sábado, 8 de noviembre de 2025

Juan 2, 13-22

 


 

Celebramos, en este domingo, la fiesta de la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma. En mis años de estudio pasaba todos los días por esta basílica, ya que la Pontificia Universidad de Letrán – donde estudié por siete años – está justo detrás de la basílica.

 

Es una fiesta que suena medio anacrónica y eurocentrista, especialmente para los que vivimos lejos de Roma… la fiesta intenta, entre otras cosas, recordarnos la unidad de la iglesia a lo largo y ancho del mundo. Tomemos lo positivo y vamos al evangelio.

 

El texto evangélico que la liturgia nos propone hoy, nos ofrece unas claves de lectura muy bellas, sorprendentes y desafiantes: la violencia y la Casa.

 

Se conoce el texto como la “purificación del templo”: un gesto tremendamente fuerte de Jesús y uno de los pocos acontecimientos relatados por los cuatro evangelistas. Su raíz histórica para indiscutible: más allá de su presencia en los cuatro evangelios, si no hubiera acontecido históricamente, sería muy improbable que los evangelistas nos transmitieran una imagen de Jesús que va aparentemente en contra de su estilo de vida y de su enseñanza sobre el perdón y la misericordia.

 

Jesús nos sorprende: su gesto es violento. ¿Por qué negarlo?

 

Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas” (2, 15): ¿esta no es violencia acaso? ¿Por qué maquillar el texto? En nuestra sociedad muy sensible a la violencia – y por otro lado muy violenta – Jesús hubiera sido denunciado y posiblemente procesado.

 

Como siempre, ser honestos con el texto y con nosotros mismos, es esencial.

Simplemente, debemos comprender; intentar comprender, por lo menos.

 

En otro momento, Jesús también dijo: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).

 

El gesto de Jesús, a mi parecer, tiene dos vertientes: por un lado, nos muestra la humanidad real del maestro. Jesús, como todo ser humano, tiene ego y, en este caso, perdió la paciencia y su ego tomó algo de control.

Por el otro nos sugiere que, en casos puntuales, el amor puede volverse firme, duro y hasta violento.

 

¿Por qué? Porque el amor auténtico va siempre de la mano de la verdad. Y la verdad, lo verdadero, es lo que es: para asumirlo, a veces, necesitamos gestos fuertes.

A veces, para ser fiel a sí mismo, debemos ejercer algo de violencia.

En lo concreto y cotidiano de nuestra vida – lo saben especialmente los padres y los educadores – lo vivimos especialmente a través de la experiencia de los limites: poner límites para ser fiel a uno mismo y para ayudar al otro a crecer, necesita de firmeza y, en casos puntuales, de violencia. También proteger a quien se ama de posibles agresiones, puede necesitar algo de violencia: una madre, por ejemplo, podrá ciertamente entregar su vida para su hijo pero, en el caso que la vida de su hijo sea amenazada actuará, legítimamente, con violencia. Investiguen ustedes y encontrarán muchos ejemplos y situaciones.

 

No hay amor sin verdad, ni verdad sin amor. Un amor que reniega de la verdad, deja de ser amor y se convierte en otra cosa.

Este es nuestro gran desafío: mantener unidos, amor y verdad.

 

La otra clave es La Casa.

 

El Templo de Jerusalén y nuestros templos, tienen una fundamental dimensión simbólica.

El celo por tu Casa me consumirá” (2, 17), dicen los discípulos intentando justificar el acto violento del maestro.

Y Jesús dijo: “no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio” (2, 16).

La sacralidad de los templos hechos con piedras, es el reflejo y el símbolo de nuestra sacralidad: somos templo del Espíritu.

San Pablo, en la segunda lectura, lo expresa así: “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Cor 3, 16).

 

Honramos a los templos exteriores y físicos, porque nos reflejan el templo interior y espiritual. Honramos y cuidamos los templos exteriores, para honrar el Templo del Universo, de la Creación, de la Vida.

Por eso Jesús le dice a la samaritana: “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24).

 

Somos la casa de Dios y Dios es nuestra Casa. Cada lugar es hogar y en cada lugar, Dios habita.

La Vida es La Casa, el vivir es La Casa. Todo es un templo, donde Dios se revela.

Comprender que la Vida es La Casa, es comprender que todo es sagrado, todo es Presencia.

Y la vida se convierte en bendición y en fiesta continua.

 

 

 

 

 


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