En estos últimos días la Vida me regaló
presenciar distintos y profundos momentos de ternura. ¡Qué agradecido estoy!
Me acordé de la sentencia del genial
novelista ruso Dostoyevski (1821-1881): “La
belleza salvará al mundo” y me atreví a transformarla en: “la ternura salvará al mundo”.
No hay edad para la ternura: unas manos
cansadas y arrugadas que acarician otras y más jóvenes manos y al revés… la
fresca sonrisa de una niña, unas miradas llenas de amor, un abrazo, una
palabra, un gesto. Siempre hay espacio para la ternura.
Tal vez hay dos etapas en la vida humana
que necesitan y requieren más ternura: la niñez y la vejez. Son etapas de
vulnerabilidad y fragilidad, donde la ternura puede jugar un papel sanador y
reconciliador.
De todas maneras la ternura es realidad
humana, profundamente humana. No podemos vivir sin ternura y una sociedad o un
grupo humano que no deja espacio a la ternura está próximo a desaparecer.
La ternura se refleja en la creación
entera y la podemos vislumbrar y descubrir en todo momento. La creación emana
ternura, en cada instante y en cada detalle. Basta estar abiertos y atentos.
La ternura manifiesta la belleza y la gratuidad
del amor.
La ternura revela el rostro femenino y
materno del Amor.
La ternura es el Amor que se hace pequeño
y se conmueve.
Es la sensibilidad del Amor.
No hay amor sin ternura como no hay
ternura sin amor.
La ternura puede convertirse en la fuerza
transformadora del corazón humano y de la sociedad. La ternura es resurrección.
La ternura se entrena y se puede
desarrollar, como cualquier otra dimensión espiritual humana.
Basta salir de los miedos y abrirse. La
ternura está ahí, siempre. Porque la ternura es otro nombre de nuestra esencia,
es otro nombre del Ser que nos alienta y nos hace ser. La ternura es otro nombre
del Misterio divino. Tal vez el nombre más lindo.
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