La reflexión que sigue, basada en mi
experiencia y reflexión, no quiere ser exhaustiva y tampoco puede serlo en tan
breve escrito. Simplemente quiero abrir pistas para profundizar en un tema
sumamente importante en este cambio de época.
La palabra diálogo viene del griego διάλογος, “dia-logos”:
dia, “a través” y logos, “palabra-discurso”. Podemos por
la tanto, según su etimología, entender el diálogo como un pasar a través de
las palabras, un conocimiento que pasa por las palabras. Si entendemos λóγος
en su sentido filosófico más
profundo podemos ampliar el sentido de diálogo
a una comprensión que atraviesa el orden misterioso de lo real para captar el
sentido.
Por
eso que diálogo no es exclusivamente
reservado a una conversación entre dos personas. En esta reflexión utilizo la
palabra diálogo en su sentido más amplio: una manera de relacionarse entre dos
o más personas o realidades (grupos, instituciones, naciones, religiones, etcétera)
para buscar una síntesis y una verdad más global y armoniosa. Diálogo en el
fondo es relación.
En nuestro mundo globalizado y
tecnocrático se habla mucho de diálogo. En muchos casos usamos la palabra diálogo
simplemente como una fachada, para mostrar algo que en realidad no queremos ni
saber ni hacer. En otros casos la intención es más genuina y se intenta
dialogar para encontrar acuerdos y para crecer en conocimiento y en comunión.
En la mayoría de los casos – tengo esta
percepción – los frutos del diálogo no son los esperados. Entran entonces el
desencanto y la frustración, la tristeza y el enojo.
Con todo esto – me interesa subrayarlo –
cualquier intento sincero de diálogo es valioso, necesario y merece todo el
apoyo y la confianza.
Intentamos ver con más claridad y
profundidad.
¿Por
qué no funciona el diálogo?
¿Por
qué no produce los frutos esperados?
Como decía intentaré abarcar la
experiencia del diálogo en su sentido más amplio: desde los encuentros
personales, familiares y de amistad hasta el dialogo político, entre naciones y
el dialogo intraeclesial y entre las religiones.
En todos estos vastos campos me parece
que el esfuerzo por dialogar no conduce adonde queremos.
Hacemos experiencia de que los conflictos
familiares siguen, el diálogo político es siempre superficial y frágil y ni que
hablar del diálogo entre las naciones. También a nivel eclesial se notan muchas
dificultades para vivir un diálogo fecundo y fructífero y lo mismo ocurre con
el diálogo interreligioso.
¿Por
qué no funciona?
Porque en realidad no estamos
dialogando. En muchos casos son monólogos con apariencia de diálogo. No hay
verdadera apertura ni disponibilidad a comprender radicalmente el otro. Hay
apego a los propias posturas, miedos, prejuicios.
Intento proponer unas claves para un
verdadero diálogo. Debemos tener presente que estas claves están
interconectadas, se dan juntas, se superponen y se dan la una en la otra. Para
mayor claridad y orden las analizo brevemente una por una.
Claves
para un verdadero diálogo
1) Apertura
total y radical
Un verdadero diálogo empieza por una
apertura radical de mente y corazón. No es posible un diálogo sin esta
apertura. La apertura expresa confianza, disponibilidad. Abrirse nos es tan
fácil como parece. Abrirse es hacer espacio al otro para que se sienta cómodo,
como en casa.
¿Cuánta
veces en nuestros diálogos nos sentimos verdaderamente cómodos?
Abrirse es poner entre paréntesis
nuestro saber y nuestras creencias. Es poner todo en juego, todo arriba de la
mesa. Abrirse también supone aceptar la vulnerabilidad. Cuando nos abrimos
realmente nos experimentamos más expuestos y vulnerables. Tal vez en este miedo
radica la dificultad de una apertura total y radical. La apertura es un paso
prioritario y esencial para un verdadero diálogo.
2) Escucha
profunda
Un verdadero diálogo necesita una
escucha profunda. Una escucha profunda no es para nada fácil y mucho menos
automática. Tenemos que estar muy presentes en el momento del diálogo para
escuchar. La inercia mental, las heridas emocionales y los miedos siempre
condicionan – a menudo inconscientemente – nuestra escucha. Una escucha
profunda significa que mientras escucho estoy totalmente ahí con todo mi ser:
cuerpo, mente y espíritu. Escuchar profundamente significa que no tenemos apuro
en contestar, que no juzgamos lo que estamos escuchando y que no estamos
pensando. Simple y totalmente estamos escuchando. Estamos ahí, estamos
totalmente presentes desde lo profundo del ser. En mi experiencia es bastante
difícil asistir a una escucha profunda.
3) Soltar
los prejuicios
Para un verdadero diálogo es imprescindible
soltar los prejuicios. Es una operación difícil porque a menudo son
inconscientes. Muchas veces ni nos damos cuenta de nuestros prejuicios. Por eso
es fundamental, antes del dialogo, sincerarse con uno mismo: ¿tengo prejuicios?
¿Cuáles son? Esta operación requiere tiempo y es importante tomarse todo el tiempo
necesario, hasta que sintamos con la mayor lucidez posible que hemos detectado
los prejuicios y los hemos soltado. Si por algún motivo no logramos soltar
algún prejuicio sería conveniente postergar la etapa del diálogo. Darse cuenta
del vasto campo de prejuicios que vive en nuestro interior requiere la gran
aventura del autoconocimiento.
4) Aceptación
radical del otro
No existe un verdadero y fructífero diálogo
sin la aceptación radical del otro. Y este paso requiere otro previo: la
aceptación de uno mismo. Sin aceptación no hay diálogo. Una de las causas más
frecuente del fracaso de los diálogos es la falta de aceptación. La aceptación
incluye a todo: a mi mismo, a la situación actual, al otro o los otros. Aceptar
radicalmente significa reconocer que la realidad tiene prioridad sobre el
pensamiento. Lo que es, es lo que es: aunque me gustaría que fuera de otra
manera. La aceptación es fundamental porque nos introduce en un estado de paz
absoluta y sin causa. Cuando aceptamos estamos en paz y desde la paz cada diálogo
encuentra el mejor terreno para dar fruto. La aceptación radical impide
enérgicamente que nos atrape la tentación de querer cambiar al otro. Cuando
existe – aunque sea solo una chispa – el deseo de cambiar o convencer al otro
el diálogo está infectado desde el arranque.
5) Respeto
integral
De la mano de la aceptación surge el
respeto. El respeto integral del otro o de los otros indica que los he
aceptado, que reconozco su ser y su valía más allá de cualquier otra cosa que
pueda existir o surgir. Respeto es darse cuenta de la unidad radical que nos
convoca, de la interconexión que existe. El respeto es la muerte de cualquier
intento del ego de sentirse superior o mejor. En el respeto integral nos
percibimos profundamente iguales en el ser, más allá de las distinciones. Y
reconocemos las diferencias como expresión del mismo Ser que nos constituye. Respeto
es: te acepto y asumo integralmente como eres y te manifiestas.
6) Silencio
El silencio tiene que preceder, acompañar
y seguir el proceso de diálogo. Hablamos del silencio de todo nuestro ser:
cuerpo, mente y espíritu. El silencio es la condición que facilita todas las
demás condiciones para un verdadero diálogo. Desde el silencio nos ubicamos en
nuestro lugar sano, lugar que es también el lugar sano del otro. Desde el
silencio se derrumban los muros del miedo. Sabemos que estamos a salvo, sabemos
que el diálogo de cierta manera y en lo profundo ya está hecho. El silencio nos
pone en la verdad y sana las heridas.
Antes de entrar en el diálogo efectivo
tenemos que darnos tiempos de silencio y echar raíces ahí. La preparación
remota a un verdadero diálogo es la constante practica del silencio que se
puede hacer, por ejemplo, a través de la práctica diaria de la meditación. La
preparación próxima al diálogo es hacer unos minutos de silencio antes de
comenzar el diálogo mismo.
El silencio es fundamental porque genera
una palabra viva. La palabra que surge del silencio es una palabra pura,
humilde, serena, verdadera. Panikkar hablaba de “la dimensión apofática de toda palabra humana”: cada palabra humana
esconde una dimensión de silencio y de misterio, algo no dicho. Conectar con esta dimensión es esencial para que nuestras
palabras sean auténticas.
7) Trascender
la mente
El silencio nos lleva a trascender la
mente. Es un punto esencial. Los conflictos y los diálogos fracasados surgen de
la mente, nunca del ser. La mente es la identificación del yo con el
pensamiento y hasta que estamos identificados con el pensamiento un verdadero
diálogo es imposible y, peor, será siempre un diálogo pobre, parcial, frágil.
No podemos dialogar a partir de la mente y del pensamiento. El pensamiento es
siempre conflictivo, egoico, repetitivo. Cuando nos establecemos más allá de la
mente, usamos el pensamiento como una
herramienta y entonces el diálogo puede desarrollarse en armonía y profundidad.
Si no trascendemos la mente seremos esclavos del pensamiento y nuestro diálogo
será mental y por ende, aunque no degenere en conflicto, será muy limitado.
8) Reconocer
y asumir la propia sombra
Una de las claves importante es
reconocer la propia sombra. Si no somos capaces de detectarla y asumirla la
sombra se proyectará inevitablemente en el diálogo y minará desde la raíz sus
posibilidades de éxito. La sombra consiste en nuestras zonas oscuras que hemos
reprimido en el inconsciente. Se necesita mucho trabajo y honestidad para
verla, reconocerla y asumirla. No se trata de ser perfectos ya que siempre
nuestras sombras y heridas nos acompañarán. Se trata de reconocerlas para no
proyectarlas en los demás. En el fondo es aprender a hacernos cargos de
nuestras zonas oscuras y nuestras heridas para que no distorsionen la percepción
que tenemos del otro.
9) Disponibilidad
al cambio
Todo lo que vimos nos lleva derecho a
ser disponibles para el cambio. Entablar un diálogo sin una previa
disponibilidad a cambiar es la premisa para el fracaso. Si vivimos todas las
dimensiones que hemos analizado notaremos surgir una pacifica y alegre
disponibilidad al cambio. Disponibilidad al cambio no necesariamente significa
que tenemos que cambiar algo, pero si indica que nos dejamos trasformar por el diálogo.
Cualquier verdadero diálogo – aunque en
la superficie no cambia nada – es profundamente revolucionario y
transformador.
10)
Más allá de las palabras
Me parece oportuno ampliar el contenido
del diálogo más allá de las palabras. En nuestra sociedad occidental la palabra
está sobrevalorada, abusada y manipulada. Cuando se habla de diálogo lo
restringimos a conversaciones y palabra. Se puede dialogar – entrar en relación
– a través de muchas otras dimensiones de nuestra rica humanidad.
¿Por
qué no introducir en nuestros diálogos elementos como el arte, la música, la
danza, el canto?
Sin duda nuestros diálogos se verían
purificados de tantas palabras y enriquecidos por otras dimensiones del ser.
Las palabras – si no somos extremadamente lúcidos y honestos – caen fácilmente en
el terreno de la interpretación y el malentendido. Nuestra experiencia común lo
confirma.
Las palabras hablan a nuestra mente
mientras otras formas de comunicar hablan a todo nuestro ser. Ampliar el diálogo a otras maneras de entrar en
relación y comunicar puede abrirnos a profundidades y posibilidades
insospechadas.
Analizando
tres diálogos
Si nos detenemos a analizar cualquier
diálogo que consideramos “fracasado” – en el terreno personal y a nivel macro –
nos daremos cuenta rápidamente de la ausencia de algunas de estas claves.
Vamos a analizar brevemente tres
diálogos para darnos cuenta como funcionan o pueden funcionar las claves para
un verdadero diálogo que hemos mencionado.
1) Diálogos
políticos nacionales
Que la política mundial esté pasando por
una de sus más grandes crisis no se le escapa a nadie. Poca o nula estabilidad,
corrupción, fanatismo, falta de lideres. Es una crisis mundial que sin duda nos
hará crecer. Los modelos democráticos que surgieron en el siglo pasado están
reventando. Se aproxima a mi parecer un nuevo y más humano modelo de
democracia. Uno de los factores de esta crisis es la incapacidad brutal de diálogo.
Sospecho que en muchos casos juega también una mala intención: deseos de poder,
fama, dinero. En muchos otros casos, bien intencionados, notamos una
preponderante escasez de las claves que hemos mencionado.
En muchos parlamentos notamos poca
apertura, poca o ninguna escucha profunda, muchos o bastante prejuicios, poca
aceptación del otro, a veces se pierde el respeto, nada de silencio, nada de
trascender la mente y por ende poca o ninguna disponibilidad al cambio. Por eso
que los diálogos políticos, más que diálogos, son intentos de acuerdos. Reina
lo superficial, los intereses creados, los fanatismos, las posturas
ideológicas.
¿Cómo
es posible el desarrollo de un país y sus ciudadanos en estas condiciones?
Las nuevas democracias estarán necesariamente
ancladas a un verdadero diálogo.
Soñemos: imaginemos un parlamento donde
haya apertura, escucha profunda, aceptación y respeto, silencio y
disponibilidad al cambio.
¿Cómo
será el diálogo que surgirá?
¿No
tendrá un reflejo sumamente positivo para todo el país?
2) Dialogo
intraeclesial
Muchas veces lo que estamos en la
iglesia percibimos la dificultad de un verdadero diálogo. Experimentamos
tensiones y frustración.
¿Por
qué ocurre todo eso?
A mi parecer una de las causas más
fuertes es la manera de entender y vivir la autoridad y el poder. Más allá de
que el evangelio es muy claro en cuanto a la autoridad entendida como servicio,
en la práctica y a menudo la autoridad es un obstáculo para el diálogo.
Me parece vislumbrar dos motivaciones
para esta incoherencia.
1. La
autoridad es impuesta y no reconocida. Una verdadera autoridad es siempre
reconocida y nunca impuesta. La estructura eclesial se basa en imponer
autoridad y autoridades. Obvio, con el supuesto “aval” del Espíritu Santo. Obviamente
no pongo en duda el rol del Espíritu en el caminar de la iglesia y sus
autoridades. Pero si cuestiono el “uso” y la manipulación que hacemos del
Espíritu y del Misterio para justificar una autoridad impuesta y el ejercicio
del poder.
Una nueva y más evangélica visión de la autoridad se relaciona a
temas muy concretos: la autoridad del Papa, la elección de los obispos y de los
párrocos, el rol de los laicos y especialmente de la mujer. Solo para nombrar
unos pocos ejemplos.
Las instancias decisionales en la iglesia son casi exclusivamente
reservadas a los varones y a la jerarquía que, entre paréntesis, constituyen la
abrumante minoría de la iglesia. En la elección de los obispos los laicos no
tienen ninguna participación.
Es normal que una autoridad así entendida y ejercida no puede manifestarse
en un verdadero diálogo. Esencialmente por falta de igualdad y por la creencia
de “poseer” la verdad. Se confunde el rol de servicio que la autoridad otorga con
una supuesta mayor dignidad o mayor sabiduría y lucidez.
Notamos entonces que en el dialogo intraeclesial falta una radical
apertura, una escucha profunda, un soltar prejuicios (de todas las partes involucradas
obviamente), una aceptación y un respeto radicales. Falta también silencio y – algo
paradójico para una institución espiritual – trascender la mente.
Hasta que la jerarquía no se pondrá en un plan de igualdad con el
pueblo laico y hasta que tiene el “sartén por el mango”, un verdadero diálogo
se hace sumamente difícil.
2.
La autoridad eclesial se fundamenta en
dogmas y los dogmas, por cuanto los revistamos de espiritualidad, son formas
relativas y parciales de expresar la verdad. No son la Verdad. Esta manera unilateral y fundamentalista de entender los
dogmas y la tradición nos atasca en el ámbito mental, donde un verdadero diálogo
se hace imposible. Por eso que los diálogos más fecundos y provechosos se dan a
menudo a partir de la base, donde lo que rige es la vida y no los dogmas. Donde
la vida tiene prioridad sobre el pensamiento el diálogo es mucho más auténtico
y fecundo.
3) Dialogo
interreligioso
En el dialogo interreligioso el fenómeno
es parecido. Acá tal vez lo más importante y urgente son las ultimas 5 claves.
En estos últimos decenios se dieron instancias interesantes y profundas de diálogo,
por lo menos en algún caso. Se pudo notar un crecimiento en apertura, escucha,
en la aceptación y el respeto y en soltar prejuicios. Sin duda debemos y
podemos crecer en esto pero estamos en camino. Me parece más urgente, como
decía, apuntar al silencio, a trascender la mente, a reconocer la sombra, a ser
disponibles al cambio y a buscar nuevas formas de diálogo.
En el diálogo interreligioso, todavía y
en general, hay poco silencio. Se intenta dialogar a partir de conceptos,
ideas, leyes, ritos, doctrinas. Este diálogo, aunque sin duda pueda servir y
ayudar, quedará siempre atascado en la superficie y será muy limitado. Porque
un dialogo “mental” no es, esencialmente, experiencial. Se dialoga a partir del
pensar y el pensar muchas veces tiene poca relación con la vida y la
experiencia. Dialogar a partir del silencio es dialogar a partir de la vida
real, no de los conceptos o las ideas. En la experiencia del silencio todos nos
encontramos, nos sentimos uno. Desde ahí el dialogo “verbal” toma totalmente
otro espesor y calidad.
La consecuencia de esta falta de silencio
en el diálogo interreligioso es la dificultad de trascender la mente y por eso,
como expliqué hace un momento, nos quedamos atrapados en los conceptos y el
lenguaje.
Creo que también es urgente emprender el
camino del reconocimiento de la propia sombra, sobre todo a nivel
institucional. Cuando la iglesia y el cristianismo dialogan con otras
tradiciones se hace presente una “sombra” colectiva que, si no es reconocida,
influye negativamente en el diálogo. La sombra colectiva de la institución
iglesia y del cristianismo está constituida por toda nuestra historia de dolor,
persecución, marginación, martirio. Si no logramos ver y asumir esta sombra la
proyectaremos en el dialogo y veremos fantasmas donde no los hay. Esto nos
llevará a cierta violencia, a cerrarnos y a juzgar.
Fundamental la disponibilidad al cambio.
En un verdadero diálogo interreligioso es un elemento central y fundante.
¿Qué
sentido tiene sentarse a dialogar si, desde un comienzo, me cierro a aprender y
a cambiar?
Esto no significa, lo reitero, que necesariamente tenemos que cambiar algo.
Un diálogo verdadero sin duda iluminará
la vida y podremos vislumbrar algún cambio posible. El diálogo no empobrece la
identidad de cada uno, sino que la enriquece. El diálogo, si estamos abiertos y
disponibles, confirmará nuestra identidad más profunda enriqueciéndola con
otros aspectos y dimensiones.
Un diálogo profundo entre un cristiano y
un budista por ejemplo, transformará el cristiano en un cristiano más pleno y
auténtico enriquecido con la dimensión budista; y transformará un budista en un
budista más pleno y auténtico enriquecido con la dimensión cristiana.
Es un viaje increíble y de una belleza
inimaginable.
Por último cobra particular importancia
la necesidad de abrir el diálogo a otras formas que trasciendan las palabras.
En muchos casos, en el diálogo interreligioso, las palabras y el lenguaje serán
obstáculo. Cuando nos abrimos a otras formas de dialogar descubriremos nuevas
posibilidades para comprendernos, crecer juntos y enriquecernos.
El diálogo entre distintas religiones y
tradiciones espirituales puede avanzar enormemente a través de la oración, del
silencio, del arte, del danzar y cantar juntos, del juego, de la música.
Concluyendo
Se podría pensar que vivir un diálogo de
la manera que hemos expresado anularía la identidad personal o institucional.
Es un miedo comprensible y normal… pero un miedo del ego. El miedo solo viene
del ego.
En este caso, como en muchos otros, la
que habla es la experiencia. Probar para creer. Verificar personalmente.
Cuando dialogamos a partir de las claves
aquí propuestas nos daremos cuenta por experiencia propia que nuestra verdadera
identidad no solo no se anula, sino que se ve enriquecida. Porque nuestra
identidad no reside en el pensamiento, sino en el ser. El otro, los otros, son
parte de “mi” identidad. Viviéndola así también mi personalidad se verá
enriquecida y será cada vez más transparente al ser que se quiere manifestar
desde y a través de mi persona. Esto vale a nivel personal como a nivel
colectivo, de naciones, de iglesia. Es ley universal.
Por otro lado todo esto puede parecer
utópico y, desde lo macro, puede que lo sea. Pero, lo sabemos de sobra, el
cambio empieza por uno. “Se tu el cambio
que quieres ver en el mundo” y “si
vos cambia, todo cambia” son afirmaciones que sin duda conocemos pero que
frecuentemente se quedan sin práctica y sin concretarse en lo cotidiano. La
clase política que tenemos y la iglesia que tenemos no surgen de la nada y las
personas con autoridad para implementar más rápidamente un cambio son frutos de
nuestros barrios, nuestras familias, nuestra educación, nuestra cultura.
El cambio, si empieza, empieza por ti y
empieza por mi. Aquí y ahora. Aquí y ahora puedo decidir tomar este camino y
aplicar con paciencia y pasión las claves para un verdadero diálogo.
Así surgen los cambios estructurales y
verdaderos: no por imposición y desde arriba. Sino por crecimiento en
conciencia y desde abajo, desde lo sencillo y lo cotidiano.
Jesús y el evangelio lo tienen claro. La
transformación surge y empieza desde lo pequeño: la semilla de mostaza, la
levadura en la masa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario