Esta parábola es exclusiva de Lucas y
posiblemente el evangelista transmite esta parábola para ofrecernos una
catequesis sobre la importancia de la oración insistente: “les enseñó con una parábola
que era necesario orar siempre sin desanimarse”. (18, 1).
Hay una dificultad no menor: ¿Cómo entender e interpretar la comparación
de Dios con este juez injusto e inhumano?
Sea que la parábola fuera original de
Jesús, sea que fuera de Lucas la comparación de Dios con este juez injusto es
totalmente incompatible con la fe cristiana, con el mensaje genuino del
evangelio y con la comprensión mística actual del Misterio último de lo real.
La podemos comprender como una parábola de contraste. El sentido sería
este: si un juez injusto e inhumano cede a la insistencia de una viuda, cuanto
más Dios – que es Amor y Compasión –
atenderá a sus hijos aunque no pidan nada. Dios sería lo opuesto del juez. Tal
vez este podría ser el sentido si la parábola hubiera salido de los labios del
maestro.
Si en cambio la parábola fuera creación
de Lucas podríamos leerla en clave antropomórfica.
La imagen de Dios como un juez que pide una oración insistente para otorgar sus
beneficios, sería una proyección humana de nuestra propia severidad, injusticia
y rigidez.
A lo largo de la historia la desviación
antropomórfica de la imagen de Dios se dio muchas veces y nos llevó a
inventarnos imágenes de Dios tan absurdas e inhumanas como a menudo somos
nosotros. Es un fenómeno psicológico “clásico”: lo que no aceptamos de nosotros
mismos, nuestros miedos y nuestras angustias las proyectamos “afuera”
creándonos una imagen de Dios.
La mitología griega es maestra en este
proceso.
Desde estas proyecciones nos inculcaron
un Dios severo, castigador, controlador y castrador. Justo lo opuesto de la
vivencia y las enseñanzas de Jesús.
¿Cómo
pudimos ser tan necios y tan ciegos?
¿Cómo
pudimos mal interpretar el evangelio en un punto tan importante?
Tal vez fue parte del proceso de
evolución de la conciencia humana. Dejemos atrás los sentimientos de culpas y
las recriminaciones y abrámonos a lo nuevo.
La visión mística y contemplativa que
está surgiendo en nuestra época está purificando todo esto y nos está
introduciendo en una visión nueva, integradora, plena.
Esta visión afecta por supuesto también
el tema de la oración.
Ya los místicos cristianos antiguos lo
habían intuido.
El versículo inicial de nuestro texto: “les enseñó con una parábola
que era necesario orar siempre sin desanimarse” fue tomado
como puntapié para la oración contemplativa.
¿Se
puede vivir siempre en estado de oración?
Los monjes iban al desierto para buscar
una respuesta. Una de las respuestas más contundentes y efectivas fue la “oración esicasta”: la repetición del nombre de Jesús asociada al ritmo de
la respiración. Asociando la frase “Jesús,
Hijo de Dios, ten piedad de mi pecador” al respirar, el monje lograba una
oración perenne.
El maravilloso librito “Relato de un
peregrino ruso” cuenta justamente esta búsqueda y esta experiencia.
¿Para
nosotros hoy que puede significar?
¿Cómo
vivir en estado continuo de oración?
La oración es vivir en estado de
presencia y la presencia no puede ser mental. La mente nunca está
verdaderamente presente, porque la mente deambula en el pasado y en el futuro.
El estado de presencia es el estado del observador de la mente. El estado del
Ser y del Silencio interior.
Ser y Silencio interior se anclan en la
plenitud. Estando presentes – siendo conscientes del aquí y del ahora – nos
descubrimos Uno con Dios, nos descubrimos plenitud. Descubrimos que ya somos lo que andamos buscando con
tanto ahínco.
¿La
plenitud puede desear o pedir algo?
Sin duda que no. A la plenitud – ¡como
al vacío! – no le falta nada. Por eso
que desde este estado de conexión consciente con nuestra esencia la oración se
convierte en pura contemplación, puro silencio, puro agradecimiento.
¿Qué
hacer y como vivir las demás formas de oración? Como, por
ejemplo, la oración de petición, la oración litúrgica, las oraciones vocales,
el canto…
Cada cual puede encontrar su camino,
dependiendo de las etapas de su vida espiritual y de su perfil
psico/espiritual.
Desde hace años que mi eje orante son el
silencio y el agradecimiento.
En el Silencio y en el agradecer
encuentro la plenitud que soy y que somos.
Desde este eje vivo, cuando las
circunstancias lo exigen, las demás formas de oración.
Lo esencial es crecer en presencia y
lucidez para no caer en unas imágenes de Dios – y consecuentemente en formas de
oración – que contradicen la experiencia de Jesús, del mensaje evangélico y de
la visión mística actual.
Vivir en estado de Presencia es vivir en estado de oración y desde este estado Presente surgirá siempre la forma
adecuada y concreta de oración.
Desde este Silencio interior que se vuelva Presencia
hacemos nuestras dos hermosas oraciones.
La primera es de Charles de Foucauld:
“Padre mío, yo me entrego en tus manos.
Padre mío, yo me abandono a ti, confío en ti.
Padre mío, haz de mí lo que quieras:
Padre mío, yo me abandono a ti, confío en ti.
Padre mío, haz de mí lo que quieras:
hagas lo que hagas, te doy las gracias;
gracias por todo: estoy dispuesto a todo,
acepto todo, te doy gracias por todo,
con tal de que tu voluntad se haga en mi, Dios mío,
con tal de que tu voluntad se haga en todas las creaturas,
en todos tus hijos, por todos a quienes ama tu corazón:
no deseo ninguna otra cosa, Dios mío.
Entrego mi vida en tus manos,
te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón, porque te amo
y porque es para mí una necesidad del amor darme,
entregarme sin medida en tus manos:
gracias por todo: estoy dispuesto a todo,
acepto todo, te doy gracias por todo,
con tal de que tu voluntad se haga en mi, Dios mío,
con tal de que tu voluntad se haga en todas las creaturas,
en todos tus hijos, por todos a quienes ama tu corazón:
no deseo ninguna otra cosa, Dios mío.
Entrego mi vida en tus manos,
te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón, porque te amo
y porque es para mí una necesidad del amor darme,
entregarme sin medida en tus manos:
me entrego en ellas con infinita confianza,
porque tú eres mi Padre”.
porque tú eres mi Padre”.
La segunda
del místico sufí Rumi:
“¡Oh, Dios grande!,
mi alma con la tuya se ha mezclado,
como el agua con el vino.
¿Quién puede separar el vino del agua?
¿Quién, a ti y a mí, de nuestra unión?
Tú te has convertido en mi yo más grande:
ya no quiero volver a ser el pequeño yo.
Tú has aceptado mi esencia:
¿no debería yo aceptar la tuya?
Me has aceptado para la eternidad
de manera que yo no pueda negarte por la
eternidad.
Ha penetrado en mí tu aroma de amor,
y ya no abandona mi médula.
Como una flauta permanezco entre tus labios
y como un laúd sobre tu regazo.
¡Sopla! Y yo emitiré suspiros.
¡Toca! Y yo vibraré en llantos.
Tú, aliento de mi corazón.”
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