¿Qué
es la riqueza?
¿Qué
significa ser rico a los ojos de Dios? (Lc 12, 21).
Preguntas importantes que nos plantea el
evangelio de hoy. Preguntas importantes cuando en nuestro mundo y nuestras
sociedades sigue la enorme brecha entre ricos y pobres, entre los que acumulan
y los que no llegan a fin de mes.
Por cierto todo arranca desde la
petición anónima: “Maestro, dile a mi
hermano que comparta conmigo la herencia” (12,13).
La respuesta de Jesús es clave: “Amigo, ¿quién me ha constituido juez o
árbitro entre ustedes?” (12, 14).
Jesús reenvía al anónimo personaje a sí
mismo y tal vez Lucas dejó sin nombre a esta persona para que pudiéramos
identificarnos con ella.
Un poco más adelante el Jesús de Lucas
vuelve a la carga:
“¿Por
qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12, 57).
El tema, para Lucas, es fundamental.
Jesús nos invita a ser responsables de
nosotros mismos y a buscar en el corazón las respuestas que necesitamos o que
la vida nos plantea.
En el fondo es el tema de la moral autónoma
que ya hemos tratado en distintas ocasiones.
Jesús no vino a decirnos como
comportarnos, sino a conducirnos a nuestra divina esencia. Vino a revelarnos lo
que somos para que pudiéramos vivirnos desde ahí.
¡Qué revolución! ¡Cómo cambia nuestra fe
y el cristianismo visto desde esta perspectiva!
Estamos acostumbrados a vivir a partir
de leyes que nos imponen (en el mejor de los casos sugieren) desde afuera. La Iglesia tomó esta penosa e inhumana
costumbre desde su relación con el Imperio y el derecho romano y desarrolló una
lista interminable de leyes y reglas que la hizo caer en la misma falla que
Jesús criticó a los fariseos: “¡Ay de
ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del
hinojo y del comino, y descuidan lo esencial de la Ley: la justicia, la
misericordia y la fidelidad! Hay que practicar esto, sin descuidar
aquello. ¡Guías ciegos, que filtran el mosquito y se tragan el camello!”
(Mt 23, 23-24).
Todo eso hizo perder frescura y
vitalidad al evangelio y la iglesia se convirtió en muchos casos en una simple
y pesada institución de orden moral perdiendo la creatividad y la libertad del
Espíritu que la anima.
Vamos a recuperar el Espíritu perdido.
Espíritu que vive en el corazón de cada ser humano, cada ser viviente y cada
cosa existente.
Jesús nos invita a la interioridad, a
ser autónomos y responsables. Jesús nos devuelve a nosotros mismos, a nuestra
capacidad innata de amar, resurgir, perdonar, crear.
Jesús es Salvador y Salvación porque nos
muestra el camino a nuestra verdadera y divina identidad. Jesús nos revela a
nosotros mismos. No busquemos salvación en realidades y leyes externas.
Por eso cae por sí misma la acusación de
“autosalvación” que la iglesia hace al budismo, al hinduismo, a la new age.
No hay autosalvación porque no existe el
“auto” (el yo). No un Salvador
afuera, porque no existe un “fuera”.
Simple y maravillosamente hay Salvación:
Plenitud, Amor, Vida manifestándose y revelándose.
Podemos llamar a Jesús “Salvador” porque
nos conduce adonde la Salvación siempre acontece y está aconteciendo: al
interior, al corazón invisible de lo real, al Espíritu eterno, a la Presencia.
Podemos llamar a Jesús “Salvador” porque
nos revela quienes somos desde siempre y para siempre: hijos eternos y amados del
Padre.
La genialidad de San Pablo había visto
bien: la ley simplemente sirve como pedagogo, como instrumento… hasta descubrir
la ley interior del amor. Desde este momento toda ley es superflua y hasta puede
convertirse en obstáculo.
Ahora estamos prontos para comprender
que significa ser “ricos a los ojos de Dios”.
El rico insensato de la parábola
confunde su identidad con sus posesiones, sus cosechas, sus bienes. En el fondo
no sabe quien es. Vive desde la exterioridad.
Pero todo pasa. La sabiduría budista - ¿por qué no aprendemos de los budistas?
– habla de impermanencia.
San Pablo dice: todo es pasajero (1 Cor
7, 31).
Por eso percibe así la vida cristiana:
“No
tenemos puesta la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles: lo que
se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno” (2 Cor 4, 18).
El rico insensato se ve sorprendido por
la muerte inesperada. La muerte en el fondo es siempre inesperada. Tendríamos
que esperarla en paz para volvernos más sabios. El rico había puesto su
identidad en algo transitorio y pasajero y la muerte le reveló su error.
Nuestra sociedad sigue en muchos casos
el mismo camino. Nos invita a poner nuestra identidad en lo pasajero, lo frágil,
lo superfluo.
La sociedad es fruto y revelación de lo
personal e individual: ¿dónde he puesto
mi identidad?
Ser rico a los ojos de Dios es
justamente eso: poner bien nuestra identidad. Descubrirla y vivir en conexión
con ella. Nada de lo que puede pasar y morir es lo que somos. Lo que somos es
el Espíritu eterno e invisible a nuestros ojos físicos. Es el Espíritu eterno
que todo sostiene, engendra, anima.
La riqueza, la única riqueza,
corresponde a nuestro ser, a nuestra esencia, a lo que somos.
Dios – fundamento de la realidad – es
Vida y Amor: ¿podrá existir otra riqueza?
Viviendo en conexión con esta única
riqueza lograremos vivir con mucha más libertad y soltura la relación con las
cosas, los bienes, las personas.
Riqueza y pobreza van más allá de la
simple posesión de bienes y de dinero. Lo sabemos bien: hay pobres que son
ricos y ricos que son pobres.
La pobreza evangélica es conexión con lo
que somos: amor y vida. Por eso la pobreza evangeliza es, antes que nada,
desapego y desprendimiento.
“Desapego” y “desprendimiento” que – ¡guarda caso! – tipifican la pobreza en
las demás religiones y tradiciones espirituales de la humanidad.
¿No
les dice nada todo eso?
Thomas Merton (1915-1968), monje
trapense, nos comparte su experiencia: “la
pobreza concebida en función de la soledad o la desnudez – desprendimiento,
distanciamiento de todo lo superfluo en la vida anterior – . Renuncia a la
actividad inútil de nuestras facultades naturales… “Si queremos hallar a Dios
en la profundidad de nuestras almas, hemos de dejar fuera todo lo demás,
incluso a nosotros mismos.”
Todo esto no significa en absoluto una
justificación de la escandalosa brecha entre ricos y pobres ni una
justificación del inhumano capitalismo, de las injusticias y las opresiones.
Significa dar los pasos correspondientes con responsabilidad y lucidez.
Significa que si no encuentro la riqueza
en mí interior – y por ende vivo
desprendido de las cosas y de mí mismo – la condena y la critica hacia
fuera será estéril e inútil.
Significa que el primer paso a dar es
descubrir y ayudar a descubrir la plenitud interior que nos habita.
Desde la plenitud descubierta: ¿necesitamos algo más?
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