El texto de hoy es fascinante. Los
apóstoles piden a Jesús que aumente su fe y Jesús les contesta de una manera
inesperada y cuestionadora: “Si tuvieran
fe del tamaño de un grano de mostaza…”.
Es la primera parte de nuestro texto y
nos invita a reflexionar sobre el tema de la fe.
La fe no es una “cosa”, no es algo
medible. Por eso que la pregunta de los apóstoles es algo absurda, aunque muy
humana. Por eso que Jesús abre otra y distinta puerta.
Me resuenan los versos de la poeta
estadounidense Emily Dickinson:
“¡A
la deriva! ¡Una barca a la deriva!
¡Y
la noche está cayendo!
¿No
hay nadie que guía la barca
hasta
el más cercano puerto?”
¿No
expresan estos versos los sentimientos de los apóstoles y la experiencia común
del corazón humano?
Nos sentimos perdidos y buscamos que
Algo o Alguien nos regrese a Casa.
La fe bíblica y la fe antropológica no
tienen nada que ver con creer en dogmas, doctrinas y catecismos: este tipo de
“fe” se define como creencias, es
decir, el asentimiento mental a unos conceptos o ideas.
La fe bíblica y la fe humana la podemos
comprender en términos de confianza.
Creer es confiar. Jesús invita a
confiar. Jesús nos dice que la fe no es cuestión de cantidad – “más” o “menos” – sino de calidad. El tamaño de un grano de mostaza es
sobradamente insignificante: eso indica que la confianza no es algo que se
pueda medir o que pueda crecer o disminuir. O se tiene o no se tiene. O
confiamos o tememos. Es sumamente interesante que también la neurociencia
actual subraya este fenómeno: confianza y miedo surgen del mismo lugar de
nuestro cerebro. Dicho de otra manera: no podemos confiar y temer al mismo
tiempo.
Por eso Jesús es tremendamente
insistente: “no teman” es uno de los
estribillos más repetidos.
Jesús logra ver la radical bondad de la
Vida, logra conectar con el Ser que todo lo sostiene y alienta. Jesús vio y
confió y nos invita a entrar en su misma confianza.
La conciencia de Jesús es un lugar de
plena confianza.
“Ustedes tienen contados todos sus cabellos. No teman entonces, porque
valen más que muchos pájaros” (Mt 10, 30-31).
Por eso lo esencial no es
creer en Jesús, sino creer como Jesús. Creemos como Jesús siendo uno con él, entrando en su conciencia.
Siendo uno con él, somos uno
con el Padre, con la Vida. Siendo uno con la Vida, somos Vida: ¿puede subsistir el miedo?
Esta es la practica
espiritual por excelencia.
Lo mismo acosenjó el sabio
hindù Nisargadatta: “A un
príncipe que se cree mendigo, solo puede convencérsele de un modo: tiene que
comportarse como un príncipe y ver lo que sucede… Contemple la vida como
infinita, siempre presente, siempre activa, hasta que se dé cuenta de que es
uno con ella.”
Entendida así la fe y entrados
en la misma confianza de Jesús podemos comprender cabalmente la segunda parte
del texto.
Tomada literalmente la expresión “Somos simples servidores (“inutiles” en otras traducciones), no hemos hecho más que cumplir con nuestro
deber” (17, 10) va totalmente en contra de una sana autoestima y armonia
psiquica de la persona.
El texto apunta a otro lado.
Apunta en el sentido de la gratuidad y unidad con la Vida que hemos descubierto
en la primera parte.
Cuando nos descubrimos y percibimos Uno con la Vida, todo sentimiento y
sensación de separación dejan lugar al asombro, la belleza, al sentimiento de
totalidad y de confianza. Sin duda lo que Jesús experimentaba en plenitud.
Escuchamos otros versos de Emily
Dickinson:
“Un
sépalo, un pétalo, y una espina,
en
una mañana cualquiera de verano;
un
frasco de Rocío, una Abeja o dos, una Brisa;
los
arboles, que mecen sus frondas…
¡Y
ya soy una Rosa!”
Cuando confiamos en la Vida y crecemos
en la comprensión de nuestra profunda Unidad con ella, nuestro actuar y nuestro
existir trascienden el “yo”: ya no hay nadie que actúe o que exista
separadamente. Somos puro y maravilloso cauce por donde la Vida se expresa. La
Vida se vive en nosotros. El Amor ama a través de nosotros. El Ser es y está
siendo a través de nosotros. Dios se revela expresa y manifiesta en nuestra
frágil existencia.
Por eso “somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir
con nuestro deber”: somos cauce por donde la Vida se manifiesta y somos esa
misma Vida encauzandose.
Ya no hay lugar para
reivindicaciones, comparaciones, conflictos.
Somos irradiación del Amor, más allá de lo que hacemos o no hacemos.
Somos irradiación del Amor en lo que hacemos o dejamos de hacer.
Solo nos queda cantar, como
dijo brillantemente San Gregorio Nacianzeno (329-390): “Dios ha hecho al hombre cantor de su
irradiación”.
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