sábado, 27 de julio de 2024

Juan 6, 1-15


 


El famoso relato de la multiplicación de los panes y los peces en el evangelio de Juan, es uno de los siete signos que el evangelista atribuye a Jesús.

 

Estos son los siete signos:

 

1. Las bodas de Caná: Jesús cambia el agua en vino (Juan 2, 1-12).

2. Jesús sana al hijo de un oficial (Juan 4, 46-54).

3. Jesús sana al paralítico en Betesda (Juan 5, 1-17).

4. Jesús alimenta a los cinco mil (Juan 6, 1-15).

5. Jesús camina sobre el agua (Juan 6, 15-25).

6. Jesús sana al hombre ciego de nacimiento (Juan 9, 1-41).

7. Jesús resucita a Lázaro (Juan 11, 1-46).

 

Juan habla de signos y no de milagros.

 

Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía curando a los enfermos” (6, 2): así justamente empieza nuestro texto.

El evangelio de Juan es el más simbólico y metafórico. Juan quiere transmitirnos un mensaje que va más allá de lo meramente histórico: por eso Juan habla de signos.

 

El signo, esencialmente, es una realidad que representa a otra; su vinculación con el símbolo es muy estrecha, aunque difieran en algunos matices. 

Por todo eso, detenerse sobre la historicidad, no es lo más importante. Más importante es captar el signo y el mensaje para nosotros hoy.

 

Para volver a nuestro texto, debemos decir que centrarnos en la historicidad del relato y del “milagro” encierra además muchos riesgos y plantea preguntas sin respuestas:

 

¿Por qué Jesús multiplicó panes y peces solo una vez (o dos si consideramos los evangelios sinópticos)? Sin duda había más gente necesitada de comida: ¿Para unos si y para otros no?

 

La gente que comió en nuestro texto se llenó este día: ¿Y los demás 364 días del año?

 

También el número de 5000 hombres (sin contar niños y mujeres) es, muy probablemente, un numero simbólico e inflado por el evangelista: en aquel tiempo en la campaña de Galilea no había tanta gente y mucho menos era fácil reunir tanta gente en un mismo lugar.  

 

Sin negar obviamente la posibilidad de un gesto “milagroso” del maestro, me parece más fecundo centrarnos en el signo que Juan nos quiere dar con su relato.

 

Dijimos que signo es una realidad que representa a otra:

 

¿Cuál es signo de la multiplicación de los panes y los peces?

 

Podríamos resumirlo de esta manera: si viviéramos como Jesús, el mundo sería otro. Si viviéramos las enseñanzas del maestro de Nazaret no habría hambre en el mundo, ni desigualdad, ni injusticia. Si viviéramos como Jesús, nuestras sociedades se fundamentarían sobre la fraternidad y la solidaridad.

 

Leído así el relato de la multiplicación de los panes y los peces tiene un poder impresionante y transformador para nosotros hoy. Surgen espontaneas las preguntas:

 

¿Me comprometo a vivir como Jesús?

¿Vivo las enseñanzas del maestro?

¿Soy un signo de que otro mundo es posible?

 

Para poder hacer este camino tan comprometedor y extraordinario no podemos dejar de lado lo que Juan nos dice cerrando el relato: “Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña” (6, 15).

 

Jesús es un signo y realiza signos porque vive constantemente en la Presencia del Misterio que llama Padre. Jesús busca a Dios, se refugia en Él. Jesús se regala espacios de silencio, de soledad, huyendo de la locura del mundo, del poder, de las apariencias.

 

Tal vez Juan nos quiere sugerir justamente eso:

 

¿Cómo podemos vivir las enseñanzas de Jesús sin hacer lo que él hacía?

¿Cómo vivir un amor radical y entregado sin una relación directa con Dios?

 

Una última, pero fundamental acotación. Juan asocia estrictamente la multiplicación de los panes a la Eucaristía. No acaso este capítulo seis se centra en el “pan de vida”.

La genial conexión que Juan hace entre la vida, la fraternidad, el compartir y la Eucaristía es esencial: no podemos comprender una dimensión sin las otras.

Por eso que nuestras celebraciones están en crisis y, a menudo, quedan vacías de significado: ¡ya no son signo!

 

Celebrar la Eucaristía sin la vivencia y la búsqueda de fraternidad, sin un real compartir y sin la pasión por la vida, es caer en un ritualismo estéril.  

Celebrar la Eucaristía sin silencio, sin escucha, sin disponibilidad radical al Espíritu, es caer en la trampa del autoengaño y del narcisismo espiritual.  

Celebrar la Eucaristía sin el corazón ardiente del maestro y su pasión por el Misterio nos hace sucumbir a la hipocresía y al formalismo.

 

Solo recuperaremos el verdadero y profundo significado de la celebración eucarística, viviendo como Jesús, entregándonos como Jesús, amando la vida como Jesús.


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