Tercer domingo de Adviento: domingo de
la alegría. Las primeras dos lecturas
de la liturgia – bellísimas las dos – subrayan el tema de la alegría y nos
invitan a darle lugar en nuestra cotidianidad.
Venga la alegría: la Navidad está cerca,
el niño está por nacer, Dios está con nosotros.
¿Dónde
encontramos la verdadera alegría?
¿Dónde
encontramos la felicidad y la vida plena que tanto anhelamos?
En el texto evangélico de hoy Lucas
sigue presentándonos la figura del precursor: Juan el Bautista, con su
predicación fuerte y tajante. Y Lucas sigue subrayando la distinción entre Juan
y Jesús. El verdadero mesías es Jesús. Es él el esperado, el anhelado del
pueblo de Israel y de toda la humanidad. Él nos trae la plenitud.
La pregunta recurrente de la gente a
Juan es como un estribillo: “¿Qué debemos
hacer?”
El la pregunta lógica a la predicación
de Juan que invitaba a una conversión moral: dejen de hacer el mal y hagan el
bien.
Jesús y el evangelio van por otro lado.
El Misterio de la encarnación que
estamos por celebrar nos revela este eje: la gratuidad de un Dios que desde
siempre y para siempre está con nosotros. “Emmanuel”:
Dios con nosotros.
La predicación de Jesús y el mensaje
evangélico van esencialmente por el lado del ser y no del hacer.
En primer y fundamental lugar no tenemos que hacer nada. Tenemos que ser.
Ser:
descubrir que desde siempre fuimos y somos amados. Más aún: somos amor. El Amor
– Dios en nosotros y a través de nosotros
– es lo que somos en nuestra más profunda esencia.
El “hacer” deberá fluir desde la
experiencia y la conexión con nuestro “ser” profundo.
El actuar moral – hacer el bien – surgirá fresco, espontaneo y límpido del ser y no
será un esfuerzo de voluntad que simplemente infla el ego y nos agota.
Vuelven entonces las preguntas iniciales:
¿Dónde
encontramos la verdadera alegría?
¿Dónde
encontramos la felicidad y la vida plena que tanto anhelamos?
La verdadera alegría surge de la
experiencia de la gratuidad del Ser y
de ser. La verdadera alegría y
plenitud que deseamos no son un logro – en los logros siempre se infiltra el ego – sino un descubrimiento
agradecido y asombroso.
Somos. Somos amados. Gratis. Todo es un
don, todo un regalo.
A partir de este descubrimiento – toda la
vida de Jesús apunta a eso – la vida moral encontrará su cauce y su
realización.
Enraizarse en el Ser es entonces el
ejercicio fundamental. Es como vivir en las profundidades del océano que no son
afectadas por las olas y las tormentas.
Nuestra verdadera identidad está siempre
bien, siempre en paz, siempre estable y serena.
Es lo que descubrió Pablo y que nos
comunica en uno de los versículos más hermosos y profundos de toda la Biblia.
Es el versículo que cierra el texto de la carta a los filipenses del día de
hoy:
“Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará
bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús”
(Fil 4, 7).
Sin duda la existencia
humana oscila entre muchas emociones y sentimientos y no siempre podemos
experimentar la alegría o por lo menos sentirla sensiblemente.
Pero siempre podemos vivir
desde esa Paz de Dios que es nuestra esencia.
En el fondo esa Paz nos
define y esa Paz estable y serena es la verdadera y más profunda alegría.
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