Celebramos hoy la fiesta litúrgica de
Cristo Rey del universo y la iglesia nos propone la famosa página de Mateo 25,
también conocida como la parábola del “juicio final o universal”.
También esta parábola dio pie a una
lectura literal y superficial que desembocaba en una imagen de Dios totalmente
ajena a la experiencia de Jesús: un Dios exterior que se sienta en su trono
juzgando a los hombres después de su muerte. Además esta lectura literal
invitaba a interpretar la vida humana como una prueba: quien superaba la prueba portándose bien se merecía el
cielo.
Un Dios que crea y nos regala la vida para probarnos es absolutamente lejano
del mensaje evangélico y por cierto no nos humaniza. Al revés, nos esclaviza:
¡un Dios así no lo quiero!
Obviamente esta lectura literal del
texto coincidía y coincide con el afán de poder y de control de ciertos
sectores de la iglesia: la utilización del miedo para controlar la gente es
recurrente en la historia humana. Es interesante, y triste a la vez, darse
cuenta como la interpretación del evangelio responde en muchos casos a
intereses egocéntricos por un lado y/o cosmovisiones más o menos conscientes
por el otro.
El evangelio es “buena noticia”, es un
mensaje de liberación y de vida plena: no olvidémoslo nunca.
¿Como leer entonces esta parábola para
que refleje la auténtica experiencia de Jesús?
Sin duda la parábola es una invitación a vivir el presente desde otra
perspectiva y desde otra profundidad.
Jesús es el hombre del presente, el
hombre que percibe y experimenta la divinidad en cada instante de la
existencia. A eso hay que apuntar.
Tampoco me sirve en realidad un Dios que
– después de la prueba esa – nos haga felices en la “otra” vida. No hay otra vida, lo sabemos bien. Tu corazón
lo sabe bien, si sabes escucharlo.
Hay una sola, única, eterna Vida. La
eternidad es ahora. La eternidad es este único
ahora.
Jesús invita a experimentar ahora la
divinidad y la plenitud de la vida. Con todas las dificultades y los dolores
incluidos. La esperanza cristiana entonces no es un refugiarse infantil en la
espera de una vida “futura” sin dolor, sino la búsqueda responsable de una
plenitud que late en las raíces del eterno presente. La esperanza no es un
anhelo de un futuro mejor, sino un fluir consciente con la Vida también cuando
esta se torna incomprensible para nuestras mentes limitadas.
Leída entonces desde la urgencia del
presente, ¿cuál es el mensaje de la parábola?
Jesús nos sorprende otra vez. ¡Qué
revolucionario! ¡Qué extraordinario!
El criterio que Jesús ofrece para
experimentar a Dios no es un criterio
religioso como nos esperaríamos. Es un criterio tremendamente y simplemente
humano: la compasión. Tan humano porque tan divino.
En la sociedad profundamente religiosa
en la cual Jesús vivía esta parábola habrá caído muy mal, especialmente a los
oídos de los guardianes oficiales de la religión.
Actualizando la parábola a nuestros días
me atrevo a decir que Jesús no hubiera propuesto la participación a la Misa,
sino la atención compasiva a toda situación actual de dolor y debilidad.
Empezando por ti mismo.
Y esto no devalúa la Eucaristía. Al
contrario: la devuelve a su centro y su significado originario: la compasión.
La vida de un Dios que se entrega y nos
alimenta con su ternura para sanar nuestra heridas y devolvernos la alegría de
sentirnos amados… ¿qué es sino compasión en estado puro?
¡Tremendo el Maestro de Nazaret! Esta es
la única y verdadera revolución: la compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el
evangelio: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el
budismo: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el
hinduismo: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el
islamismo: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el
taoísmo: compasión.
Podríamos resumir en una sola palabra el
humanismo ateo: compasión.
Tan increíble y maravillosa es la
compasión. Es la esencia de la vida, es el respiro de cada ser. Todo se mueve
desde, en y hacia la compasión.
Una genuina experiencia de Dios es una
experiencia de compasión: antes que nada con uno mismo y hacia uno mismo.
Nos recuerda el Buda: “Si tu compasión no te incluye a ti mismo, es
incompleta”.
¡Qué difícil es ser compasivo con uno
mismo! Cuando aprendamos a ser compasivos con nosotros mismos la compasión
hacia los otros y hacia cada ser viviente surgirá más espontanea y fluida.
Y la compasión realiza el milagro del
despertar: nos damos cuenta de la admirable unidad que subyace a todo. Todos
somos uno. Todo es amor. Solo hay Amor expresándose en millones de formas.
Amándome a mi mismo amo al universo
entero. Amando al otro me amo a mi mismo.
Descubrimos la profunda verdad de la
frase: “el otro soy yo”.
Esta es la compasión: un amor que ama al
amor. Y en nuestra existencia histórica y concreta este amor asume el rostro
del más débil y desfavorecido: aquel que se siente solo, separado, no amado.
Y esta maravillosa experiencia de
compasión se extiende a todo ser viviente: reino animal y vegetal. La unidad
abarca todo.
Entonces entendemos el canto de los
pájaros y el florecer de la rosa, la mirada de una oveja y correr de un
caballo, el amarillo del limón y el susurrar de las aguas.
Me pasa a menudo de ver los camiones que
trasladan ganado hacia los frigoríficos: a veces mi mirada se cruza con la mirada
de una u otra vaca y puedo leer tristeza y preocupación en sus ojos. Compasión.
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