sábado, 12 de junio de 2021

Marcos 4, 26-34

 


 

Pocas parábolas pueden provocar mayor rechazo en nuestra cultura del rendimiento, la productividad y la eficacia que esta pequeña parábola en la que Jesús compara el reino de Dios con este misterioso crecimiento de la semilla, que se produce sin la intervención del sembrador” (J. A. Pagola).

 

La primera parabolita del texto de hoy – justamente la de la semilla que crece por sí sola – es una de mis preferidas. En pocos versículos se concentra y resume la esencia del evangelio: la gratuidad.

La semilla crece por sí sola, sin intervención del hombre, sin necesidad de esfuerzo.

Si hay un esfuerzo, es el de la siembra, esencialmente. Pero el eje de la parábola va por otro lado.

Jesús nos quiere revelar uno de los secretos del Universo y de la Vida.

La gratuidad de la Vida y del amor precede a cualquier esfuerzo. En el corazón del Universo rige la ley de una fecundidad gratuita y desbordante. En esencia, todo es gratis.

Darse cuenta de esta gratuidad y fecundidad de la Vida tiene el potencial de transformar completamente nuestra existencia. Es en esta gratuidad y fecundidad donde encuentra su raíz la sabia actitud del fluir.

A nivel histórico y social encontramos aquí la gran falla que une el capitalismo al socialismo: ambos – desde ideologías opuestas – tratan a las personas por su productividad, programación y rendimiento. Se olvidaron de lo esencial y de lo que humaniza a las personas y al mundo: la gratuidad del ser, la gratuidad de la existencia, la gratuidad de amor.

¿No tenemos que hacer nada entonces?

Obvio que si. Estamos llamados a crecer, a caminar, a revelar la luz que nos habita de manera única. Estamos llamados a sembrar amor, paz y justicia. Estamos llamados al esfuerzo para convertirnos en lo que ya somos.

¡Esta es la paradoja de la existencia!

La clave está en el punto de partida: la gratuidad.

Esta gratuidad que nos regala la certeza y la visión de que ya somos lo que estamos llamados a ser.

La semilla de un árbol, contiene en sí misma el potencial del árbol completo, perfecto y maduro.

Así nosotros: nuestra alma, nuestra esencia ya tiene todo. Es el don inmaculado, perfecto y gratuito del Amor de Dios, del Amor que es Dios. Vivir es revelar y manifestar esta esencia. El trabajo y el esfuerzo arrancan desde ahí, desde esta conciencia de plenitud potencial y que pide ser manifestada.

Entonces ocurre el milagro y, otra vez, se cumple la paradoja: el esfuerzo para crecer ya no es esfuerzo. El necesario esfuerzo y el trabajo para desarrollarnos espiritualmente se convierte en el placer y el gozo más grande.

¡Maravilla sin nombre!

Es algo inexplicable, que solo lo entiende quien lo vive. Pasa mucho con los artistas: el artista – pintor, poeta, escultor, músico – disfruta tanto de lo que hace que su “esfuerzo”, su “cansancio”, su “trabajo” se disuelven en un canto jubiloso a la Vida.

¿Y cuál es el arte más grande?

El arte de convertirnos en lo que somos. Todos somos artistas de nuestra propia existencia. Esculpimos nuestra vida como el escultor trabaja el mármol. Convertimos nuestra existencia en poesía, como el poeta elige y ama las palabras. Pintamos nuestra vida, como el pintor mezcla colores, luces y sombras.

El arte más hermoso e imprescindible es el arte de tu propia existencia.

Estamos llamados a hacer de nuestra existencia la mejor obra de arte.

Conecta con la gratuidad, deja los juicios, ábrete al amor: y desde ahí haz de tu vida la obra de arte más hermosa!

 

 

 

 

 

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