sábado, 27 de septiembre de 2025

Lucas 16, 19-31


 

Esta parábola la encontramos solo en Lucas que, como sabemos, es el evangelista más sensible al tema de los pobres y la pobreza.

 

Es una parábola y por eso, como dijimos el domingo pasado comentando la del “administrador deshonesto” (16, 1-13), debemos dejarnos cuestionar e ir más allá del lenguaje metafórico.

 

El hombre rico no tiene nombre, lo cual indica, en la mentalidad bíblica, que “no existe”. El nombre da identidad y el rico anónimo, aislado en su mundo, en realidad no está viviendo: está muerto en vida.

 

¿Está actuando mal? ¿Está haciendo el mal?

 

El evangelio y Jesús, nos sorprenden: no. El hombre rico no está actuando en contra del pobre Lázaro: simple y terriblemente, no lo está viendo.

Acá se esconde el gran y fundamental mensaje de esta parábola y también de la parábola del “buen samaritano” (Lc 10, 25-37) y del “juicio universal” (Mt 25, 31-46): el pecado consiste en un no-ver que desemboca en la indiferencia. 

 

Por eso que la mística subraya constantemente la dimensión del ver y de la visión. Sin visión caemos en el solipsismo, el individualismo y el egoísmo. Sin visión, no hay tampoco comprensión. La comprensión brota del ver.

 

Surgen las inevitables preguntas:

 

¿Por qué el rico no ve a Lázaro?

¿Por qué no vemos al otro?

 

Las respuestas son múltiples y complejas, por eso el camino de autoconocimiento es fundamental.

 

Comparto algunas pistas.

 

Detrás de la negativa a ver, se ocultan mecanismos inconscientes de defensa: son nuestras heridas y nuestros miedos los que nos impiden ver. Abrirnos a “ver al otro y a su dolor” nos llevaría a reconocer nuestro propio dolor y a enfrentar nuestros miedos. Por eso, preferimos no ver.

También se puede esconder la comodidad individualista: ver la necesidad del otro me cuestiona y me invita a salir de mi zona de confort.

 

Esta falta de visión y esta indiferencia generan un abismo: es muy fuerte la referencia al abismo en nuestra parábola. Entre el rico y Lázaro hay un abismo, un abismo generado por la misma indiferencia y este abismo es proyectado en el “más allá”.

¡Cuántos abismos hay en nuestro mundo!

 

Es interesante notar como el rico, después de muerto, ve a Abraham y a Lázaro… regresa la visión, pero demasiado tarde. El rico desperdició su vida.

 

Sanar, por ende, es fundamental. Sanamos para ver, sanamos para crecer en el amor compasivo. Sanamos para ver que “el otro soy yo”. El camino de sanación es el camino de la visión, de una visión purificada, amplia, integradora y compasiva: la visión que capta lo Uno y la unidad.

 

Jesús insiste mucho en el tema de la visión y podemos leer así los seis milagros de curación de los ciegos evangélicos… Jesús nos quiere devolver la visión espiritual, su visión, la visión desde el Espíritu.

 

Seguimos descubriendo otro eje central de la parábola y de su mensaje.

 

El rico, en el lugar de los muertos, regresa a la visión, como vimos. Pero no solo: también se abre a la compasión y se preocupa por sus hermanos. Es paradójico: en el “lugar de los muertos” – el sheol bíblico, un estado de consciencia –, el rico empieza a vivir en serio. El lugar de los muertos es una metáfora del valor terapéutico y sanador de la muerte. En la vida experimentamos distintas muertes y cada muerte puede traernos un importante aprendizaje… en cada muerte podemos aprender a vivir mejor, a ver mejor – a crecer en consciencia – y podemos crecer en el amor. La muerte simbólica siempre nos muestra la verdad. Tengo la intuición que es lo que ocurrirá también con nuestra muerte física: veremos sin velos nuestra verdad, la verdad de lo que hicimos y nuestras cegueras… será la purificación instantánea que nos hará comprender que solo el amor es: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara” (1 Cor 13, 12).

 

El texto nos regala una última y fundamental enseñanza: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán” (16, 31).

 

Los “milagros” y los acontecimientos extraordinarios nunca serán una prueba de la existencia de Dios o de las verdades espirituales. Buscar respuestas y pruebas en lo exterior, es un atajo inútil.

El evangelio lo muestra fehacientemente: más allá de los signos que Jesús hacía, de su fascinación, su fuerza y su carisma, pocos lo siguieron, pocos lo entendieron.

Tampoco los milagros son una prueba que una religión es más “verdadera” que otra: “milagros” hay por todas partes. Usar supuestos milagros como una herramienta apologética es caer en la superficialidad y manipular al Misterio.

 

Debemos volver a la experiencia y a la visión. La única “certeza” es la experiencia personal, abierta y humilde. El único camino es el camino del ver, de un crecimiento en consciencia, paciente y compasivo.

Como decía Albert Einstein: “Hay dos formas de ver la vida; una es como que si nada es un milagro, y la otra, como si todo lo es.”

 

Aparece el ver: “dos formas de ver la vida”. Aprender a ver es lo único que transforma.

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