Celebramos hoy la fiesta de la
presentación al templo de Jesús. El evangelista construye el relato como una
catequesis mesiánica: este niño es el Mesías, el enviado, el salvador.
Aparece otra vez el gran símbolo de la
luz a través de las palabras que Lucas pone en boca de Simeón: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor
muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la
salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para
iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.” (2, 29-32).
Estos versículos son bellísimos y
contienen una gran riqueza.
Cuando nuestros ojos interiores – San Pablo los llama “los ojos del corazón”
– son iluminados, ven la salvación y entramos en la paz.
La paz definitiva – que en Simeón
coincide con su muerte serena – nos viene de la visión correcta.
Cuando vemos, estamos en paz. Nuestra falta de paz interior y la falta de
paz en el mundo se debe a una ausencia de visión. No logramos ver la luz, no
logramos ver la salvación, aquí y ahora.
En la catequesis de Lucas, Simeón y Ana
logran ver en el niño Jesús algo que muchos no lograron ver. Estas figuras
simbolizan la experiencia, la vida interior, la oración. Simeón y Ana son
ancianos (aunque de Simeón no se dice explícitamente, pero lo suponemos) y han
entregado su vida a la búsqueda de Dios: ahora su esfuerzo es premiado. Logran
ver. Descubren en el niño una Presencia especial, una misión especial.
¿No
estamos llamados a eso los cristianos?
La Presencia de Dios sigue luminosa y
plena como aquel día en el Templo en el niño Jesús. La Presencia de Dios brilla
por doquier, humilde y luminosa.
Eso vino a decirnos el maestro Jesús.
Eso vino a mostrarnos y revelarnos: el Misterio de Dios nos envuelve luminoso.
“Fíjense
en los lirios: no hilan ni tejen; sin embargo, les aseguro que ni Salomón, en
el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así
a la hierba, que hoy está en el campo y mañana es echada al fuego, ¡cuánto más
hará por ustedes, hombres de poca fe!” (Lc 12, 27-28)
Estamos llamados y capacitados para ver
como Simeón y Ana, para ver como Jesús.
Aprender
a ver es entonces la clave para nuestra vida espiritual. “Ver”
es conocer y comprender. Lo que se ve se conoce y se comprende.
¿Cuál
es el camino de aprendizaje para aprender a ver?
El mismo que sugiere Lucas a través de
Simeón y Ana. El mismo recorrido por Jesús.
Simeón y Ana aprenden a ver desde la
experiencia. Aprovechan sus experiencias de vida para aprender, para crecer,
para purificar y profundizar su mirada.
¿Nosotros
aprovechamos todo lo que la vida nos ofrece para aprender a ver?
Simeón y Ana aprenden de su intensa vida
interior. Pasan sus jornadas en el Templo rezando.
Nosotros tenemos el Templo de nuestro
corazón. “El templo de Dios más importante
es nuestro corazón” dijo el Papa Francisco en la homilía del 24 de
noviembre de 2017. Y San Pablo nos recuerda que somos templos del Espíritu
Santo (1 Cor 6, 19).
¿Vivimos
desde nuestra interioridad? ¿O navegamos en la superficie y en la banalidad?
También Jesús aprende a ver desde lo
concreto de su experiencia y desde su vida interior, hecha de largas horas de
silencio. Justo hoy Lucas nos advierte del camino humano de crecimiento de
Jesús: “El niño iba creciendo y se
fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él” (Lc 2,
40).
La vida se nos regala como camino de
aprendizaje, de crecimiento, de desarrollo de nuestra esencia.
A menudo no sabemos aprovechar de las
experiencias que la vida nos regala para aprender pero, en realidad, todo lo
que nos pasa es justo lo que necesitamos para crecer y para aprender a ver. Por
eso es esencial estar atentos a lo que vivimos.
Este aprendizaje y esta purificación del
ver a veces transitan el camino del dolor y de la incomprensión.
Como sugiere la profecía que Simeón
revela a María: “Este niño será causa de
caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y
a ti misma una espada te atravesará el corazón” (2, 34-35).
Jesús será “signo de contradicción”:
quién vive en la verdad y la fidelidad a sí mismo y a su misión siempre será un
signo que cuestiona la hipocresía y la ceguera. La vida de Jesús queda siempre
como una luz que cuestiona nuestra superficialidad y nuestra ceguera.
A María una “espada atravesará el corazón”: Lucas anticipa a este momento las
dificultades en la especial misión de María y especialmente anticipa la pasión
y la muerte de Jesús y el dolor que María tendrá que asumir y vivir.
Sin duda María aprendió del dolor a
mirar de otra manera y su mirada se hizo transparente.
¿Nos
dejamos purificar por nuestras experiencias de dolor?
El dolor es el maestro que nos enseña a
ver. Cuando hemos aprendido ya no necesitamos sufrir y viviremos las normales y
humanas experiencias de dolor desde la paz y la aceptación.
La luz brilla. La salvación se nos
regala aquí y ahora. Solo tenemos que verla, solo tenemos que darnos cuenta de
la Presencia.
Cuando vemos, se nos regala la
experiencia de la paz que supera todo limite.
“Entonces
la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado
los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Fil 4,
7).
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