Sin duda esta Navidad 2020 se recordará como
la Navidad de la pandemia… a la
espera de lo que ocurra en el 2021.
Un año atípico y sin duda desafiante,
pero sobre todo un año de gracia.
Las crisis y dificultades vienen a
mostrarnos nuestros puntos débiles, nuestras zonas de sombra, a nivel tanto
individual como colectivo.
La pandemia vino para ayudarnos a
despertar. ¿Cómo no agradecer?
¿Supimos
aprovecharla?
¿Sabremos
aprovechar los nuevos desafíos para crecer?
Entorno a la pandemia revolotean muchas
y distintas opiniones, coincidentes y discordantes.
El coronavirus puso en jaque nuestra
arrogancia y todas las posturas dogmáticas… se dice de todo y el contrario de
todo.
En el fondo sabemos muy poco, casi nada.
La primera
enseñanza que extraemos entonces es la humildad.
Humildad como reconocimiento de nuestra propia verdad, nuestras profundas
limitaciones y nuestra ignorancia básica.
Estamos acá para aprender.
La segunda
enseñanza tiene que ver con la vulnerabilidad.
Somos vulnerables, tremendamente frágiles: por si alguien todavía no se hubiera
dado cuenta.
La existencia es un soplo: “El hombre es semejante a un soplo; sus días son como
una sombra que pasa”, dice el salmo (144, 4).
La vida humana es hermosa pero frágil,
pasajera. Seguimos viviendo con delirios de omnipotencia, con arrogancia, con
prepotencia. ¡Somos ridículos!
Un sereno y pausado paseo por un
cementerio nos recordará adonde están el Imperio romano, los “grandes de la
tierra”, Maradona y todos nuestros anhelos de grandeza.
La pandemia nos recordó la fragilidad
constitutiva de la existencia y nos invita a mirar a lo eterno, a lo estable.
Nos invita a centrarnos en lo único real: el amor.
La tercera
enseñanza que extraemos de este pandémico 2020 es justamente el amor. El amor como origen y meta, el
amor como esencia y tarea.
Somos amor, pero no sabemos amar. Estamos
en constante y perenne camino de aprendizaje. Los que creen saber amar, a
menudo son justamente los que no saben o no quieren aprender.
“No
quiera saber muy pronto lo que significa amar”, solía repetir el teólogo
francés Henry de Lubac.
Entonces llega la Navidad, esta Navidad
extraña, esta Navidad a distancia, sin ruido y con pocas luces.
Humildad, vulnerabilidad, amor: ¿no es esto Navidad?
¿No
vino la pandemia para que pudiéramos vivir la esencia de la Navidad?
Y la pandemia viral se transformó en
pandemia de sonrisas. Podemos sonreír.
Tal vez será una Navidad sin tantos
abrazos y con menos besos. Será una Navidad más sobria, también afectivamente.
Pero podemos resolverlo con sonrisas.
Podemos sonreír a la pandemia y desde la pandemia, inventada o real que sea.
Podemos sonreír desde cerca o desde
lejos. Podemos sonreír con abrazos o sin abrazos: que cada cual elija, desde su
conciencia, libre y soberana y respetando – sonriendo
– al otro y su conciencia.
Podemos viralizar las sonrisas. Podemos
hacernos eco de la sonrisa del niño Jesús, de la sonrisa de María y de José:
sin duda gente sonriente!
Este mundo necesita más sonrisas.
Sonrisas sinceras y libres. Sonrisas que liberen y absuelvan. Sonrisas livianas
y poderosas.
El milagro de la sonrisa nos
transformará y transformará nuestro entorno.
Es la sonrisa que relativiza nuestros
delirios, egoísmos, miedos. Moriremos igual, cuando nos toque: con pandemia o
sin pandemia, con tapaboca o sin tapaboca, enojados o en paz, ricos o pobres,
poderosos o desgraciados, cristianos y no cristianos.
¿No
es mucho mejor confiar y sonreír?
La sonrisa nos revela que hemos soltado,
la sonrisa es el desarme del ego y de nuestra arrogancia. La sonrisa nos revela
a nosotros mismos que estamos creyendo que solo el amor es real.
Nuestra sonrisa es reflejo de la sonrisa
del Dios silencioso que nos sonríe desde Belén y desde cada acontecimiento de
nuestra vida.
En realidad todo lo que nos ocurre
esconde, en su oculta esencia, esta sonrisa misteriosa.
Es Navidad: el Misterio silencioso se
hace Misterio sonriente.
¡Feliz Navidad desde la sonrisa de Belén!
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