El texto de hoy nos presenta y nos
regala el “eje” del mensaje evangélico: la gratuidad. El eje es esencial en el funcionamiento de un sistema, sin eje todo se
derrumba. Sin gratuidad todo el
mensaje de Jesús es malentendido y mal interpretado. Solo comprendemos a Jesús
y al evangelio desde el eje de la gratuidad.
Hoy en día afincarnos en la gratuidad se
convierte en algo fundamental, porque, como afirma José Antonio Pagola “en nuestra «civilización del poseer», casi
nada hay gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige. Nadie
cree que «es mejor dar que recibir». Solo sabemos prestar servicios remunerados
y «cobrar intereses» por todo lo que hacemos a lo largo de los días.”
Tal vez el juicio de Pagola es un poco
pesimista. Soy testigo de muchos gestos de gratuidad y siempre me sorprende y
me conmueve la capacidad de gratuidad del corazón humano.
Pero es también cierto que el mundo de
la apariencia, de la fama, del éxito sigue bastante lejos de la gratuidad, así
como los sistemas políticos y económicos.
Y estar lejos de la gratuidad es
terrible y deshumano porque la gratuidad es nuestra esencia, es lo que somos.
Somos amor y el amor – en su esencia
– es pura gratuidad. Ser y Amor van de la mano: lo que es, es amor y el amor es
lo que es.
Aprender a vernos a nosotros mismos y a
ver el mundo desde los ojos de la gratuidad, activa un proceso de
transformación enorme y maravilloso.
Al mundo no le falta gratuidad, le falta
gente que lo mire desde ahí. Como afirma maravillosamente Romain Rolland: “En el mundo hay sólo
un heroísmo: ver el mundo tal cual es, y amarlo”.
El Universo, tal
cual es, es regalo gratuito. Mirarlo desde la gratuidad es el acto más heroico
que podamos hacer.
Hay un peligro,
siempre al acecho: el ego.
Jesús nos invita a
estar atentos al ego, nuestro “falso
yo”. El ego vive de la sensación de falta y siempre busca recompensa y
reconocimiento. El ego no puede y no sabe ver la gratuidad. Por eso el ego
busca cambiar el mundo, cambiar a las personas, cambiar las situaciones… para
que el mundo “afuera” responda a sus ilusorias necesidades y a sus
superficiales deseos.
En realidad el
mundo – en su dimensión más profunda – no necesita transformación. Como dice el
sabio Lao Tse: “El Universo es sagrado.
No lo puedes mejorar. Si intentas cambiarlo, lo estropearás. Si intentas
asirlo, lo perderás.”
El mundo necesita
ser reconocido, asumido y amado. La transformación vendrá sola, como desarrollo
natural de su esencia gratuita.
La semilla de roble
no necesita ser transformada. Necesita ser reconocida por lo que es – creando y
favoreciendo las condiciones para su vida – y sola se desarrollará
convirtiéndose en un enorme árbol.
Jesús lo expresó de
manera estupenda: “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la
tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina
y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce
primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga” (Mc 4, 26-28).
A los cristianos
nos cuesta mucho esta visión tanto estamos acostumbrados a ver lo negativo y lo
que falta y tanto estamos obsesionados con mejorar el mundo. El mundo
occidental y a menudo la iglesia están enfermos de racionalismo, opinionismo y
activismo e intentan transformar la sociedad a base de ideas e ideologías
lejanas de la vida.
La verdadera y
única transformación surge poderosa desde la experiencia de la gratuidad. Por
eso que – dicho sea de paso – los
intentos de transformación de la sociedad en muchos casos fracasan y siguen
fracasando. Las mesas de los diálogos políticos y las reuniones para negociar
la paz, por poner unos jugosos ejemplos, esconden siempre fuertes intereses: desconocen la gratuidad y por eso fracasarán.
Hasta que aprendamos.
Cada cual –
individualmente o como grupos – cree
saber como mejorar el mundo a partir de sus gustos, ideas, opiniones: hay
mucho pensar y poca aceptación, muchas ideas y poca sencillez, muchas opiniones
y poca apertura.
Tal vez falta una
verdadera humildad.
Por eso en el texto
de hoy Jesús proclama:
“Todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
ensalzado” (14, 11).
Descubrir
la gratuidad de lo que somos y de lo que es nos instala en la verdadera
humildad.
La
humildad no es cosa del ego. El ego no puede “hacerse el humilde”. “Yo” no
puedo ser humilde porque la única auténtica humildad es ausencia del “yo”. Por
eso hay que entender en profundidad lo que es la verdadera humildad.
Me
parece sumamente esclarecedora la explicación de Willigis Jäger:
“La palabra latina es humilitas. Igual que la
palabra humanitas tiene su raíz en el término humus, es decir, tierra,
suciedad, estiércol. También humor procede de la misma raíz. Esto
indica que en el mundo deberíamos aceptarnos a nosotros mismos con cierta
alegría interior y con una sonrisa en los labios. Deberíamos no tomarnos
demasiado en serio, conservar nuestro humor y entregarnos con humildad al
camino. Pues humildad no es otra cosa que una aceptación amplia de uno mismo,
lo cual no quiere decir que yo esté de acuerdo con todas mis debilidades y
errores, pero sí que acepto haberlos heredado de la vida. No me obstino en
sacudirme esa herencia o en reprimirla, puesto que esto significaría persistir
en el egocentrismo.”
Caminemos
con profunda alegría entonces. La alegría de sabernos gratuidad, la alegría de
la serena mirada que contempla el mundo desde los ojos del más puro amor.
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