La Semana Santa 2019, probablemente,
quedará marcada por el incendio de la Catedral de Notre Dame de París.
Una Catedral que no es solo una
catedral: es símbolo, historia, arte, cultura, fe.
Ardió Notre Dame bajo el implacable
fuego. Ardió Notre Dame, en otros tiempos ardió Roma y hoy en día siguen
ardiendo hogares, victimas de la pobreza o la guerra. También se caen aviones,
descarrilan trenes, chocan autos, se sacude la tierra, se agitan las aguas y el
egoísmo humano sigue generando sufrimiento inútil.
Ardió Notre Dame: tanto dolor, tanta
amargura, alguna polémica como siempre y tantas preguntas sin respuestas.
¿Qué
enseñanza nos deja el incendio devastador?
¿Qué
nos hace vislumbrar la Pascua entre llamas y humo?
Todo es frágil y pasajero. Basta un poco
de fuego, un descuido. Basta poco, realmente muy poco, para que una existencia
se apague, una flor se marchite, una Catedral se derrumbe, se calle la sonrisa
de un niño, barrios enteros desaparezcan.
“La apariencia de este mundo es pasajera” (1 Cor 7, 31), recuerda Pablo.
Es la hermosa fragilidad de la existencia misma, la maravillosa fragilidad del vuelo de las mariposas, del canto del
ruiseñor, de la colorida hoja otoñal que se desprende y cae.
Fragilidad que se convierte en hermosa y maravillosa cuando es reconocida, amada, asumida.
Fragilidad que invita a vivir la
existencia con liviandad y desapego.
La liviandad del ser que no tiene nada
que ver con superficialidad o falta de responsabilidad. Es la liviandad de la
gratuidad, de quien recibe el existir como regalo y lo entrega, día tras día,
sin quejas ni afán de posesión.
Es la liviandad de quien pisa la tierra
con respeto y ternura, de quien mira la realidad con amor, de quien se tiñe de
paciencia, de quien honra a todo ser viviente.
El desapego de quién ha conocido al
Amor y se ha entregado a Él. El desapego de quien ha aprendido a soltar todo,
para vivir el presente en su plenitud y belleza.
El desapego de quién vive de lo
invisible, de quien se deja respirar. El desapego de quien descubrió el Ser
eterno que late en el seno mismo de la fragilidad.
Así, es Pascua. Así sopla el Espíritu
eterno que alienta en la fragilidad, la sostiene y en ella se expresa y en ella,
también, arde.
Entonces la pregunta que la fragilidad
nos hace se hace más esencial: ¿arde el
Amor? ¿Arde en ti, el Amor?
Más allá de todo lo que se muere,
derrumba y cae, ¿arde el Amor?
Seguirá existiendo la fragilidad y
seguirán derrumbándose catedrales.
¿Arde
el Amor que no se derrumba?
Esta es la pregunta pascual y la única
pregunta a la cual vale la pena responder.
El fuego consumió Notre Dame y consume
nuestros días. Otros fuegos y otros incendios afectan a nuestras existencias.
¿Somos
lo suficientemente sabios para aprender de estos fuegos?
¿Somos
lo suficientemente sabios para transformar estos fuegos en el Amor que arde y
no consuma (Ex 3, 2)?
Es este el Amor Pascual. Es este el
Misterio de Cristo resucitado que late en cada rincón de fragilidad.
Es este el mensaje pascual que resuena
glorioso: en el seno mismo de la Cruz, invisible y silencioso, arde el Amor y en
la oscuridad y en el silencio del sepulcro, arde la Vida.
En el corazón de la fragilidad y el
dolor humano, habita lo único real: el Amor. ¿Ya lo viste? ¿Estás en Casa?
¡FELIZ PASCUA DE
RESURRECCIÓN!
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