“La Sabiduría es luminosa y nunca pierde su
brillo:
se deja contemplar fácilmente por los
que la aman
y encontrar por los que la
buscan.
Ella se anticipa a darse a conocer a
los que la desean.
El que madruga para buscarla no se
fatigará,
porque la encontrará sentada a su
puerta.
Meditar en ella es la perfección de la
prudencia,
y el que se desvela por su causa
pronto quedará libre de inquietudes.” (Sab 6, 12-15).
Hace
poco hemos leído estos versículos en una Misa dominical. Es un texto
maravilloso, extraído del libro de la Sabiduría. En la Misa casi siempre
centramos la atención en el evangelio pasando por alto otros textos; es una
buena práctica a mi entender: demasiada carne al asador no se cocina bien como
saben los expertos.
Hoy
me parece importante volver a estos versículos: me quedaron grabados y cada
tanto resuenan en mi corazón. Les comparto como siempre mi sentir y mi
reflexión.
El
tema de la sabiduría es esencial en todas las tradiciones espirituales y
religiosas de la humanidad. En efecto todas las tradiciones son tradiciones de
sabiduría, más allá de los distintos enfoques y matices.
¿Por
qué es tan central la sabiduría?
Para
comprenderlo cabalmente hay que despejar el campo de malentendidos: por
sabiduría las tradiciones espirituales no entienden un vano conocimiento o un
cúmulo de informaciones. Tampoco entienden algo reservado a algún experto o
especialista.
La
sabiduría no se refiere a algún aspecto del saber o alguna maestría. No es un
conocimiento técnico o un doctorado.
La
sabiduría va de la mano con la vida. Para las tradiciones espirituales la sabiduría
es el arte de vivir, el arte de comprender los secretos de la vida para vivir
en plenitud, paz y alegría. En este sentido filosofía y sabiduría se convierten
en sinónimos. Nada que ver con el abordaje que se da muchas veces en la
enseñanza de la filosofía: conceptos y cavilaciones mentales que poco tienen
que ver con nuestra cotidianidad. Por eso nuestros liceales no la aman mucho.
Desde
siempre hubo hombres sabios: seres de luz que comprendieron los secretos de la
vida y la vivieron en plenitud. En otras palabras: desde y en el amor.
Encontrar
la sabiduría es entonces esencial, especialmente en una sociedad occidental a
menudo muy superficial y trivial. Una sociedad que sigue las tendencias de
aquel que grita más fuerte o de aquella que tiene el cuerpo menos cubierto. Una
sociedad que se deja seducir por el mito del consumo y del placer, del éxito y
la estupidez. Una sociedad que mide todo o casi con el criterio de las pelotas: las dos de los genitales
masculinos y la solita que rueda en las canchas de fútbol. Una sociedad que a
menudo pacta con la corrupción y aplaude a los vivos de turno. Una sociedad que escucha más a presentadores,
bailarinas y futbolistas en lugar de los grandes maestros de la historia,
pasada y actual.
Encontrar
la verdadera sabiduría es esencial para aprender a vivir y a amar. Sin
sabiduría nuestra frágil y corta existencia se volverá monótona, superficial,
estéril.
Esta
sabiduría no está lejos de nosotros. Es, a menudo, la sabiduría de nuestros
refranes populares, que muchos citan y pocos viven. Es la sabiduría de nuestros
abuelos, que tanto amamos y poco escuchamos (pero… ¿se puede amar sin escuchar?).
Es la sabiduría de los grandes de la historia: Confucio, Heráclito, Buda,
Jesús, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Hildegarda de Bingen, Catalina de
Siena, Martin Luther King, Gandhi… solo por citar unos pocos.
Los
invito a rumiar todo el hermoso texto y a detenerse en cada palabra y cada
frase.
Yo
me detengo esencialmente en este versículo:
“El que madruga para buscarla no se
fatigará,
porque la encontrará sentada a su
puerta.”
Parece
que hay una relación entre la sabiduría y el madrugar. El autor de nuestro
versículo parece percatarse. Tal vez cuenta su misma experiencia.
La
sabiduría está sentada a la puerta de aquel que madruga: ¡qué imagen tan linda!
Madrugar
hace bien. “La mañana tiene el oro en la
boca” advierte un refrán italiano. “A
quién madruga Dios le ayuda” dice otro.
Madrugar
indica una actitud atenta y disponible, una actitud de interés y búsqueda. Las
primeras horas de la mañana son horas de quietud y silencio. Son las horas
donde el corazón y la mente están más abiertos y dóciles al encuentro con Dios.
Son horas frescas y cargadas. Son las horas donde sale el pan recién hecho, las
horas donde los pájaros arrancan a cantar y donde el café o el mate tienen un
sabor especial.
El
esfuerzo por madrugar (con la costumbre deja de ser esfuerzo y se convierte en
necesidad) nos regala el encuentro con la sabiduría: “El que madruga para buscarla no se fatigará”. Nada más hermoso que
encontrarse con la sabiduría. El cansancio y el esfuerzo se convierten en
alivio y gozo. Como decía Jesús: “Carguen sobre ustedes mi yugo y
aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán
alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11, 29-30).
La posible carga – por algunos – del madrugar, se convierte en yugo
suave y liviano.
Tempranito
por la mañana la Sabiduría nos espera sentada a nuestra puerta. Es decir:
siempre disponible, siempre presente. Está ahí, esperándonos.
Necesitamos
madrugar para encontrar un tiempo de soledad y silencio. Soledad y silencio son
los lugares donde la Sabiduría habita. No podemos encontrar la sabiduría en
medio del caos, la prisa y el ruido. Y casi siempre soledad y silencio nos
encuentran en la madrugada o en las primeras horas de la mañana.
Después
nuestras jornadas se convierten muchas veces en un constante movimiento y
actividad y nuestros propósitos de encontrar un espacio de silencio a menudo
fracasan. También de tardecita o de noche el cansancio del día nos visita y no
logramos conectar con el silencio y la soledad: buscamos la sabiduría a nuestra
puerta y no la encontramos. Se fue, también ella cansada de tanto esperar.
Tan
importante es la Sabiduría que los teólogos ortodoxos rusos – especialmente
Sergej Bulgakov – la llegan a personificar.
Bulgakov,
justamente a partir de los libros bíblicos de la Sabiduría y de los Proverbios,
imagina a la Sabiduría como una Persona al lado del Padre, del Hijo y del
Espíritu. La Sabiduría, amiga íntima de Dios, estaba ahí en la creación,
aconsejando y acompañando al Creador.
Desde
nuestra perspectiva podemos afirmar que el soplo de Dios que continuamente crea
y sostiene la realidad, es un soplo sabio, un soplo que inyecta sabiduría en
cada cosa.
Hay
que volver a madrugar, a amar las primeras horas de la mañana. Tal vez nuestra
sociedad occidental, obsesionada con el bienestar y la comodidad, puede
encontrar en el esfuerzo de madrugar un antídoto a sus males y a su
superficialidad.
Madrugando
con la Sabiduría: camino de paz y alegría.
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