sábado, 5 de octubre de 2019

Lucas 17, 5-10




El texto de hoy es fascinante. Los apóstoles piden a Jesús que aumente su fe y Jesús les contesta de una manera inesperada y cuestionadora: “Si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza…”.
Es la primera parte de nuestro texto y nos invita a reflexionar sobre el tema de la fe.
La fe no es una “cosa”, no es algo medible. Por eso que la pregunta de los apóstoles es algo absurda, aunque muy humana. Por eso que Jesús abre otra y distinta puerta.
Me resuenan los versos de la poeta estadounidense Emily Dickinson:
¡A la deriva! ¡Una barca a la deriva!
¡Y la noche está cayendo!
¿No hay nadie que guía la barca
hasta el más cercano puerto?

¿No expresan estos versos los sentimientos de los apóstoles y la experiencia común del corazón humano?
Nos sentimos perdidos y buscamos que Algo o Alguien nos regrese a Casa.
La fe bíblica y la fe antropológica no tienen nada que ver con creer en dogmas, doctrinas y catecismos: este tipo de “fe” se define como creencias, es decir, el asentimiento mental a unos conceptos o ideas.
La fe bíblica y la fe humana la podemos comprender en términos de confianza.
Creer es confiar. Jesús invita a confiar. Jesús nos dice que la fe no es cuestión de cantidad – “más” o “menos” – sino de calidad. El tamaño de un grano de mostaza es sobradamente insignificante: eso indica que la confianza no es algo que se pueda medir o que pueda crecer o disminuir. O se tiene o no se tiene. O confiamos o tememos. Es sumamente interesante que también la neurociencia actual subraya este fenómeno: confianza y miedo surgen del mismo lugar de nuestro cerebro. Dicho de otra manera: no podemos confiar y temer al mismo tiempo.
Por eso Jesús es tremendamente insistente: “no teman” es uno de los estribillos más repetidos.
Jesús logra ver la radical bondad de la Vida, logra conectar con el Ser que todo lo sostiene y alienta. Jesús vio y confió y nos invita a entrar en su misma confianza.
La conciencia de Jesús es un lugar de plena confianza.
Ustedes tienen contados todos sus cabellos. No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros” (Mt 10, 30-31).
Por eso lo esencial no es creer en Jesús, sino creer como Jesús. Creemos como Jesús siendo uno con él, entrando en su conciencia.
Siendo uno con él, somos uno con el Padre, con la Vida. Siendo uno con la Vida, somos Vida: ¿puede subsistir el miedo?
Esta es la practica espiritual por excelencia.
Lo mismo acosenjó el sabio hindù Nisargadatta: “A un príncipe que se cree mendigo, solo puede convencérsele de un modo: tiene que comportarse como un príncipe y ver lo que sucede… Contemple la vida como infinita, siempre presente, siempre activa, hasta que se dé cuenta de que es uno con ella.

Entendida así la fe y entrados en la misma confianza de Jesús podemos comprender cabalmente la segunda parte del texto.
Tomada literalmente la expresión Somos simples servidores (“inutiles” en otras traducciones), no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” (17, 10) va totalmente en contra de una sana autoestima y armonia psiquica de la persona.
El texto apunta a otro lado. Apunta en el sentido de la gratuidad y unidad con la Vida que hemos descubierto en la primera parte.
Cuando nos descubrimos y percibimos Uno con la Vida, todo sentimiento y sensación de separación dejan lugar al asombro, la belleza, al sentimiento de totalidad y de confianza. Sin duda lo que Jesús experimentaba en plenitud.
Escuchamos otros versos de Emily Dickinson:
Un sépalo, un pétalo, y una espina,
en una mañana cualquiera de verano;
un frasco de Rocío, una Abeja o dos, una Brisa;
los arboles, que mecen sus frondas…
¡Y ya soy una Rosa!

Cuando confiamos en la Vida y crecemos en la comprensión de nuestra profunda Unidad con ella, nuestro actuar y nuestro existir trascienden el “yo”: ya no hay nadie que actúe o que exista separadamente. Somos puro y maravilloso cauce por donde la Vida se expresa. La Vida se vive en nosotros. El Amor ama a través de nosotros. El Ser es y está siendo a través de nosotros. Dios se revela expresa y manifiesta en nuestra frágil existencia.
Por eso “somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”: somos cauce por donde la Vida se manifiesta y somos esa misma Vida encauzandose.
Ya no hay lugar para reivindicaciones, comparaciones, conflictos.

Somos irradiación del Amor, más allá de lo que hacemos o no hacemos.
Somos irradiación del Amor en lo que hacemos o dejamos de hacer.
Solo nos queda cantar, como dijo brillantemente San Gregorio Nacianzeno (329-390): “Dios ha hecho al hombre cantor de su irradiación”.




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