en el momento que atendemos a nuestra respiración siendo plenamente consciente de ella no podemos en el mismo momento ser conscientes de otra cosa o pensar en algo.

Obviamente la vida nos regala cada día, cada instante, infinidades de detalles: la única Vida se manifiesta en infinitos detalles. Cada cual tiene que encontrar el suyo, el detalle que, aquí y ahora, sea la puerta de entrada al Todo.
Entones ocurre el milagro. Lo llamaría “el milagro de los milagros”: la ciruela se convierte en “mi” ciruela y “mi” ciruela se convierte en el Universo entero.
En una ciruela está el Universo entero”: realmente es así y vivir esta experiencia es algo sumamente transformador.
Se cumple la paradoja: la ciruela no deja de ser una simple y común ciruela pero al mismo tiempo es realmente – aquí y ahora – símbolo y presencia del Infinito.

Tal vez surge la pregunta: ¿cómo encontrar mi detalle?

En realidad no eres tu que encuentras el detalle sino el detalle que te encuentra a ti. Lo esencial es estar atento y crear vínculos de amor lo más desapegados posibles.
Deja la mente quieta y silenciosa. Escucha, mira, atiende al momento presente. A menudo basta una mirada, un olor, un sonido. Cualquier cosa puede ser “tu detalle”, “tu ciruela”. Sigue tu intuición, confía. Ama lo que atrapó tu atención y déjalo libre. Se te abrirá la puerta al infinito, aquí y ahora. Disfruta hasta que dure y aprende. Después deja el detalle libre. Deja que la ciruela madure y se coma. Aparecerá otro detalle, con su matiz, su vida propia, su enseñanza.






martes, 13 de septiembre de 2016

Namasté



En un gran templo al norte de la antigua capital de Tailandia, Sukotai, se alzaba desde tiempos antiguos una enorme estatua de Buda. Aunque no era una de las más bellas y refinadas obras de arte budista tailandés, se había mantenido durante 500 años y se había convertido en objeto de veneración por su incuestionable longevidad. Este Buda había sido testigo de violentas tormentas, cambios de gobierno y ejércitos invasores, pero había resistido. Llegó un momento, sin embargo, en que los monjes que cuidaban el templo advirtieron que la estatua había empezado a agrietarse y que pronto iba a necesitar ser reparada y pintada de nuevo. Tras un periodo que resultó especialmente caluroso y seco, una de las grietas se hizo tan ancha que a un monje curioso se le ocurrió tomar una linterna para investigar qué había allí dentro. Lo que apareció de golpe al iluminar la grieta fue ¡el destello brillante del oro! En el interior de aquella sencilla estatua, los residentes del templo descubrieron una de las imágenes de oro de Buda más grandes y luminosas que se han creado en el sureste asiático.

(Jack Kornfield, La sabiduría del corazón, La liebre de marzo, Barcelona 2013, p. 21-22).


Este hermoso y simpático relato nos revela el autentico sentido del saludo “namasté”.

Namasté (o námaste) es un saludo de la India muy presente en las tradiciones espirituales orientales. Uniendo las palmas de la manos a la altura del corazón se inclina ligeramente la cabeza. En algunas tradiciones se pronuncia la palabra namasté y en otras simplemente se hace el gesto.

El saludo – lo podemos comparar a nuestro “hola” y “chau” – más allá de muchos matices expresa lo siguiente: “lo divino en mí reconoce lo divino en ti y en este reconocerse reciproco nos descubrimos uno”.
En nuestra tradición occidental y cristiana tal vez lo podríamos traducir así: “lo inmaculado en mí saluda lo inmaculado en ti y ahí nos reconocemos uno en Dios”: ¡Maravilloso!
El dogma de María Inmaculada encuentra aquí su verdadero y más hondo significado, más allá de lo referente a la persona individual de María de Nazaret y a su tinte moral.

Hay un lugar en cada ser humano y en cada ser viviente que no es afectado por el egoísmo, el mal y el sufrimiento. ¡Es el oro de la estatua! Más allá de las capas superficiales de nuestro ser hay un espacio sagrado, inmaculado, divino. Reconocerlo en uno mismo y en los demás es la clave de la felicidad y la plenitud.

Las experiencias de sufrimientos desde nuestra niñez y la esclavitud mental van creando, cada vez más, capas profundas y rígidas que impiden descubrir el oro. Oro de nuestra auténtica naturaleza y bondad.
La práctica espiritual es la práctica de la purificación de la percepción para aprender a ver el oro que soy y somos. Es la práctica de ir quitándose las capas que nos hemos ido construyendo y que nos impiden descubrir nuestro ser inmaculado.
La práctica del saludo namasté nos puede ayudar y recordar todo esto. Obviamente, en nuestra cultura, no es necesario decir la palabra o hacer el gesto exteriormente. Lo podemos hacer interiormente o encontrar momentos y espacios para poder exteriorizarlo.

Yo empiezo y termino mi meditación diaria con este saludo, como a expresar el deseo de reconocer lo sagrado en el Universo entero. A menudo saludo con namasté a las plantas de mi cuarto y, cuando doy un paseo, a algún árbol o algunos pájaros.

En la celebración de la Eucaristía el saludo namasté logra reconocer en el pan y el vino consagrados la Presencia del Cristo cósmico: en un pedacito de pan el Universo se concentra, se expresa, se multiplica. Namasté reconoce y agradece lo Uno en lo múltiple y lo múltiple en lo Uno.

A lo largo de nuestras jornadas sería muy oportuno detenerse cada tanto para respirar conscientemente y saludarse y saludar con un namasté.

¡Namasté!



sábado, 3 de octubre de 2015

El altar del mundo



























Misa en pleno campo. El atardecer dibuja colores únicos sobre el avance del río que se inserta en la tierra, casi pidiendo permiso. Los reflejos de la luz sobre los arboles hablan de paz. Sólo el canto de unas pocas aves acompañan la celebración de la Eucaristía. 


El altar es el mundo. 

Ya lo decía el gran teólogo francés Teilhard de Chardin hablando de la "Misa sobre el mundo".
El altar es el mundo: el único altar digno. Único para todos. El altar del mundo no separa, solo une. 

En el altar del mundo se consumen todos los anhelos y los dolores de la humanidad.

Su belleza es infinita e indecible. Los demás altares son sólo signo de este único altar.
Se celebra y el Cristo viene otra vez en un poco de pan y un poco de vino; viene desde su altar a contemplar el río y escuchar el canto. Las bellezas se confunden: siempre las bellezas se confunden porque solo hay Una belleza. 
Ya no se sabe donde está el río, el atardecer, el canto y Cristo. Los confines se desdibujan y solo queda una quietud infinita que huele al Amor.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Meditación/5

En esta última reflexión sobre la meditación quiero compartir sobre dos aspectos:


1) Meditación y vida

2) ¿Para que meditamos?




Meditación y vida

Meditamos para vivir. La meditación no aísla de la vida. La meditación nos introduce a la plenitud de la vida. Eso porque meditar nos hace más conscientes, más atentos, más despiertos. En el zen se dice que la misma preparación para meditar es, en sí misma, ya meditación.
Meditar va más allá del momento formal del meditar. Meditar es una forma de vivir. Es vivir con atención, con consciencia plena cada momento de nuestra vida. La meditación es una postura - una actitud - frente a la vida. Podemos hacer un hermoso paralelo con la Eucaristía  rito central del cristiano. La Eucaristía, muchas veces, queda justamente eso: un rito, totalmente aislado de la vida. Pero la Eucaristía es la Vida y la Vida es Eucaristía. La meditación puede ayudarnos a vivir como actitud también la Eucaristía.


¿Para qué meditamos?

En un nivel más psicológico los beneficios de la meditación son reconocidos científicamente. 
Está siendo propuesta en alguna escuela de EEUU a nivel curricular. También para muchos psicólogos y psiquiatras es uno de los ejes de sus terapias. En este caso, hablando de beneficios, podemos nombrar: paz interior, capacidad de concentración, alivio del estrés, aprendizaje en el manejo de las emociones, estabilidad afectiva y emocional, etc...

Nuestro enfoque es más espiritual e integral.
Subrayaría esencialmente dos aspectos: gratuidad e identidad.
La meditación nos enseña la gratuidad. Meditando aprendemos que todo es un don. Todo está ya dado. Simplemente nos sentamos y nos silenciamos y en actitud receptiva comprendemos que todo es gratuidad. Desde ahí nuestra vida se vuelve también más gratuita, sin quejas ni reclamos.
Más importante aún es el tema de la identidad.
Meditamos para descubrir quienes somos en realidad. En el zen se habla de "autentica naturaleza". Podemos hablar de nuestro autentico ser, raíz, fuente, esencia. Silenciando el cuerpo y la mente aparece una dimensión más profunda. Aparece quienes somos. Nos vamos dando cuenta que no somos nuestro cuerpo ni nuestra mente con sus pensamientos y sentimientos. Somos algo más. Mucho más. Y aparece paulatinamente e inexorablemente el Misterio innombrable. Misterio de paz, luz y amor. 


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