1) Observar
El primer y decisivo paso es la
observación de uno mismo. Todo empieza por uno y lo hemos olvidado. No podemos
dar lo que no tenemos, ni ayudar a ver lo que no hemos visto. Tampoco podemos
amar si no hemos experimentado el amor y no nos estamos amando.
La observación de la realidad para
implementar un método teológico-pastoral tiene su primer escalón en la práctica
de la observación de sí mismo.
¿Qué
ocurre al observarse uno a sí mismo?
Ocurre algo tan sencillo como básico y
esencial.
Se abre un espacio entre el observador y
el cuerpo/mente. Puedo observar mi cuerpo/mente, lo que en concreto significa:
puedo “ver” – puedo ser consciente –
de mi cuerpo, mis pensamientos, mis sentimientos, mis emociones.
El paso siguiente es clave: no puedo “ser”
lo que estoy viendo, lo que observo. Mi identidad se encuentra en otro lado. En
la tradición hindú se habla justamente del “Testigo”: el observador imparcial y
ecuánime. Podemos afirmar de cierta manera: somos el Testigo, somos el
Observador. En una palabra más occidental: somos Conciencia.
Este ejercicio es de vital importancia
debido a que la inercia mental siempre nos llevará a identificarnos con la
mente y a perder este sano – sanísimo y
vital – espacio entre el observador y el cuerpo/mente. La practica de la meditación sentada es de
gran ayuda en este proceso.
Paralelamente a este ejercicio personal
podemos empezar a ver de esta manera a la realidad.
La realidad es siempre concreta y se
manifiesta en el aquí y el ahora. La observación se centrará esencialmente en
esta aspecto. Si por algún motivo estamos llamados a considerar aspectos que se
evaden del momento presente o que son más abstractos, haremos un esfuerzo para
estar plenamente conscientes de lo que estamos haciendo y observando.
Observamos la realidad aquí y ahora. La
observamos desde el Observador consciente que hemos encontrado y experimentado.
Es una observación pura, ecuánime, libre
de interpretación. Simple y maravillosamente observamos.
Observamos desde un lugar más allá de la
mente. Observamos desde el silencio y la quietud. En las primeras prácticas de
observación es muy probable que experimentemos inquietud, confusión, ansiedad.
Es la reacción normal de la mente que no quiere perder su rol central y no
quiere soltar la ilusión del control. Es también la inercia de una manera de
“funcionar” individual de años y de una manera de “funcionar” colectiva de
siglos. Debemos perseverar y aprender a soportar estas sensaciones incomodas.
Si somos capaces de esta observación el
primer regalo que se nos concederá será el asombro.
Dejado el filtro mental y egoico a través del cual miramos la realidad, todo se
ilumina. ¡Es increíble!
Quedaremos asombrados por la Vida
infinita que se está manifestando y expresando en el aquí y en el ahora. Tal
vez fue la experiencia de Jesús cuando exclamó: “Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y
desbordante” (Lc 6, 38).
El asombro de Jesús lo tenemos también
plasmado en el hermoso texto del mismo Lucas 12, 22-32: “miren los lirios del campo…” y en muchos otros textos evangélicos.
Hasta diría que todo el evangelio es la narración del asombro de Jesús por la
belleza de lo real.
Si no llega cierto asombro significa que
ha entrado la interpretación mental en la observación.
Cuando observamos desde la quietud del
ser y sin el filtro mental (el ego) logramos ver la perfección inherente de la
vida. Todo aparece tal cual es y tal como debe ser. Es mi experiencia personal
y las de muchos otros.
Creo que fue esta visión la que llevó a
Lao Tse a decir: “El universo es sagrado. No lo puedes mejorar. Si intentas
cambiarlo lo estropearás. Si intentas asirlo, lo perderás.”
Una de las características de esta
observación será la ecuanimidad:
simple y pura percepción de lo que hay y lo que vemos. Sin etiquetar y sin
juicios. De esta ecuanimidad deriva una observación libre de apegos afectivos y
emocionales. Aprenderemos a reconocer cuando estamos viendo la realidad a
través de nuestros filtros emotivos y volveremos a observar con más lucidez y
libertad.
Concretamente podremos ir anotando los
frutos de esta observación ecuánime. Escribir ayuda a tomar conciencia y a
darnos cuenta si en nuestra observación entraron factores emotivos o juicios:
“me gusta”, “no me gusta”, “no debería ser”, “está mal”, etcétera…
El fruto exquisito de una observación
ecuánime es el desborde de Presencia. Nos daremos cuenta de la Presencia – otro
nombre del Misterio – que todo lo envuelve y sostiene.
Tomaremos nota de esta Presencia y de
las infinitas formas en las cuales se manifiesta.
2) Callar
El segundo momento del método se centra
en el callar. Este segundo momento tiene estrecha relación con el cuarto punto
de la visión teológica (“vivencia del silencio”) y por eso es bueno
considerarlos juntos.
El callar pone el silencio en el centro
del método, como el eje portante, la piedra angular. Callar y silenciarse es la
lógica continuación de la observación.
La observación nos llevó al asombro y al desborde de Presencia: ¿qué paso surge espontaneo?
El silencio agradecido, el silencio
místico frente al Misterio.
En primer lugar es el silencio de la
aceptación agradecida de lo que es.
En el evangelio encontramos varias veces
este tipo de silencio, especialmente en la oración contemplativa de Jesús y en su
constante agradecimiento al Padre.
“Te
alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a
los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,
25).
La cena pascual de Jesús es tal vez el vértice
de su actitud de aceptación y agradecimiento. La misma palabra, eucaristía, lo confirma.
“Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos…” (Lc 22, 19).
La cena de agradecimiento de Jesús está
tejida de silencios. Silencio y agradecimiento van de la mano.
Sin duda el silencio más elocuente y
contundente es el silencio de la cruz. Silencio de la cruz precedido por el
silencio de Jesús a lo largo del proceso. Jesús dice pocas y contadas palabras.
El silencio marca los momentos finales y
centrales de la vida del maestro de Nazaret.
Pasión, muerte y resurrección están
admirablemente envueltas en un clima de sagrado silencio. La entrega de la vida
ocurre en el silencio.
Jesús vive en su propia carne lo que
había afirmado: “Tú, en cambio, cuando
ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que
está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te
recompensará. Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos
creen que por mucho hablar serán escuchados” (Mt 6, 6-7).
Además de Jesús, la figura evangélica
que más nos refleja el silencio es sin duda María.
Las palabras de María que los
evangelistas nos transmiten son pocas, se pueden contar. Los evangelistas nos
transmiten más el silencio de María que sus palabras.
María es la mujer interior que hace de
su vida un canto al silencio. Podemos relacionar su silencio con su fecundidad
y maternidad universal.
El silencio es aceptación radical y
activa de la realidad que, obviamente, me incluye.
El silencio permite a lo observado calar
hondo y fecundarnos. Como ocurre con las semillas en la tierra: el silencio, la
soledad y la oscuridad la fecundan y la hacen brotar.
La realidad nos fecunda en el silencio.
El silencio además nos permite tomar
conciencia de la profunda unidad que todo lo sostiene y de la cual somos parte.
Tomamos conciencia de la Vida Una que se expresa y manifiesta en infinitas
formas… estas mismas formas que hemos observado con atención ecuánime.
En el silencio experimentamos la pura
gratuidad de la vida y del existir. También logramos ver que todo es Amor y que
solo el Amor es real.
En esta segunda etapa de nuestro método
necesitamos espacios prolongados de silencio, exterior e interior.
Durante estos espacios podremos ir
anotando lo que aparece en la conciencia: emociones, intuiciones, ideas.
Es fundamental para eso, establecer los
tiempos: los momentos de silencio contemplativo no deben ser interrumpidos para
anotar y escribir. Solo en un segundo momento nos ocuparemos de esto.
Resumiendo podemos decir que esta
segunda etapa del método pastoral se puede desarrollar en tres momentos.
Un primer y esencial momento es el
silencio radical y contemplativo. Podemos vivirlo en estilo meditación, dejando
quieto también el cuerpo. Es el momento de relajar la mente y hacer que también
la mente se silencie.
El segundo momento puede ser un silencio
más activo y dinámico: una caminata contemplativa, un momento de oración
silenciosa con un texto del evangelio, una práctica que nos ayude a mantener la
mente distendida y serena. Por ejemplo pintar mandalas o dibujar, escuchar
música que nos ayude a silenciarnos, hacer manualidades, escribir poesía,
contemplar la naturaleza en una o más de sus expresiones.
El tercer momento consiste en tomarse un
tiempo, no demasiado largo, para dar voz al silencio vivido: dejamos que surjan
emociones, ideas, propuestas, intuiciones y las vamos anotando. Cuando notamos
que estamos pensando demasiado y que la mente se está agitando, dejamos el
trabajo. No importa la cantidad, sino que lo que anotamos surja desde este
espacio de silencio.
3) Fluir
Hemos llegado a la tercera etapa del método.
Es la etapa tal vez más concreta, donde surge la acción y el actuar.
Lo maravilloso y sorprendente de esta
etapa consiste – si hemos transitado con
seriedad y radicalidad las dos etapas anteriores – en que la acción surgirá
por sí sola.
Tendremos la sensación de que la acción
que estamos implementando surge desde más allá de nosotros y es la única acción
posible, aquí y ahora.
Resuenan las palabras evangélicas: “Así también ustedes, cuando hayan hecho todo
lo que se les mande, digan: Somos simples servidores, no hemos hecho más que
cumplir con nuestro deber” (Lc 17, 10).
La acción brota, fluye. Desde el
observar ecuánime y el silencio receptivo y amante de lo real, la vida se puede
manifestar sin obstáculos a través de nosotros.
Nos convertimos en cauce de la Vida, del
Amor, de la divinidad que quiere revelarse y expresarse.
Lo expresa maravillosamente esta pequeña
parábola de Marcos: “El Reino de Dios es
como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se
levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa
cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y
al fin grano abundante en la espiga” (Mc 4, 26-28)
En el fluir ya no hay ego. Las
decisiones no surgen desde la mente y la razón. La mente simplemente ordena y
da forma a lo que surge más allá de ella. En sentido estricto esta es la tarea
propia de la mente y una tarea, por cierto, importante y fascinante.
El fluir surge esencialmente desde la
radical experiencia de unidad con la Vida: somos Uno con la Vida, somos la Vida
Una expresándose en distintas formas. El observar y el silencio nos liberaron
del ego y crearon el espacio vacío a través del cual la Vida puede fluir
libremente.
Para usar la imagen de la flauta: el observar toma conciencia de la flauta,
el silencio nos convierte en el agujero,
el fluir es la música que se produce.
Este fluir se centra en el momento
presente, que es el único momento donde acontece la vida y en el cual la vida
se expresa.
Esto no quiere decir que no se pueda
programar o planificar acciones futuras. Pero lo hacemos desde el ahora y desde la conciencia clara que lo único real es el
ahora.
A partir de esta esencial y asombrosa
experiencia de ser Uno con la Vida percibimos otro nivel de conciencia: no
somos nosotros que vivimos (ya no hay un “yo” que pueda apropiarse del hacer y
del vivir) sino que es la Vida que nos vive.
Esta profunda unidad con la Vida y este
dejarse vivir por ella es tal vez el eje
del fluir. En el fondo este fluir es la aplicación del consejo práctico de los
sabios de todas las tradiciones espirituales: recibo lo que viene y dejo ir lo
que se va.
Es la actitud del agradecimiento y del
desapego: recibo agradecido lo que la vida me presenta y suelto con desapego e
igual agradecimiento lo que la vida me pide.
A nivel corporal esta ley universal la
tenemos plasmada en el mecanismo de la respiración: inhalo y exhalo, recibo y
doy.
En su manifestación y expresión la vida
es un continuo fluir en un cambio constante. En este manifestarse de la vida, lo
que queda quieto está muerto.
En cada instante todo pasa, todo cambia,
todo se transforma: aceptar esta verdad es el comienzo y el fin de la
sabiduría.
Así lo afirma el maestro zen Shunryu
Suzuki: “Cuando realmente comprendemos la
eterna verdad de que «todo cambia» y hallamos en ella nuestra serenidad, hemos
encontrado el Nirvana.”
Fluir es entrar conscientemente en esta dinámica.
¿Cómo
comprender desde el fluir las estructuras de opresión, las injusticias, el mal
y el dolor?
Desde una visión exterior y superficial
se puede juzgar al fluir de pasividad, complacencia o connivencia con el mal. También
se puede creer que fluir signifique resignarse.
Nada de todo esto, por supuesto.
Resignación y aceptación son dos
actitudes completamente diferentes. En la resignación
se esconde una terrible no-aceptación y resistencia a la vida: si pudiera
elegir otra cosa lo haría. La aceptación
es, en cambio, un radical, total y sereno sí a la vida: vivo lo que es, como si lo hubiera elegido.
¿Cuáles
son los pasos?
En primer lugar, si hemos transitado
seriamente por el observar, habremos tomado consciencia ecuánime también de las
injusticias y del dolor humano. Habremos tomado consciencia, sin entrar en un
juicio moral.
En segundo lugar el fluir se sitúa en
otro nivel de conciencia. No niega lo evidente, pero lo mira y lo enfrenta
desde una profunda unidad con la vida, que siempre supera la necesidad
compulsiva de la mente de juzgar y de actuar con prisa y a menudo con
violencia.
La parábola del trigo y la cizaña es un
buen ejemplo de todo eso (Mt 13, 24-30).
La cizaña se quita al momento oportuno,
cuando la vida así lo quiere. Hay que frenar el impulso de arrancarla antes de tiempo:
obtendremos el efecto contrario y haremos un desastre. Con todas las buenas
intenciones, obviamente.
El fluir es entrar en esta sabiduría de
la vida que conoce el tiempo y el momento oportuno.
Sabemos por experiencia que una acción
llevada a termino con buena intención pero a destiempo puede provocar efectos
contrarios a los esperados o no es tan eficaz como queríamos.
Una verdad dicha antes de tiempo y
afuera de lugar puede convertirse en mentira, no en cuanto al contenido formal,
sino en cuanto al contenido existencial.
Una verdad dicha con violencia y que
lastima, deja de ser Uno con el amor. Se crea una disociación entre mente y
vida y esta separación es la gran mentira e ilusión.
¿Cómo
actúa entonces el fluir en esta dimensión?
¿Qué
hacer con el mal y las injusticias?
¿Dónde
queda la dimensión profética típica del cristianismo?
La actitud fundamental e inicial del
fluir es asumir el mal para transformarlo. El mal no se vence con el mal, como
el odio no se vence con el odio y la violencia no se vence con la violencia.
Cosas obvias parecen y repetidas. Pero en la practica los cristianos – y los
demás también – seguimos actuando así, aunque lo disfrazamos de caridad.
Vivimos compulsivamente el mecanismo de
acción/reacción, sin darnos cuenta que la reacción siempre proviene del ego y
es, en general, violenta.
El ejemplo del maestro Jesús es claro y
transparente. Aunque en su vida condenó – a veces con tremenda fuerza – la hipocresía
y las injusticias, en el momento clave la condena se convirtió en aceptación y
asunción. En la cruz Jesús asumió el mal y lo transformó desde dentro.
“Nadie
me quita la vida, sino que la doy por mí mismo” (Jn 10, 18).
“Abba
–Padre– todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi
voluntad, sino la tuya” (Mc 14, 36).
Jesús transforma las circunstancias
inevitables de la vida – el aquí y el ahora – en elección y entrega libre y
consciente.
Cuando esta actitud fundamental – asumir el mal – está bien clara y
arraigada pueden surgir momentos y ocasiones donde se nos pida una condena y
una denuncia explicita de las estructuras antievangélica.
Pero, si viviremos el proceso del
observar, callar, fluir, la denuncia profética ya no surgirá de nuestro ego y
de nuestra pretensión de poseer la verdad o de ser los justicieros del
evangelio. Sino surgirá desde el Ser, desde la Paz y la aceptación del nivel
del conciencia del otro.
En definitiva sin juzgar. Será una
denuncia profética sin juicio, sin ira, sin odio.
Tal vez el ejemplo moderno de esta
actitud sea el Mahatma Gandhi. También podemos nombrar a Martin Luther King,
Nelson Mandela, Madre Teresa.
La apuesta de Gandhi a la no violencia
surge justamente de esta comprensión y de este fluir. Esta fue la gran fuerza
de Gandhi que llevó, sin violencia, a la liberación de la India.
Hemos visto que el eje del fluir
consiste en la percepción de ser Uno con la Vida.
Si somos uno con la Vida, somos uno
también con los opresores y con los que provocan mal, dolor y muerte en el
mundo. Más aún: somos ellos, de cierta manera. Desde las raíces del Ser somos
lo mismo, aunque distintos. Ya no hay separación, sino perfecta y profunda
Unidad.
Entonces descubriremos que las raíces
del mal y de las injusticias que tanto nos apuramos en juzgar, denunciar,
arrancar, viven también en nosotros.
Ver las injusticias “afuera” entonces
nos lleva otra vez adentro, a asumirlas en nosotros y a transformarlas en luz.
Entonces obviamente ya no juzgo afuera, lo que tengo también adentro. Si denuncio “afuera” es para
volver “adentro”. Si denuncio “afuera” no es porque me creo mejor, sino porque
reconozco en mi lo que estoy denunciando y quiero reconciliarme conmigo mismo para
que el mundo “afuera” se reconcilie.
En el mundo occidental y cristiano
estamos tan acostumbrados a los criterios del “contracorriente” y de la “lucha”
que no logramos ver otra cosa.
Parecería que vivir el evangelio se
redujera a ir en contracorriente del mundo y a luchar en contra de lo que no
nos parece evangélico o a favor de lo que sí, lo parece.
En el fondo son dos criterios que
desconocen la unidad con la vida y viven de la separación, desde la dualidad. Es
el criterio de la separación llevado a su extremo.
Tal vez por eso, entre otras cosas,
estas formas de vivir el evangelio han llevado muchas veces a fracasar o que
alguien saliera perdiendo.
El fluir nos hace tomar conciencia que
nadie tiene que salir perdiendo. No existen buenos y malos. Las estructuras de
pecado, de injusticias y opresión reflejan un estado de conciencia de las
personas, más allá de cualquier juicio moral.
Si queremos “salvar a todos”, y esto
parece ser el proyecto de Dios (1 Tim 2, 4), tenemos que salir de la visión
dual y adentrarnos con confianza en la visión mística.
Este es el proceso del fluir.
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