sábado, 31 de octubre de 2020

Mateo 5, 1-12

 


 

En esta fiesta de todos los santos se nos regala una de las paginas más famosas y más hermosas de todo el evangelio: las bienaventuranzas.

Sobre esta pagina se escribieron ríos de tinta, comentarios, oraciones, reflexiones.

Muchos presentan y proponen este texto como un manifiesto del mundo futuro, del mundo ideal, del sueño de Jesús.

Otros descubren una visión utópica e imposible en este plano de la realidad.

¿Cómo leer el texto?

Me parece esencial hacer una lectura desde la visión mística y silenciosa de lo real.

Si leemos el texto en clave superficial y “egoica” no saldremos de la frustración, de la tensión y del cansancio o, en los pocos casos de un aparente “logro”, caeremos en un sutil, cuanto inútil, orgullo.

Las bienaventuranzas no pueden ser un logro del “yo”. Desde el “yo” solo podemos intentar vivirlas como un esfuerzo de la voluntad y un pretendido crecimiento en las virtudes.

Caeremos – de manera más o menos consciente – en la religión “del merito” y perderemos con facilidad el eje del mensaje evangélico: la gratuidad.

Las bienaventuranzas – desde nuestra lectura mística – son justamente la invitación a trascender el “yo”.

La felicidad no es cuestión del “yo” sino, justamente, su disolución.

Recordemos acá la anécdota del Buda cuando un discípulo le dijo: “Yo quiero felicidad” y el Buda le contestó que quitando el “yo” y el “quiero” solo quedaba la felicidad.

La disolución del “yo” es lo que más asusta porque, sin duda, es una especie de muerte. Este miedo tan arraigado se debe a la confusión sobre nuestra verdadera identidad.

Hasta que confundamos nuestra identidad con lo que, comúnmente, llamamos “yo”, el miedo será compañero de viaje y nos impedirá la experiencia de la verdadera alegría y de la verdadera paz.

Nuestra verdadera identidad se encuentra en otro nivel o dimensión de lo real. Toda la mística de todas las tradiciones apunta a descubrir y conectar con este nivel: la mística cristiana, la cabalá judía, el sufismo islámico, los caminos meditativos del budismo y del hinduismo, etcétera…

 

¿Cómo comprender entonces las bienaventuranzas?

Las bienaventuranzas expresan la esencia de la Vida: cuando soltamos el “yo” y nos alineamos con la Vida, siendo Uno con ella, solo queda los que las bienaventuranzas nos proponen: dicha en todos los aspectos. Descubriremos el gozo oculto hasta detrás de la experiencia del limite y del dolor… todo será puro aprendizaje y crecimiento.

La Vida se convierte en un prisma de luz que revela su belleza a través de los colores. Como la luz se refracta en distintos colores, la Vida Una se refracta en infinitas formas de dicha y belleza.

Por eso que la felicidad no es del “yo”: el yo no puede ser feliz.

Como afirma José Díez Faixat: “nadie es feliz; lo difícil es ser nadie”.

Cuando no hay fijación en el “yo” aparece la Vida Una y con ella la felicidad.

Por eso también que la felicidad “viene antes” que la bondad.

La persona feliz es buena. No siempre una persona buena es feliz.

La bondad y el amor son la consecuencia normal de la plenitud que descubrirmos y experimentamos siendo Uno con la Vida.

Siendo Vida, solo podemos expresar su esencia: amor, bondad, ternura.

El camino espiritual se concentra entonces en esta dolorosa cuanto necesaria “disolución del yo”: atravesar este valle oscuro nos conducirá a una luz de incomparable belleza.

El mundo ideal, el “sueño de Dios” no está en un futuro imaginario: está “aquí y ahora” en la profundidad de lo real.

Profundidad que nos espera, siempre disponible, siempre presente, siempre Presencia.

Como afirma el poeta: “Dios nos espera en las raices” (Rilke).

 

 

 

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