El capítulo quince de Lucas es una joya y es conocido como el capítulo de la misericordia. Lucas es el evangelista que más intensa y explícitamente expresa la dimensión de la misericordia. El rostro de un Dios misericordioso, brilla de una luz especial en su relato.
Este capítulo recoge tres parábolas: la de la oveja perdida, de la dracma perdida y del Padre misericordioso o del hijo prodigo. Esta última parábola – por mucho la más extensa y profunda – la podemos definir, de igual forma, como la del “hijo perdido” y así reconocemos con claridad el hilo conductor del capítulo y de las tres parábolas: lo perdido.
Perderse o extraviarse, es parte de la condición humana. Bien lo sabemos por nuestra experiencia personal. “Ser humano” es perderse… y reencontrarse.
Parecería que, en el proyecto de Dios, el perderse está en el ADN de la humanidad.
La historia bíblica es la historia de un pueblo y una humanidad que continuamente se pierden, a comenzar de Adán y Eva.
Los Patriarcas – Abraham, Isaac y Jacob – se pierden, así Moisés y el pueblo de Israel en el éxodo. Famosa es la referencia de Israel al Patriarca Jacob: “Mi padre era un arameo errante” (Dt 26, 5).
Jesús también tuvo esta experiencia: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). Un Jesús errante, como Jacob, su pueblo y la humanidad entera.
Obviamente no estamos hablando de un perderse sola o principalmente geográfico, sino de un perderse existencial.
La oveja, la dracma y el hijo están perdidos geográfica y físicamente, pero este perderse nos invita a considerar un perderse mucho más profundo, real y cotidiano: es una metáfora de estar perdidos en la vida, estar sin un rumbo, sin comprensión. Es el perderse de la noche existencial.
La noche y el perderse van, con frecuencia, de la mano: es mucho más fácil perderse de noche que de día. En la noche se pierden los puntos de referencias; la luz, si hay, es tenue. La visión se reduce. Con frecuencia, por la noche, hasta los caminos conocidos necesitan más atención. Cuando regreso a La Casa del Silencio por la noche, aunque el camino me lo conozco de memoria, tengo que estar más despierto, más atento; las curvas parecen distintas, los pozos no se ven, los límites de la calle se diluyen.
¿Cuántas veces nos sentimos “perdidos”?
¿Cuántas veces no sabemos que caminos tomar, que decisiones tomar?
Muchas veces tenemos la sensación de ser un barco que perdió la orientación de las estrellas: la estrella polar en el hemisferio norte y la cruz del sur en el hemisferio sur.
Hoy en día, esta sensación se radicaliza y agudiza. La sociedad está más perdida que antes: estamos en un cambio de época, donde las certezas de antaño ya cayeron o ya no valen. Los “puntos firmes” de antes están en crisis: la familia, la sexualidad, la política, las religiones, la ciencia misma.
Cuando nos parecía tener respuestas claras, se nos cambiaron las preguntas.
Y regresan, más potentes que nunca, las preguntas esenciales:
¿De dónde venimos?
¿Adónde vamos?
¿Quién o qué es, Dios?
¿Quién es el ser humano?
En este contexto el evangelio, y en especial el texto de hoy, nos regalan una pista extraordinaria: ¡perderse es encontrarse!
Solo lo perdido se puede encontrar…. ¡y que alegría el reencuentro!
¡Qué alegría la luz del amanecer después de la noche!
¡Qué alegría la primavera después del invierno!
El mensaje es claro y revolucionario: ¡Dios siempre encuentra lo que está perdido!
Entonces el perderse es parte del camino, parte del crecimiento, del autoconocimiento. ¿Cómo conocernos sin perdernos?
¿Como un barco conoce el océano si está anclado al puerto?
“Navega más adentro”, nos sugiere el evangelio (Lc 5, 4).
El gran problema es que nos encantan las anclas. Estamos atrapados por lo conocido, por la necesidad de seguridad. Lo desconocido nos aterra… y entonces nos perdemos en un nivel más peligroso: el de la muerte. No vivimos, no arriesgamos, no nos lanzamos.
Vivir es perderse, dejarse encontrar y encontrarse.
La búsqueda es el motor. Lo que se pierde, se busca. Y si buscamos, aprendemos y crecemos. En nuestro perdernos existencial, es Dios que se busca a sí mismo.
Entonces ya sabemos que perdernos siempre tendrá un buen final. La confianza nos conduce, el amor nos ilumina.
Dios te busca con un amor apasionado, para que te pueda dar cuenta que, en realidad, eres tú que le estás buscando a él y que te estás buscando a ti mí mismo, en él.
Como afirma maravillosamente Teresa de Ávila:
“Alma, buscarte has en Mí,
Y a Mí buscarme has en ti”
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