Hoy se nos
regala el famoso y hermoso texto del “Buen
samaritano”. Es un relato exclusivo de Lucas, el evangelista de la
misericordia.
El texto arranca
con la pregunta trampa del doctor de la ley: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?” (Lc 10,
25).
Los doctores de
la ley eran los teólogos oficiales de Israel, los expertos “sobre Dios” y su
ley. Lucas nos advierte desde ya de la mala fe del doctor. No pregunta para
saber, pregunta para “poner a prueba”.
¿Cómo son nuestras preguntas? Las preguntas que nos hacemos y que
planteamos a los demás…
¿Son preguntas para saber, conocer, crecer, cambiar?
¿O son preguntas para hacernos daños o para que el otro caiga?
La pregunta
engañosa del doctor – ¿qué tengo que
hacer para heredar la Vida eterna? – evidencia el terrible y omnipresente
“ego religioso”.
El ego religioso
se preocupa por su salvación individual, por cumplir con leyes y por ganar méritos.
Todas realidades que en la iglesia estaban – y en muchos casos siguen estando –
muy presentes.
El ego religioso
es ilusorio obviamente, como todo ego en general, con la desventaja que el “ego
religioso” es tal vez el más peligroso, porque llega a manipular a Dios por sus
intereses y beneficios… estos también, ilusorios.
Jesús se pone en
el nivel de conciencia del doctor: “¿Qué
está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” (Lc 10, 26).
El doctor
pregunta por la ley y Jesús responde reenviando a la ley.
¡Qué grande el
Maestro! ¡Cuánto para aprender!
No podemos
comunicar realmente desde una supuesta superioridad y el sabio es justamente
sabio porque “baja” al nivel del otro.
La única
superioridad es la superioridad de la compasión:
justamente el eje de nuestro texto.
Aprovechando la
siguiente pregunta del doctor: “¿quién es
mi prójimo?” (Lc 10, 29), Jesús relata la parábola del buen samaritano.
La parábola
destruye, delicada y amorosamente, el ego religioso del doctor de la ley y
muestra la falacia de sus preocupaciones: salvación individual, cumplir con
leyes, ganar méritos.
La parábola
muestra a claras letras lo que Dios es: compasión. En la compasión se percibe y
se vive la gratuidad del Amor. En la gratuidad no hay salvación individual,
cumplir con leyes y ganar méritos. En la gratuidad nos descubrimos amados y
descubrimos que el Amor es la raíz de nuestro propio ser y de todo lo que
existe.
La parábola nos
muestra un rostro de Dios que va mucho más allá de nuestra imágenes,
construcciones, pensamientos, ideales.
Hemos aplicado a
Dios nuestras categorías humanas y ahí nos hemos quedado: en términos técnicos
es el llamado “antropomorfismo”.
A partir de
nuestra humana experiencia de tener “voluntad” creemos que también lo que
llamamos “Dios” tenga una voluntad… y desde ahí se entiende mejor la pregunta
del doctor: ¿qué tengo que hacer para
heredar la Vida eterna?.
A partir de
nuestra experiencia de “ser personas” hemos aplicado a Dios la categoría de
“super-persona”.
En realidad Dios
– no podría ser de otra manera – está más allá de toda categoría y toda
tentativa de definición y manipulación.
Jesús con la parábola
nos invita a mirar hacia dentro: no hay una voluntad de Dios externa que
tenemos que cumplir. Hay un Amor interno que vivir y desarrollar.
A nivel moral es
el fundamental pasaje de una moral heterónoma a una moral autónoma. La ley está
escrita en el corazón. Como en semilla ya somos lo que anhelamos y ya somos lo
que deberíamos ser.
Así termina la
primera lectura de la liturgia de hoy: “la
palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la
practiques” (Dt 30, 14).
Así afirma la
hermosa profecía de Jeremías: “Esta es la
Alianza que estableceré con la casa de Israel, después de aquellos días
–oráculo del Señor–: pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus
corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jer 31, 33).
Esto es lo que
Jesús vivió y vino a compartir.
Todavía seguimos
con la moral de los mandamientos y de leyes externas que en muchos y
desgraciados casos hasta hacemos derivar de Dios.
La única ley –
personal y universal – está ya escrita en el corazón de cada ser viviente y de
cada cosa: es la ley del Amor, la ley de la compasión.
Afirma Bede
Griffiths: “El enfrentar este problema
llevó a San Pablo a ver a la ley bajo una luz completamente nueva. Las
observaciones de la ley eran una «pedagogía», una guía para el género humano,
durante su estado de inmadurez, similar a los niños que necesitan un maestro. Y
va más allá cuando dice que la ley es un signo del estado pecaminoso de hombre.
La gente necesita una ley, un sistema de reglas y regulaciones, porque se
encuentra sujeta a sus pasiones y deseos. Una persona que ha alcanzado la
madurez descubre que la ley no es una compulsión externa sino más bien un
principio interior.”
Este “principio
interior” es lo que descubrieron y aplicaron todas las tradiciones religiones a
través de sus maestros.
La mística sufí
Rabia al Adawiyya (713-801) y Santa Teresa de Avila (1515-1582) tienen dos
oraciones muy parecidas… y probablemente Teresa tomó inspiración de Rabia.
“¡Oh Dios mío! Si te adoro por miedo del
infierno, quémame en él.
Si te adoro por la esperanza del paraíso, exclúyeme de él.
Pero si te adoro sólo por ti mismo, no apartes de mí tu eterna
belleza” (Rabi’ha Adawiya)
“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido:
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
No tienes que me dar porque te
quiera;
pues, aunque lo que espero no
esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera” (Teresa de Avila).
Lo mismo había visto y entendido San Bernardo (1090-1153):
“El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito
y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera
de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma
práctica. Amo porque amo, amo por amar.”
El buen
samaritano – que no era un hombre religioso y no conocía las leyes religiosas
de Israel – actuó a partir de una ley interior, la ley del Amor. Descubrió en
sí mismo la raíz de su propio ser y de todo ser viviente, descubrió el Amor que
lo animaba y lo vivió.
Por eso Jesús
invita al doctor: “Ve, y procede tú de la
misma manera” (Lc 10, 37).
Esta invitación
resuena hoy en nuestro corazón. Escuchamos la voz de la compasión y del Amor
que nos llama desde dentro y nos invita a hacer de nuestras vidas un canto al
Amor y a la gratitud.
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