Debemos aprender a ser honestos. Siempre y en cualquier circunstancia: es el único camino de crecimiento.
Ser honestos con el texto de hoy significa no evadirnos de su fuerza, su verdad, su actualidad.
Trasladando el texto al hoy, podría, sin duda, sonar así: “Cuídense de los obispos, los sacerdotes, los políticos, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las iglesias y los banquetes… en la televisión y en las redes sociales…”
Siempre es importante y sano, aplicarnos el evangelio a nosotros mismos, dejándonos cuestionar y siendo conscientes que, estas palabras, aunque dirigidas especialmente a las autoridades, son para todos.
La denuncia de Jesús, como les movió el piso a los escribas y doctores de la ley de su tiempo, nos tiene que mover el piso a nosotros, hoy. Las tajantes palabras de Jesús nos invitan a revisar nuestras actitudes y a reconocer nuestro ego y nuestras necesidades básicas.
Todo eso consiste, lo vuelvo a repetir, en un trabajo de honestidad.
En un nivel básico de nuestro ser, necesitamos ser reconocidos y valorados. Cuando un niño, en su primera infancia, no es reconocido y no es valorado, llevará una herida profunda que necesitará ser también reconocida y sanada. Cuando no sanamos esta falta de reconocimiento y apreciación, el ego buscará satisfacer esta necesidad de una forma compulsiva y exagerada. A menudo el ego se concentrará en lo exterior: los títulos, los roles, las vestimentas, los bienes, los aplausos, el éxito, la fama, el poder.
Cuando reconocemos esta necesidad básica y sanamos nuestras heridas, nos podremos concentrar en el ser, en nuestra esencia: es la hermosa imagen de la viuda de nuestro texto.
Las viudas, en el tiempo de Jesús, eran una de las franjas sociales más desprotegidas y vulnerables. Esta maravillosa mujer anónima del evangelio, sanó su herida: ya no necesita reconocimiento. No tiene nada y lo tiene todo. Leído metafóricamente, podríamos decir: no necesita nada exterior que la valide ya que, en lo interior reconoce su propia valía. La viuda ya no tiene ego: es puro amor, pura gratuidad reconocida. Es una mujer transformada, una mujer realmente libre.
Con frecuencia la vida y los años nos transforman; tendría que ser el proceso normal del camino espiritual, como afirma San Pablo: “aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día” (2 Cor 4, 16).
Con el pasar de los años nos volvemos más sabios: lentamente tomamos consciencia que la plenitud viene desde adentro, que la luz nos habita. Ya no nos importan tanto las opiniones de los demás, los aplausos y los títulos. Soltamos lo exterior y nos volvemos más transparentes a la luz.
Podemos acelerar este proceso en nuestro discernimiento y camino espiritual: la viuda nos acompaña.
Todos debemos “enviudar”: conectar con nuestra pobreza y con nuestra soledad, conectar con nuestra vulnerabilidad y transformarnos desde ahí.
Cuando la vida nos quita algo, es una bendición.
Lo había comprendido cabalmente Bert Hellinger: “La vida te corta las alas y te poda las raíces, hasta que no necesitas ni alas ni raíces, sino solo desaparecer en las formas y volar desde el Ser. La vida te niega los milagros, hasta que comprendes que todo es un milagro. La vida te acorta el tiempo, para que te apures en aprender a vivir. La vida te ridiculiza hasta que te vuelves nada, hasta que te haces nadie, y así te conviertes en todo.”
Y, mucho antes que él, el justo Job lo expresó así: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!”.
La viuda, simbólicamente, está muerta: “dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir” (12, 44).
La viuda representa, metafóricamente, la muerte del ego.
Podemos leer la experiencia de la viuda en paralelo con el encuentro de Jesús con Nicodemo (Jn 3, 1-21): “Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios”. Se renace, cuando se muere antes. La viuda, muerta a su ego, renació al Espíritu.
Por eso la mística nos invita a “morir antes de morir”: es el miedo más grande de nuestro ego y es el anhelo más grande de nuestra alma. El alma sabe bien, que la muerte del ego se convierte al instante, en la consciencia de la inexistencia de la misma muerte.
Escuchemos el anhelo y el ego se callará.
Escuchemos el anhelo y nuestra esencia brillará.
Escuchemos el anhelo y todo se transformará en luz.
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