En esta fiesta de todos los santos se
nos regala una de las paginas más famosas y más hermosas de todo el evangelio:
las bienaventuranzas.
Sobre esta pagina se escribieron ríos de
tinta, comentarios, oraciones, reflexiones.
Muchos presentan y proponen este texto
como un manifiesto del mundo futuro, del mundo ideal, del sueño de Jesús.
Otros descubren una visión utópica e
imposible en este plano de la realidad.
¿Cómo
leer el texto?
Me parece esencial hacer una lectura
desde la visión mística y silenciosa de lo real.
Si leemos el texto en clave superficial
y “egoica” no saldremos de la frustración, de la tensión y del cansancio o, en
los pocos casos de un aparente “logro”, caeremos en un sutil, cuanto inútil,
orgullo.
Las bienaventuranzas no pueden ser un
logro del “yo”. Desde el “yo” solo podemos intentar vivirlas como un esfuerzo
de la voluntad y un pretendido crecimiento en las virtudes.
Caeremos – de manera más o menos consciente – en la religión “del merito” y
perderemos con facilidad el eje del mensaje evangélico: la gratuidad.
Las bienaventuranzas – desde nuestra lectura mística – son
justamente la invitación a trascender el “yo”.
La felicidad no es cuestión del “yo”
sino, justamente, su disolución.
Recordemos acá la anécdota del Buda
cuando un discípulo le dijo: “Yo quiero
felicidad” y el Buda le contestó que quitando el “yo” y el “quiero” solo
quedaba la felicidad.
La disolución del “yo” es lo que más
asusta porque, sin duda, es una especie de muerte. Este miedo tan arraigado se
debe a la confusión sobre nuestra verdadera identidad.
Hasta que confundamos nuestra identidad
con lo que, comúnmente, llamamos “yo”, el miedo será compañero de viaje y nos
impedirá la experiencia de la verdadera alegría y de la verdadera paz.
Nuestra verdadera identidad se encuentra
en otro nivel o dimensión de lo real. Toda la mística de todas las tradiciones
apunta a descubrir y conectar con este nivel: la mística cristiana, la cabalá
judía, el sufismo islámico, los caminos meditativos del budismo y del
hinduismo, etcétera…
¿Cómo
comprender entonces las bienaventuranzas?
Las bienaventuranzas expresan la esencia
de la Vida: cuando soltamos el “yo” y nos alineamos con la Vida, siendo Uno con
ella, solo queda los que las bienaventuranzas nos proponen: dicha en todos los
aspectos. Descubriremos el gozo oculto hasta detrás de la experiencia del limite
y del dolor… todo será puro aprendizaje y crecimiento.
La Vida se convierte en un prisma de luz
que revela su belleza a través de los colores. Como la luz se refracta en
distintos colores, la Vida Una se refracta en infinitas formas de dicha y
belleza.
Por eso que la felicidad no es del “yo”:
el yo no puede ser feliz.
Como afirma José Díez Faixat: “nadie es feliz; lo difícil es ser nadie”.
Cuando no hay fijación en el
“yo” aparece la Vida Una y con ella la felicidad.
Por eso también que la
felicidad “viene antes” que la bondad.
La persona feliz es buena.
No siempre una persona buena es feliz.
La bondad y el amor son la
consecuencia normal de la plenitud que descubrirmos y experimentamos siendo Uno
con la Vida.
Siendo Vida, solo podemos
expresar su esencia: amor, bondad, ternura.
El camino espiritual se
concentra entonces en esta dolorosa cuanto necesaria “disolución del yo”:
atravesar este valle oscuro nos conducirá a una luz de incomparable belleza.
El mundo ideal, el “sueño de
Dios” no está en un futuro imaginario: está “aquí y ahora” en la profundidad de
lo real.
Profundidad que nos espera,
siempre disponible, siempre presente, siempre Presencia.
Como afirma el poeta: “Dios nos espera en las raices” (Rilke).
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