domingo, 20 de junio de 2021

 

         ¿Qué es el amor? 

¿Por qué nos cuesta amar y dejarnos amar?

 

La sensación de ser amado es una de las sensaciones más lindas y pletóricas. Tal vez la sensación más buscada y la que más nos da seguridad y paz.

En realidad el amor – el amor verdadero – es más que una sensación, un sentimiento, una emoción. Mucho más. El amor coincide con lo real; y lo real coincide con “lo que es” y “lo que es” a su vez, con “lo que está siendo”.  Por eso que una buena “definición poética” del amor podría ser: un paisaje completo. El amor es totalidad y si no hay totalidad no es amor. Por eso que cada amor “parcial” o “particular” – por personas, cosas, animales, proyectos, trabajos – tiene que ser escrito en el amor total, es una participación subjetiva a la totalidad. Es un matiz del paisaje.

El amor es. Solo el amor es.

La sensación es camino a la búsqueda y reconocimiento de que solo el amor es real y de que solo el amor existe.

Todos buscamos el amor, que seamos conscientes o no. Basta un mínimo de consciencia y honestidad para con uno mismo, un mínimo de lucidez, para caer en la cuenta de esta verdad universal.

Y no puede ser de otra manera. Somos amor. El amor nos constituye. Es nuestra esencia, nuestro destino, nuestra casa.

Pero, ¿qué es el amor?

¿Se puede definir?

Tal vez unas definiciones a nivel psicológico se pueden intentar. Pero su esencia se nos escapa continuamente, así como se escapa la realidad. Es sumamente interesante y sugerente que la física cuántica – por lo menos hasta el momento – no pueda “atrapar” lo que en mínima esencia constituye la realidad, es decir, los fotones. Cuando se observan se nos escapan. Es el “principio de indeterminación de Heisenberg” que podemos resumir así: no se puede determinar, en términos de la física cuántica, simultáneamente y con precisión arbitraria, ciertos pares de variables físicas, como son, la posición y el momento lineal. Dicho en términos espirituales: la divinidad, cuando queremos verla, se oculta.

No podemos atrapar el amor, así como no podemos atrapar lo real. Porque en el amor se oculta el secreto de la vida, el secreto de la divinidad. “Dios es amor” dice la Escritura y todas las religiones y las tradiciones espirituales de la humanidad asocian de una manera u otra la esencia divina al Misterio del Amor y de la bondad.

Decir que “somos amor” es reconocer nuestra procedencia, nuestro radical misterio y nuestro destino. Es reconocer que todo está bien y que ya somos salvados. No hay nada que temer. Por eso que la mística de todo tipo y color insiste en subrayar que “todo está bien y cada cosa está bien y cada cosa estará bien”, en palabras de Juliana de Norwich.

La mística es el camino para captar y percibir el paisaje completo. Por eso es tan esencial y por eso en la actualidad hay un retorno y una búsqueda de los caminos místicos. La humanidad está cansada de lo particular, de la fragmentación. Lo particular – el matiz del paisaje – no dio los resultados esperados y la plenitud tan anhelada. Solo el paisaje completo nos regala la plenitud y ubica cada cosa en su lugar y armonía.

La certeza de saber que “somos amor” no nos alcanza para transitar en este mundo y para poder vivir los pocos años que nos tocan con fecundidad y desde la paz.

En sentido estricto esta “certeza” no nos alcanza porque a menudo es una certeza más bien mental y no una comprensión integral, desde nuestras fibras más profundas.

Si esta “certeza” surgiera desde un conocimiento y comprensión integral – es decir si fuera vida – alcanzaría sin duda.

Seguimos profundizando.

Este misterioso amor que nos constituye se encarna en una estructura extremadamente frágil y débil: esencialmente en nuestro cuerpo y nuestra psique. Con todo lo que significa.

Nuestra esencia amorosa y espiritual se asocia a una determinada estructura psicofísica, sumamente limitada y limitante.

Esta estructura tiene la capacidad de oscurecer profundamente nuestra esencia amorosa. Aunque nunca la puede apagar.

A esta estructura limitada – cuerpo/mente – se suman más limitaciones y más desafíos: la familia, la cultura, la educación, las creencias, la religión o la no religión, la sociedad, etcétera.

Nuestra estructura limitada y los demás condicionantes llegan con tremendo poder a oscurecer nuestra profunda, eterna y verdadera realidad: somos amor.

¿Por qué ocurre esto?

¿Por qué a menudo es tan difícil el juego de la vida y el reconocer nuestra esencia amorosa?

En el corazón de esta pregunta se oculta – otra vez – el Misterio divino.

Dios quiere reconocerse en su esencia amorosa a través de nuestro esfuerzo de regreso de la estructura psicofísica personal a la esencia. Es el camino inverso de la creación.

En la creación Dios se exilió de sí mismo para crear un mundo “separado” e “independiente” de él. En realidad – es importante decirlo desde ya – está separación e independencia son relativas, ya que la creación y el Universo acontecen “adentro” de Dios mismo y son expresión y revelación del mismo Dios.

Ahora – “este ahora” único y eterno – es Dios mismo que está volviendo a casa a través de nuestro regreso consciente, a través de nuestro recorrido desde la estructura psicofísica a la esencia.

En realidad es Dios mismo que regresa a través de nosotros.

Solo en este proceso de exilio y regreso se puede dar la creación y nuestro existir.

El amor entonces es lo que somos y es nuestro regreso.

Todo el Universo y toda la historia de la humanidad es este proceso de manifestación de la esencia divina, de exilio y de regreso a Casa.

Nuestra esencia amorosa y divina se encarna en nuestra estructura psicofísica limitada y condicionada por el entorno.

El amor se achica, se oscurece, se oculta. Surge la búsqueda. Búsqueda a menudo inconsciente y casi siempre temblorosa, hecha de caídas, errores, sangre y sudor.

Buscamos el amor que somos, porque sabemos o intuimos que solo este hallazgo nos regalará la deseada paz y plenitud que anhelamos.

El caminante y peregrino que sube una montaña se puede perder, puede caerse y lastimarse, puede hasta no llegar a su destino, en la esplendida cumbre desde donde la vista se pierde en lo infinito y se enamora. Al final no importa mucho o importa relativamente. Porque el camino es la meta. El camino, y toda la montaña está indestructiblemente conectada a la cumbre. Los caminos son la cumbre que se hace camino. Y así las caídas, los extravíos, los cansancios del peregrino. La montaña es cumbre y camino y todo lo que ocurre en ella.

 

Somos caminantes y peregrinos que buscamos el “amor que somos”.

Nuestra historia personal es la historia de esta búsqueda y este regreso. No es una simple historia individual. Es la misma historia de Dios contigo y a través de ti. Recuerda que es Dios que vuelve a casa, a su esencia amorosa, a través de tu regreso.

Las limitaciones y los condicionantes nos hacen sufrir y no nos permiten ver: no es esto un problema, inicialmente. Es parte del juego, es parte del regreso. En el caminar es nuestra percepción limitada la que nos hace “perder” en las caídas y los extravíos. Hay que alzar la mirada y cambiar de percepción, una y otra vez. Una y otra vez.

Nuestra estructura limitada se tiene que expandir y se expande a través de todas las experiencia de la vida. Cuanta más expansión, más amor y más conexión con la esencia amorosa.

El amor es totalidad, como Dios es totalidad e infinitud. El amor, en su esencia, es infinito y total. No puede ser de otra manera. Este Amor infinito y total se limita a sí mismo cuando se encarna en nuestra estructura limitada y finita. Por eso el dolor, por eso el anhelo y el deseo.

¡Queremos serlo todo y para siempre! ¡Queremos ser Amor pleno, eterno, total! Y es lógico, porque lo somos. Simplemente ahora lo estamos experimentando y viviendo a partir de las limitaciones y restricciones que el mismo amor se puso, para poder crear y revelarse. En la creación – y por ende en todo lo creado – el Amor Infinito se autolimita. Sin esta autolimitación no podría existir nada “separado” de lo Infinito. Lo Infinito tuvo que restringirse para dar lugar a “otra cosa”. La luz infinita tuvo que oscurecerse para que se pudiera ver. Este mundo no es solo la revelación de Dios, sino su ocultamiento. En nosotros mismos Dios se limita y oculta: no podríamos soportar la luz.

 

Moisés dijo: Por favor, muéstrame tu gloria. El Señor le respondió: Yo haré pasar junto a ti toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor, porque yo concedo mi favor a quien quiero concederlo y me compadezco de quien quiero compadecerme. Pero tú no puedes ver mi rostro, añadió, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo. Luego el Señor le dijo: Aquí a mi lado tienes un lugar. Tu estarás de pie sobre la roca, y cuando pase mi gloria, yo te pondré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después retiraré mi mano y tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro.” (Ex 33, 18-23)

 

El regreso entonces es el camino de la finitud y limitación a lo Infinito e ilimitado. Por eso, amar es expandirse y englobar cada vez más, a más personas, aspectos, dimensiones, cosas.

Los limites del yo psicológico se ensanchan y van abarcando más y más. Se derrumban de a poco las limitaciones y la luz crece y la conexión con la esencia amorosa se hace más directa y más fácil.

Amar cuesta porque expandir los limites es derrumbar al “yo” y sus muros, sus apegos, sus falsas seguridades.

El “yo” quiere estar seguro y no quiere emprender el viaje de regreso. Se cree el dueño y se conforma con muy poco. Confunde la plenitud y el amor con posesión, seguridad, afectos, bienes, éxitos. Por eso, en realidad, nunca se conforma y quiere más y más… pero sufre porque está confundido y busca afuera lo que solo se encuentra adentro.

No hay que confundir esta expansión del amor, este romper los limites del “yo” para englobar más realidad, con la sensación o el sentimiento de amor. No podemos sentir “amor” por todos y con la misma intensidad… no es humano y no se nos pide esto.

“Amar a todos” y “amar todo” no significa “sentir” amor por todos y por todo.

Significa vivir desde la comprensión que todo es amor. En lo concreto cada uno hará su camino, un camino en el aquí y en el ahora, discerniendo y aceptando las limitaciones.

El amor incondicional es una comprensión espiritual, no es un sentimiento.

Estamos llamados a amar la totalidad y universalmente porque somos este mismo amor, pero no estamos llamados a “sentir” amor por todos (cosa además imposible) y tampoco a expresarlo y vivirlo de la misma manera, compromiso e intensidad.

 

Nos cuesta dejarnos amar. Tal vez nos cuesta más dejarnos amar que amar a los demás. Dejarse amar supone el reconocimiento de los limites, la finitud, la vulnerabilidad. El “yo” que se cree omnipotente y quiere serlo, no puede dejarse amar. No quiere dejarse amar. A menudo el amar a otros se convierte en una búsqueda peligrosa de sí mismo, donde el “yo” queda atrapado en el mismo egoísmo y la misma ceguera.

Dejarse amar es dejar que los demás, las cosas, la realidad me revele a mí mismo mi esencia amorosa y así me invite delicadamente al viaje de regreso.

 

Amar a los demás, en un movimiento sincero y auténtico, es regresar a la esencia amorosa. Dejarse amar es lo mismo.

Fundamental es la intención y la actitud interior. Es la honestidad consigo mismo.

Solo una honestidad psicológica e intelectual nos permite emprender el viaje de regreso y la expansión del amor, hacia fuera y hacia dentro.

Amar y dejarse amar entonces representan y significan la doble dimensión de la misma vida: dar y recibir. Exilio y regreso. Ir y venir. Es ley universal, ley de Dios y ley del amor. Ley que late en cada suspiro y cada instante de esta vida y este universo.

Amar y dejarse amar tienen un mismo y único objetivo: salir de la fragmentación y volver a la unidad, a lo Uno. Lo Uno es la Casa.

Se vuelve a casa a través de la fragmentación. Por eso también la fragmentación – que marca y expresa el mundo dual – es bendición. Gracias a sentirnos fragmentados y separados escuchamos el anhelo del amor y de lo Uno. Y el caminante hará la experiencia que este sentir es “solo un sentir”, el sentir que permite la vida y el manifestarse de la Luz. La realidad es que, desde esta misma Luz, desde lo Infinito, nunca existió separación. La ilusión de la separación es necesaria para nuestro existir, nuestro crear, nuestro amor.

La separación es ilusoria, la ilusión es real: ¡aquí otra paradoja esencial!

Intento aclarar más y mejor: la percepción de la separación, de estar separados de la divinidad, del cosmos, de los demás es una percepción errada o, por lo menos parcial. Ken Wilber habla del “manto sin costura del universo” y la física cuántica aclaró fehacientemente que todo es energía y hay un campo energético que une todo, como una “malla” invisible que todo une y sostiene. En esto podemos sin duda vislumbrar al Espíritu.

Cuando digo que la “ilusión es real” quiero expresar que en lo concreto de nuestra existencia y de nuestra cotidianidad vivimos como si la separación fuera real. La ilusión se hace real porque sino no podríamos vivir, ni comunicar, ni crecer, ni crear. La sabiduría de Dios nos supera por completo y está exquisitamente presente en cada detalle… ¡no podría ser de otra manera!

El proceso del vivir humano lo vivimos y experimentamos como real pero, de cierta manera, todo ya está custodiado y a salvo en el corazón de Dios.

 

El viaje de regreso es entonces un viaje desde lo Uno, en lo Uno, hacia lo Uno… atravesando la fragmentación. Por eso que, a nivel psíquico, las experiencias más extáticas y de plenitud son siempre experiencias de unidad. Cuando estamos enamorados, por ejemplo, “nos sentimos uno” con la persona amada. Normalmente esta primera percepción es superficial y necesita purificación y poder pasar a nivel más profundos. Por eso las crisis.

La experiencia de la unidad tiene que migrar de lo psíquico a lo espiritual, de lo exterior a lo interior, de lo particular a lo universal, de lo parcial a la totalidad, de las ramas a las raíces, de la apariencia a la esencia.

El movimiento del amor hacia fuera, del dejarse amar y conectar con nuestra esencia amorosa (nuestra más profunda y verdadera identidad) son un mismo y único movimiento. Los tres movimientos reflejan, para los cristianos, el dinamismo trinitario que también se revela en la percepción unitaria de las tres dimensiones de la realidad: cosmos, humanidad, divinidad.

Según las etapas de la vida un movimiento tiene prioridad sobre otro o se empieza por uno en lugar de otro. Pero siempre están presente los tres.

La conexión con nuestra esencia amorosa es la clave que nos instala en la paz y nos capacita y entusiasma para seguir creciendo, dando y recibiendo amor, dando y recibiendo luz.

 

 

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