lunes, 27 de abril de 2020

Observar, callar, fluir/2



(sigue) 
2) Prioridad de la experiencia por sobre el concepto y la idea (ortopraxis/ortodoxia)

La segunda pata que sostiene nuestra mesa del “observar, callar, fluir” es la absoluta prioridad de la experiencia por sobre el concepto. Cuando hablamos de experiencia, lo hemos visto, hablamos de vida, de la vida concreta y real de todos los días.
La vida, aunque incluye el pensar, lo precede, lo sostiene, lo trasciende. La vida es siempre mucho más que el pensar.
La visión teológica que sostiene mi propuesta hunde sus raíces en la vida. La vida es el substrato común donde todos nos encontramos, más allá de culturas, religiones, opciones políticas, económicas o nivel social.
Todos estamos bebiendo a la Fuente de la Vida.
Este también es el gran mensaje cristiano, especialmente expresado por el evangelio de Juan: Jesús es vida, vino a compartir su vida y a regalarnos la Vida plena (Jn 10, 10).
Desde esta percepción podemos comprender con cierta facilidad que toda experiencia real de Dios tiene que estar arraigada en la vida. Más aún: no hay un Dios “afuera” de la vida. Y la vida es lo que está ocurriendo aquí y ahora. Siempre la vida acontece en el momento presente y este momento es revelación del Misterio. Dios se esconde y revela en el momento presente, independientemente de si este momento presente nos gusta o no, responde a nuestras expectativas o no responde, haya dolor o alegría.
A partir de este fidelidad a la vida podemos comprender la dialéctica ortopraxis/ortodoxia.
En la historia de la iglesia y del cristianismo – por razones teológicas e históricas que no vienen al caso en este momento dilucidar – se dio una contundente primacía de la ortodoxia sobre la ortopraxis, sobre todo a partir del siglo IV. En muchos casos el pensamiento se fue por su cuenta, desgajándose de la vida. La doctrina se volvió central y perdimos la primacía de la vida. Hoy en día, más allá de unos avances y cierto crecimiento en conciencia, la primacía del pensar y la doctrina por sobre la vida real, sigue vigente más que nunca.
En línea general, al magisterio, a los obispos, a muchos sacerdotes y laicos también les interesa más que nada “conservar” el deposito de la fe, esto es, la ortodoxia. Poco se preocupan si esta ortodoxia se convierta en ortopraxis o si la vida real queda relegada en segundo plano. Hay que reconocer que, gracias también al pontificado de Francisco, se está dando más importancia a la vida y a la ortopraxis que a muchas formalidades que tienen que ver con la ortodoxia y cierto protocolo eclesiástico.
Intento simplificar para ser más concreto y más claro, consciente también del riesgo que simplificar demasiado puede hacernos perder en profundidad y en una visión más integral de la vida.
Cuando hablamos de ortopraxis estamos hablando de la vivencia del amor, el mensaje central del evangelio.
Ortopraxis”: descubro que la raíz última de lo real – la vida como se manifiesta aquí y ahora – es el amor. A partir de ahí me vivo y vivo desde ese mismo amor. Este amor que se manifiesta en las actitudes que bien conocemos y nos hacen tanto bien: escucha, amabilidad, entrega, solidaridad, tolerancia, paciencia, ternura. Todo esto no quita obviamente que seguimos haciendo experiencia de nuestra humana fragilidad y de equivocarnos. Pero queda claro y contundente el eje central.

Cuando hablamos de ortodoxia estamos hablando de la correcta interpretación (según la visión cristiana) y aplicación de este amor. En sentido estricto, la ortodoxia es reflexión sobre el amor y reflexión sobre la vida.
Ortodoxia”: se utiliza la herramienta del pensamiento para establecer definiciones, reglas, dogmas, catecismos que reflejen el Misterio y ayuden a comprenderlo y a vivirlo. Todo esto obviamente no es negativo. Lo que ocurre es que a menudo, por la misma inercia del pensar, ese mismo pensamiento se vuelve independiente y se convierte en dueño de la vida, en lugar de estar a su servicio. Desde ahí al fanatismo y al dogmatismo el paso es terriblemente breve.
Espero que estas simples aclaraciones nos puedan hacer comprender el alcance e importancia de la cuestión.
¿Qué nos sirve una correcta interpretación del amor si no nos lleva a amar más y mejor?
¿De qué nos sirve ser fieles a catecismos, rubricas, reglas, documentos, credos varios si no somos amables con nosotros mismos y con los demás?
¿De qué me sirve una doctrina si mi corazón no arde de amor?

Una fidelidad teórica que no sea reflejo de la vida y que no nos lleve a ser personas más pacificas y amables, se convierte fácilmente en hipocresía. Hipocresía que justamente fue una de las actitudes más condenadas por el maestro Jesús. 
La tendencia racionalista occidental se manifiesta también en eso y seguimos dando más importancia al “correcto” pensar y sus formulaciones que al amor real y concreto.
Los ejemplos de estas desviaciones son innumerables y en el fondo se resumen en esta actitud: cuando damos más importancia a una supuesta fidelidad a la forma y al pensar por sobre la atención amorosa a uno mismo y a los demás.
Cuando está en juego el amor concreto hacia uno mismo y hacia los demás hay que pasar por encima de cualquier formulación, dogma, regla o rito que sea. La vida de Jesús es manifestación extraordinaria de este principio. ¿Cómo es posible haberlo olvidado?
La visión teológica que sostiene el método teológico-pastoral del “observar, callar, fluir” otorga una absoluta prioridad a la ortopraxis por sobre la ortodoxia.
Sin duda la ortopraxis incluye también el pensar sobre todo en cuanto al discernimiento: somos una unidad psicosomática-espiritual y nunca debemos olvidarlo. Pero este pensar no precede a la vida y al amor concreto, sino que los acompaña y se pone a su servicio.
Solo desde la vivencia concreta del amor puede surgir una reflexión y una formulación de la fe que ayude a crecer en este mismo amor y en su autocomprensión.
Resumiendo en estilo zen: el camino es la meta. La plenitud del Amor que es nuestra meta, la encontramos desde ya en el momento que estamos amando.

    3) Síntesis fecunda entre Occidente y Oriente

La tercera pata de nuestra mesa metodológica consiste en la síntesis entre occidente y oriente y especialmente sus cosmologías, su espiritualidad, su experiencia religiosa. Cuando hablo de “occidente” y “oriente” no me refiero simple y solamente a su dimensión geográfica. También porque hoy en día, con el fenómeno de la globalización y los movimientos masivos de personas, la distinción no es tan neta como antes. Hay mucho de “occidente” en “oriente” y mucho de “oriente” en “occidente”. Cuando me refiero a “occidente” y “oriente” me refiero esencialmente a dos posturas distintas de ver la vida y el fenómenos religioso, o sea, la relación con lo Trascendente y lo Absoluto.
También en este aspecto hay que reconocer que en la actualidad hay muchos más contactos e intercambios entre las dos posturas. Hay elementos occidentales en la visión oriental y hay elementos orientales en la visión occidental.
Pero, sin duda, quedan los rasgos centrales y característicos de cada cosmovisión.
Nombramos brevemente estos rasgos esenciales.

Occidente: más racional, centralidad de la historia como proceso, concepción del tiempo lineal, religiones de la palabra y teístas: cristianismo, judaísmo, islamismo. Predomina la dimensión personal. Predomina el lenguaje y la palabra. Predomina lo masculino. Predomina el lado izquierdo del cerebro (análisis, control, orden, literatura, disciplina, numérico). Desde la visión taoísta: yang.

Oriente: más intuitivo, historia sujeta al momento presente, concepción del tiempo cíclica, religiones místicas y oceánicas: budismo, hinduismo, taoísmo. Predomina la dimensión oceánica (lo particular es expresión del Todo). Predomina la contemplación y el silencio. Predomina lo femenino. Predomina el lado derecho del cerebro (arte, emociones, holístico, intuitivo, creativo, música). Desde la visión taoísta yin.

Estamos llamados a una profunda y fecunda síntesis entre occidente y oriente. Ambas dimensiones expresan algo del misterio de la vida y del ser humano. Una experiencia integral y plena no puede prescindir de esta fecunda síntesis. Algunos teólogos ven en esta comunión un aspecto esencial en el futuro de la humanidad y yo comparto plenamente esta apreciación.
En este sentido, el funcionamiento del cerebro humano tiene una fuerza simbólica impresionante. Según parece los dos hemisferios desarrollan funciones particulares pero están unidos por el cuerpo calloso que da una profunda unidad al cerebro. Cuanto más los dos hemisferios interactúan más desarrollo y plenitud alcanza la persona.
La visión teológica que está a fundamento de mi propuesta ofrece una cierta síntesis de la experiencia, espiritualidad y cosmovisión de Oriente y Occidente. Se nutre de esta comunión e interrelación que es siempre nueva, en proceso y nunca algo alcanzado o definitivo. La síntesis es un fenómeno y un proceso siempre “in fieri” (haciéndose).
Esta comunión dinámica entre Oriente y Occidente alimenta y nutre la visión teológica y por ende el método pastoral.
Sobre el tema se escribió y se está escribiendo mucho. Es un tema interesantísimo y de una riqueza infinita. No puedo en esta instancia entrar detalladamente en un tema tan profundo, rico de vetas y aspectos a considerar.
Una última observación: las actitudes previas y necesarias para esta comunión y síntesis entre Occidente y Oriente son sin duda una gran apertura, disponibilidad y transparencia.
Sin estas actitudes no escaparemos del peligro de encerrarnos en nuestras creencias, apegos y fanatismo.
Es muy aconsejable que aquellos que quieran implementar este método pastoral dediquen un tiempo al estudio y a la práctica de una o más tradiciones orientales.


4)  Vivencia del silencio
La cuarta y necesaria pata de nuestra mesa es la vivencia y la experiencia del silencio. Este mismo silencio que será también central en el segundo momento del método teológico-pastoral: “callar”.
¿De qué silencio hablamos?
¿Por qué es tan importante?
La necesidad del silencio en teología es subrayada especialmente por las ramas místicas de las religiones. En el cristianismo por las corrientes teológicas apofáticas, las cuales insisten en afirmar que sobre el Misterio que llamamos “Dios” no podemos decir nada… o casi nada. Es un Misterio indecible, inefable y toda palabra humana corre el riesgo de estropearlo y manipularlo. Por eso lo mejor es el silencio del asombro, del amor, de la entrega.
El silencio del cual hablamos y que constituye parte esencial de mi visión teológica que sustenta el método pastoral, es el silencio radical que nos conecta al ser, a nuestra verdadera esencia. Esencia que precede al pensamientos y a las palabras y sigue cuando estos desvanecen.
No es un silencio como rechazo de la Palabra y las palabras. Este Silencio es el “Principio” del libro del Génesis y del prólogo del evangelio de Juan, “Principio” que precede a la Palabra y la hace ser.
Lenguaje y palabras también nos constituyen en la aventura humana y nos sirven para comunicar, crear, compartir. Es el silencio desde el cual y en el cual la Palabra y las palabras cobran su sentido auténtico, su belleza, su valor.
Sin esta vivencia radical del silencio quedaremos atrapados en nuestras opiniones y fanatismos. Sobre todo quedaremos atrapados en las ideologías que tanto daño hicieron y siguen haciendo a la convivencia humana. Y no hay peores ideologías que las religiosas. Cuando el cristianismo se transformó en ideología vivió su momento más oscuro y de más alejamiento del mensaje evangélico.
El peligro de caer y recaer en la ideología es siempre presente. El silencio, tal vez, es el mejor antídoto y vacuna.
El silencio nos enseña a dejar el deseo de control que tanto nos gusta y la tentación de creer que poseemos la verdad. El silencio nos hace más abiertos, humildes, tolerantes, disponibles. El silencio es pura apertura y pura posibilidad. Donde se vive el silencio todo puede ser, porque permitimos al Misterio manifestarse sin obstáculos.
El silencio, como afirma Javier Melloni, no es ausencia de ruido, sino ausencia de ego.
Y donde no hay ego, solo queda el amor que somos y que podemos llegar a ser.
Por eso el silencio es una dimensión esencial de mi visión teológica y parte esencial del método: “observar, callar, fluir”.
El silencio se aprende y se practica. No hay atajos. Requiere entrega, perseverancia, disciplina.
Después de haber puesto los cimientos de la visión teológica que sostiene el método “observar, callar, fluir” podemos entrar a profundizar el método mismo y a ofrecer unas pistas y pautas para su posterior desarrollo y puesta en practica.
(sigue)


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