¿Cómo
te sentirías si te diría que todo está bien, que eres perfecto, que en tu
esencia eres pura luz?
Tomate unos minutos para escuchar una
respuesta verdadera, que no sea mental, sino que surja del corazón.
Bueno, esto es lo que te dice el
evangelio hoy.
En este segundo domingo de Cuaresma la
iglesia nos propone el hermoso y fascinante texto de la Transfiguración.
“Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte
a un monte elevado” (17, 1): empieza así nuestro texto.
El primer y decisivo paso es
“dejarse tomar” por Jesús, por su Espíritu decimos hoy. Como vimos el domingo
pasado el Espíritu condujo a Jesús al desierto. Hoy es este mismo Espíritu, que
lo llena todo con su Presencia, que conduce nuestra historia y la historia de
la humanidad.
La pregunta es la misma de
la semana pasada:
¿Nos dejamos aferrar por el Espíritu? ¿Nos dejamos aferrar por la Vida?
El Espíritu nos lleva al desierto y nos lleva a un monte elevado, como ocurre hoy con
Jesús, Pedro, Santiago y Juan.
Desierto y montaña son lugares de una experiencia
espiritual. Lugares simbólicos del corazón humano. Lugares neutros y
polifacéticos: de intimidad con Dios o de profunda soledad, de purificación o
consolación, de dolor o gozo.
Todo depende, todo es relativo.
Depende de nuestra entrega y
disponibilidad y de los tiempos del Espíritu.
La madurez humana y espiritual avanza
por procesos.
Cuando nos dejamos llevar y nos
entregamos al proceso de la Vida – que es
al mismo tiempo el proceso del Espíritu – seremos transfigurados. Como
Jesús y como Pedro, Santiago, Juan que participan de su transfiguración.
¿Qué
es lo que ocurre en la Transfiguración?
En su esencia la Transfiguración es una
experiencia de luz para Jesús y sus
amigos más íntimos. Tal vez los demás no estaban porque Jesús no los
consideraba todavía prontos para vivir dicha experiencia. Cada cual con sus
tiempos y procesos.
La luz de la Transfiguración revela
nuestra identidad profunda.
Este es el mensaje central y
transformador.
Revelando la esencia divina de Jesús,
revela también la nuestra.
Somos luz. Nuestra esencia es eterna y
divina. Esta esencia luminosa se reviste de nuestra carne mortal y nuestra
historia terrena. Se reviste de espacio, tiempo, condicionamientos, límites.
Somos luz en forma humana. Somos el
Infinito que se expresa en el tiempo
y como tiempo. Luz que se refracta y
asume infinitos matices de colores.
En esa experiencia luminosa de nuestra
identidad todo se concentra y resume: Moisés y Elías traen toda la historia y
la vivencia de Israel y la simbólica voz del cielo revela la Presencia del
Misterio que todo lo envuelve y todo lo sostiene en el Ser.
Esta experiencia nos desborda por
completo y por eso asusta: “los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor” (17, 6).
Es la experiencia común a
todos los místicos y a todos lo que se entregan al Misterio: la percepción de
la pequeñez humana y la asombrosa y desbordante maravilla de la Luz que nos
envuelve.
“Levántense, no tengan miedo” (17, 7): Jesús invita a sus amigos a
superar el miedo y a confiar. Acostubrarse a la luz no es sencillo, ni
automatico.
A menudo le tenemos más
miedo a la luz que a la oscuridad.
Es lo que dijo Nelson
Mandela cuando asumió la presidencia de Sudafrica en 1994 citando un poema de
Marianne Williamson:
“Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro miedo
más profundo es que somos poderosos sin límite. Es nuestra luz, no la oscuridad
lo que más nos asusta. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, precioso,
talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres tú para no serlo?
Eres hijo del universo. El hecho de jugar a ser pequeño no sirve al mundo. No hay nada iluminador en encogerte para que otras personas cerca de ti no se sientan inseguras. Nacemos para hacer manifiesto la gloria del universo que está dentro de nosotros. No solamente algunos de nosotros: está dentro de todos y cada uno. Y mientras dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los demás.”
Eres hijo del universo. El hecho de jugar a ser pequeño no sirve al mundo. No hay nada iluminador en encogerte para que otras personas cerca de ti no se sientan inseguras. Nacemos para hacer manifiesto la gloria del universo que está dentro de nosotros. No solamente algunos de nosotros: está dentro de todos y cada uno. Y mientras dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los demás.”
Jesús mismo – verdadero hombre – tuvo que vivir este
proceso.
Lo dice bellamente Ireneo de
Lyon: “el lento acostumbrarse del
Espíritu a morar en la carne”.
Eso mismo vale para nosotros:
el lento acostumbrarnos de la carne a la luz que somos.
En estos lentos caminos de
ida y vuelta reside y se concentra el camino espiritual: Dios que aprender a
hacerse hombre y el hombre que aprende a reconocerse como Vida divina.
La teología ortodoxa lo
expresa así: Dios se humaniza para que el hombre se divinize.
Es un camino maravilloso y
asombroso, lleno de sorpresas y de luz. Basta abrirse, confiar, dejar atrás los
miedos y dejarse conducir por el Espíritu.
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