sábado, 29 de marzo de 2025

Lucas 15, 1-3.11-32


 

 

Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza” (15, 25).

 

La famosísima y bellísima parábola del “Padre misericordioso”, del “hijo prodigo” o de “los dos hijos” nos invita a escuchar la música y a danzar.

 

Los místicos sufíes hacen de la música y la danza, las herramientas centrales de la búsqueda y la comunión con Dios. Podemos aprender muchos de ellos y salir de una perspectiva puramente racional.

 

Nos dice Rumi: “Cuando estoy en silencio, llego a ese lugar, donde todo es música.

Y Hafiz nos sugiere – y es la frase que da el nombre a mi propio blog –: “Soy un agujero en la flauta por donde se mueve el aliento de Cristo. Escucha está música.

 

El evangelio nos invita a danzar la vida. Este maravilloso universo es una danza divina a la cual estamos invitados.

 

Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza” (15, 25): este versículo nos regala pistas extraordinarias para nuestro caminar en este tiempo de Cuaresma.

 

Al volver”: estamos volviendo, como el hijo prodigo. Estamos en el éxodo y estamos en Casa, simultáneamente. Estamos volviendo al lugar desde donde nunca nos fuimos: es la paradoja esencial y existencial. Estamos en Dios, nuestra Casa y nuestro Hogar, pero también estamos en el éxodo, en esta aventura humana, sujeta al espacio-tiempo y a múltiples limitaciones. Por eso la parábola de Jesús gira alrededor de la casa, del viaje y del regreso. Mantener la consciencia de que estamos en Casa, nos permitirá vivir la vida como una hermosa danza, en nuestro éxodo y regreso.

 

Cerca de la casa”: siempre estamos cerca de la Casa. Thich Nath Hanh decía: “He llegado, estoy en casa”. En el fondo, siempre estamos en Casa, porque vivimos en la Presencia, en el Espíritu. La experiencia de estar lejos de casa es una experiencia más bien psíquica y emocional, experiencia necesaria para nuestro danzar y nuestro crecimiento en consciencia. La creatividad y la creación divina, necesitan de la sensación de separación. Si todo estuviera hecho y perfecto, ¿qué haríamos acá? Estamos acá para co-crear con el Espíritu, para danzar con el Espíritu, mientras volvamos a Casa, desde la Casa. Dios creó un mundo perfectamente imperfecto, para que tuviéramos la posibilidad y el éxtasis de la danza.

 

Oyó la música”: aprender a oír es como aprender a ver. La percepción es el órgano de la consciencia. Entrenar la atención y la percepción, nos hace oír y ver con una profundidad asombrosa. No hay danza sin música. Podemos danzar la vida, porque resuena una música de fondo; es una música que los oídos no pueden oír, una música espiritual que mueve el Universo y las cosas. Es la música de la vibración y de las energías. Es la música del Espíritu, y todo lo que toca cobra vida. Como nos decía Rumi, solo desde el silencio, podemos oír esta música. El ruido incesante de los pensamientos y de las emociones descontroladas, nos impide oír. Desde el silencio, oímos esta música divina que todo lo mueve. Desde el silencio, aprendemos otro nivel de armonía, otra melodía. Y nuestra danza se hace más pura, más liviana, más libre.

 

los coros acompañaban la danza”: nunca danzamos solos. Todo danza al ritmo de la música divina. Coros nos acompañan: pájaros, estrellas, nubes y vientos, árboles y flores. Y existen coros especiales: familiares, amigos y amigas, maestros y discípulos, compañeros, vecinos, amantes desconocidos, santos y pecadores. Nos acompaña el coro especial de los que escuchan la música y quieren danzar, el coro de los que vibran en la misma frecuencia de amor y de escucha. El hijo mayor escucha la música, pero no quiere entrar a la casa y no quiere danzar la vida: prefiere la esclavitud del ego y queda atrapado en una vida gris, sin música y sin danza. Es un peligro siempre presente: no escuchar o escuchar y no querer danzar. No quedemos también nosotros atrapados en los caminos extraviados del ego y en una existencia víctima de la amargura y el resentimiento.

 

Vivamos la vida y el vivir como una danza. Que cada movimiento, cada gesto, cada acción, responda a la música y se convierta en danza.

Danzar sin miedo, al ritmo del Espíritu, al ritmo del amor. Danzar volviendo y volver danzando. Danzar es la mejor forma de honrar la vida y celebrar el Misterio. Estamos en Casa: dancemos. Estamos volviendo: dancemos.

 

¿Cómo danzar?

 

Alineándose con el fluir de la vida y el susurro del Espíritu.

¡Qué dance tu alma!

¡Qué dance tu corazón!

Y, en la medida de lo posible, que dance también el cuerpo.   

 

 

sábado, 22 de marzo de 2025

Lucas 13, 1-9


 

En este tercer domingo de Cuaresma, se nos presenta un texto de difícil interpretación. Por eso, es esencial acercarnos al texto desde el silencio, tener una actitud de humildad y abrirnos al Espíritu.

 

En el texto descubrimos dos partes, que parecen estar en contradicción; la primera parte hace hincapié en la necesidad urgente de la conversión, sin la cual, las consecuencias serán fatales: “¿Creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (13, 4-5).

 

La segunda parte – a través de la parábola de la higuera estéril – pone el acento sobre la paciencia divina: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré” (13, 8).

 

Este evangelio nos ofrece pistas esenciales para nuestro crecimiento y desarrollo humano-espiritual: la culpa, la responsabilidad, la paciencia, la esterilidad/fecundidad.

 

En la primera parte, el Jesús de Lucas asume y disuelve la paradoja de una forma extraordinaria: el hecho de que no haya culpabilidad, no quita nuestra responsabilidad.

 

Jesús, poniendo como ejemplo a tragedias de su tiempo, nos enseña que el sufrimiento humano no hay que encerrarlo bajo la etiqueta de la culpa: Dios no castiga, Dios es amor y el amor libera y educa para la responsabilidad. Somos responsables del don que Dios nos otorgó y lo que nos ocurre se debe, en buena medida, a nuestras decisiones.

 

Soy un don para mí mismo.

Soy un don que Dios me entregó y soy responsable de este don: en esta expresión se funden, armónicamente, gratuidad y responsabilidad.

 

Un gran amante de la responsabilidad, Víctor Frankl, decía:

Vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la existencia nos plantea, cumplir con las obligaciones que la vida nos asigna a cada uno en cada instante particular.

 

Estamos acá para responder al don que somos y a la vida que se nos regaló: justamente el término “responsabilidad” encuentra su raíz en “responder”.

 

La responsabilidad nos confirma en nuestra libertad y dignidad. Es una triada inseparable y no hay una sin la otra.

 

Demos un paso más.

Nuestra simpática higuera – ella nos entiende y nosotros la entendemos – es estéril. Una higuera está hecha para dar higos y siendo estéril no cumple con su propósito. La reacción inmediata del dueño es de impaciencia: ¡córtala!

 

La reacción de Dios con nuestra esterilidad es, en cambio, la paciencia: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré” (13, 8).

 

El amor es paciente, porque la paciencia es la ley de la vida y del crecimiento. Todo crece a su ritmo y cada cual tiene su ritmo y sus obstáculos, casi siempre debidos a heridas y sufrimientos no resueltos. Dios conoce todo esto y por eso su paciencia es maternal y podríamos decir, infinita. Pero la paciencia no es estupidez y no nos quita el don que somos y nuestra responsabilidad: “Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás” (13, 9).

 

Hay un límite. Hay límites. Sin límites no existirían tampoco, la responsabilidad y la paciencia. Es el límite que marca el amor y el amar, aunque nos cueste entenderlo y vivirlo.

 

La esterilidad de la higuera – como la nuestra – viene de la no aceptación y comprensión del límite.

La higuera no tiene toda la vida para dar fruto: el tiempo limitado marca su posibilidad, entre otras condicionantes.

Nosotros igual. Nuestro tiempo es corto y en este corto tiempo estamos llamados a dar fruto, a ser responsables del don que somos para nosotros mismos, para los demás, para el cosmos.

 

La parabolita de Jesús es una provocación: ¿Qué sentido tiene vivir una vida estéril?

Vivir una vida estéril, significa no entrar en el dinamismo creador de Dios; significa no haber entendido nada del regalo de la vida. Significa desperdiciar el don. Por eso el evangelio es tajante: ¡den fruto! El tiempo se acaba. Den fruto: a pesar de sus límites y a través de sus límites.

 

Es la urgencia del amor que experimentó San Pablo: “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5, 14).

 

En todos los evangelios resuena constantemente esta invitación a dar fruto y el capítulo 15 de Juan es un claro ejemplo.

La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos” (Jn 15, 8).

Otro ejemplo muy fuerte es la conocida parábola de los talentos, en Mateo 25, 14-30.

 

Estamos acá para revelar la luz y cada cual tiene una luz única, original, divina, para revelar.

Si yo no revelo mi luz, ¿quién lo hará?

Si el manzano no se revela y expresa en las manzanas, ¿quién lo hará? ¿El peral?

Tu potencial es enorme: la luz te habita.

Tu tiempo es limitado. Tu cuerpo es limitado, tu mente es limitada. Estás condicionado por todas partes.

 

¿Qué haces con la luz?

¿Qué haces con los limites? ¿Lo usas como excusas para justificar tu esterilidad o lo usas como trampolín para trascenderte y dar fruto?

 

Hay que responder. Desde la paciencia de Dios que te acompaña, eres responsable.

 

 

 

 

 

 


sábado, 15 de marzo de 2025

Lucas 9, 28-36

 



Estamos delante del fascinante y maravilloso texto de la transfiguración de Jesús.

 

Es un texto que intenta reflejar una experiencia mística de Jesús, Pedro, Juan y Santiago.

 

El relato de Lucas empieza diciéndonos que “Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar” (9, 28).

 

Esta simple indicación no puede pasar desapercibida. Prestemos profunda atención. Respiremos y detengámonos.

 

En primer lugar, se nos presenta al maestro Jesús como a un hombre de oración. Jesús dedica tiempo a la oración, al silencio, a la soledad. Dedica tiempo a la búsqueda incesante de Dios y de sí mismo. Es el testimonio de todos los evangelios.

Jesús fue un místico y diciendo esto lo decimos todo: maestro, profeta, sanador, predicador, conservador y revolucionario, político y trans-político, buscador y encontrado, luz, puerta, agua viva, sol y luna.

La mística es la cumbre de la experiencia humana, la que integra todo en profunda y espiritual armonía… y no hay mística que no beba al pozo de la oración y del silencio.

 

Es muy probable que Jesús tenía la costumbre de subir solo a la montaña o de buscar lugares solitarios para orar. Para él es tan importante la oración que se lleva a Pedro, Santiago y Juan, para que aprendan como orar, para asociarlos a su oración.

Jesús quiere asociarnos a su oración. Hermoso: para los cristianos, la oración de Cristo es la única, sola, gran Oración. Porque Cristo es Oración al Padre.

 

Nos preguntamos entonces:

 

¿Nos dejamos tomar por el Espíritu para aprender a orar?

¿Dejamos que el Espíritu nos lleve a la montaña?

 

Es importante estar atentos a las propuestas espirituales que aparecen, especialmente a los retiros: son llamadas del Espíritu que nos quiere “tomar”, son nuestras “montañas”.

 

Jesús, con sus tres amigos, sube a la montaña.

 

La experiencia mística, por cuanto don gratuito de Dios, normalmente necesita unas condiciones y una preparación. La subida a la montaña de Jesús, va preparando a los apóstoles para el encuentro y va preparando al mismo Jesús para su transfiguración.

 

Necesitamos unas condiciones para que se pueda dar el éxtasis del encuentro.

 

La metáfora de la subida al monte nos habla de disciplina, de cierto esfuerzo, de mirar a lo alto, de perseverancia y de dar cabida a nuestro anhelo. Somos humanos y nuestra humanidad está llamada a participar del éxtasis: cuerpo y mente deben ser parte del encuentro místico, por lo menos en su punto inicial.

 

No podemos obviar nada de nuestra humanidad. Por eso, es fundamental ir integrando cada vez más todo aspecto de nuestra humanidad en nuestra vida de oración y en nuestro anhelo espiritual.

La experiencia mística es siempre experiencia de integración, nunca de separación, división, fragmentación. Cuanto más integro, más me voy abriendo al Espíritu, al éxtasis y a mi trasfiguración.

 

¿Por qué Jesús se lleva solo a Pedro, Juan y Santiago?

¿Y los demás? ¿Cómo se habrán sentido?

¿Jesús tenía preferencias?

 

Preguntas abiertas, tal vez sin respuestas claras. Mejor.

Mejor dejar las preguntas abiertas y solo recoger pistas para nuestra vida y nuestro caminar.

 

Una buena pista que podemos cosechar es la siguiente: Jesús – y hoy el Espíritu – conoce el corazón de cada uno, conoce aquello que cada cual necesita, el lugar donde lo necesita, el tiempo cuando lo necesita y el para que lo necesita, es decir su misión única.

Por eso que las comparaciones siempre fallan: es energía mal usada y perdida.

 

Cada cual tiene su camino, su tiempo, su lugar. Solo el Espíritu sabe en profundidad.

 

Apresurar los tiempos del Espíritu, a menudo obstaculiza el crecimiento de la persona, entorpece su camino o hasta puede llegar a “quemarla”.

 

Demasiado abono para una planta y ofrecido en momentos no oportunos, la puede quemar.

 

Es lo que Pablo les decía a los corintios: “Por mi parte, no pude hablarles como a hombres espirituales, sino como a hombres carnales, como a quienes todavía son niños en Cristo. Los alimenté con leche y no con alimento sólido, porque aún no podían tolerarlo, como tampoco ahora, ya que siguen siendo carnales” (1 Cor 1, 1-3).

 

En este tiempo de Cuaresma estemos más atentos: el Espíritu nos quiere enseñar a orar, nos quiere transfigurar, llenar de luz.

Dejémonos llevar a la montaña, sin prisa, pero sin pausa.

 

Me dejo llevar a mi ritmo, sin compararme.

Me dejo llevar con total confianza y agradecimiento.

Y pongo toda mi humanidad a disposición.

 

 

 


sábado, 8 de marzo de 2025

Lucas 4, 1-13


 

Como siempre, al empezar el camino cuaresmal, se nos presenta el texto de las tentaciones de Jesús en el desierto.

 

Es una catequesis con profundas referencias simbólicas, muy bien armada por el evangelista Lucas.

 

Nos centraremos en tres aspectos, presentes en los primeros dos versos (4, 1-2): el Espíritu, el número cuarenta, el desierto.

 

Comencemos con el hecho sorprendente y que, casi siempre, pasa desapercibido: Lucas nos dice que Jesús está “lleno del Espíritu Santo”.

 

Jesús padece la prueba y la tentación, desde la abundancia no desde la carencia, desde la comunión con Dios y no desde la lejanía.

 

Estamos acostumbrados en pensar que la tentación nos viene de nuestras faltas, tibieza y limitaciones. La prueba y las dificultades pueden ocurrir también a partir de la abundancia y de la Presencia del Espíritu.

Este mensaje tan contundente y revolucionario nos sugiere algo extraordinario: toda dificultad, toda prueba, toda tentación está custodiada en el Espíritu y desde el Espíritu. En la mística hebrea se habla de supervisión divina: todo está supervisado por Dios, nada se le escapa.

No debemos considerar los momentos oscuros de la vida como un castigo. Los momentos oscuros pueden ser el resultado de nuestras decisiones equivocadas, pero también pueden ser un regalo del Espíritu que quiere hacernos crecer. Si lo sabemos aprovechar, en la oscuridad y en la prueba, se crece más rápido que en la luz y en la comodidad.

Tenemos que ser lúcidos y discernir:

La prueba, la dificultad, la tentación, ¿son consecuencias de mis errores o vienen de la plenitud del Espíritu?

 

Los cuarenta días reflejan, obviamente, un número simbólico, especialmente en conexión con el éxodo de Israel en el desierto durante cuarenta años.

El numero cuarenta se repite en otros momentos claves de la historia bíblica. Veamos:

 

·     Es la cantidad de días y noches del diluvio (Génesis 7, 12).

·     Isaac y Esaú tenían 40 años cuando se casaron (Gen 25, 20; Gen 26, 34).

·     Moisés estuvo 40 días y 40 noches en el monte Sinaí (Deuteronomio 9, 9-11).

·     Los espías de Israel exploraron la tierra prometida durante 40 días (Num 13, 25).

·     Goliat retó a los israelitas durante 40 días antes de que David lo venciera (1 Sam 17, 16).

·     David reinó durante 40 años (1 Reyes 2, 11), al igual que Saúl (Hch 13, 21) y su hijo Salomón (1 Reyes 11, 42).

·     El profeta Elías pasó 40 días de ayuno en el desierto hasta encontrarse con Dios en el monte Horeb (1 Reyes 19, 8).

·     Jonás anunció que Nínive sería destruida a los 40 días (Jon 3, 4).

 

En la mística hebrea y en la psicología, los cuarenta años de edad de una persona (entendidos elásticamente), representan un giro fundamental; es la famosa “crisis de los cuarenta”.

En definitiva, el numero cuarenta nos sugiere una época de cambio, un salto de calidad, un proceso de crecimiento y de novedad.

El tiempo de Cuaresma está constituido, no acaso, por cuarenta días. Aprovechemos este tiempo de gracia, para una real transformación.

 

El símbolo y la imagen del desierto es también fundamental y muy presente en la Biblia.

 

En el hebreo bíblico, “palabra” (dabar) y “desierto” (midbar) comparten la misma raíz, a indicar que la palabra se escucha en el desierto. Sin desierto la escucha se hace difícil o imposible.

 

El desierto es la condición de posibilidad de la escucha. En el desierto no hay distracciones, en el desierto hay soledad y silencio. En el desierto nos enfrentamos con nosotros mismos, con nuestras heridas y nuestros miedos.

 

Nos dice Josep Otón Catalán, refiriéndose al desierto: “este lugar donde no hay nada, es el escenario privilegiado para vivir el propio autoconocimiento, puesto que no hay dónde esconderse ni con qué disimular.

 

En este tiempo que comienza, busquemos “nuestro desierto”: un lugar – físico o simbólico – de apertura y de escucha, un lugar donde crecer en la comunión con el Espíritu y en la disponibilidad a pasar por la prueba, por el fuego del amor que nos purifica.

 


sábado, 1 de marzo de 2025

Lucas 6, 39-45

 


 

El texto de hoy nos revela la gran inteligencia, finura psicológica y sabiduría del maestro Jesús: “¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (6, 41).

 

Siglos antes del desarrollo de las ciencias psicológicas, Jesús ya conocía el tema de la “sombra”, a demostración que una verdadera espiritualidad asume, ordena y armoniza toda la persona, más allá de sus conocimientos intelectuales.

 

Un trabajo espiritual – honesto y profundo – nos hará crecer en todos los aspectos de la vida.

¡Cuánta sabiduría hay en muchas abuelas y abuelos con poca o ninguna formación escolar o académica!

¡Cuánta sabiduría en lo sencillo y lo cotidiano!

 

Todo esto sin desmerecer, obviamente, la importancia y los avances de la psicología; es importante, según la vocación y el camino de cada uno, estudiar y profundizar también en los aspectos psicológicos de nuestro ser: un “yo psicológico” sano, accederá más rápida y fácilmente al terreno espiritual y a la experiencia mística.

 

“¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?”: este mecanismo, casi siempre inconsciente, fue investigado con enorme profundidad y acierto por el genial psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961).

 

Es el mecanismo de la sombra y la proyección: lo que no acepto y rechazo en mí – la “sombra”, mi oscuridad –, lo proyecto inconscientemente en el otro… por eso, lo que me molesta en el otro, es un reflejo de mi sombra, no reconocida. El otro se convierte en un “espejo” que me muestra mis zonas oscuras y mis fragilidades.

 

La clave entonces, se comprende fácilmente, consiste en “hacer consciente” nuestra sombra, en asumir nuestras zonas oscuras, nuestras heridas, nuestras fragilidades. Solo así dejaremos de proyectar en los demás, lo que no nos gusta de nosotros, y solo así la sombra se abrirá camino hacia la luz y sanaremos muchas relaciones.

 

Los poetas, seres solitarios y buscadores de profundidad, se dieron y se dan cuenta de lo fundamental de este trabajo sobre uno mismo.

 

Les comparto dos maravillosos testimonios, que nos pueden ayudar en nuestro camino de sanación y de iluminación de nuestra sombra.

 

Rainer María Rilke:

 

Tal vez los dragones de nuestra vida no sean sino princesas que únicamente aspiren a vernos de nuevo en todo nuestro esplendor. Quizás lo que más nos aterre no sea, después de todo, sino el grito desesperado de una faceta impotente que implora nuestra ayuda.”

 

Rilke nos sugiere que nuestra sombra no es un enemigo, sino que está ahí como una bendición. Tus heridas y tus fragilidades son el camino hacia la luz; no tenemos que huir o rechazar, sino aceptar, asumir, bendecir y transformar.

 

 

Emily Dickinson:

Uno no tiene que estar encerrado en una habitación para sentirse atrapado.

En el cerebro existen laberintos que no son materiales y es mucho más seguro

luchar con un fantasma entrevisto a medianoche que mirar cara a cara a ese extraño oculto en nuestro interior.

Es mucho más fácil escapar aterrado de las ruinas de una lóbrega abadía que enfrentarse a uno mismo en plena soledad.

Sería menor el pánico si un asesino oculto en nuestra casa nos obligara a escondernos dentro de nosotros mismos, cuando nuestro cuerpo empuña un revólver y dispara hacia la puerta apuntando a una sombra apenas atisbada.

 

Emily nos avisa de lo difícil que es enfrentarse con nosotros mismos y con nuestra sombra: es un acto de valentía absoluta, digno del “guerrero de la luz” de Paulo Coelho.

 

La raíz de mí mismo es la raíz de todos, el fondo del ser es común; enfrentarnos con nuestra sombra es también enfrentarnos con la sombra colectiva de la humanidad: por eso, con frecuencia, aparece el terror. Pero no hay otro camino hacia la sanación y la luz.

El trabajo con la sombra es exigente.

Según los psicólogos Connie Zweig y Steve Wolf es un trabajo que:

 

Exige dejar de culpabilizar a los demás.

Exige asumir nuestra responsabilidad.

Exige ir paso a paso.

Exige profundizar nuestra conciencia.

Exige abrir nuestro corazón.

Exige renunciar a nuestros ideales de perfección.

Exige aprender a vivir en el misterio.

 

Este trabajo nos llevará a comprender en profundidad las palabras que cierran el texto evangélico de hoy:

El hombre bueno saca el bien del tesoro de bondad que tiene en su corazón” (6, 45).

Tu corazón es un tesoro de bondad: tu sombra está ahí para llevarte de la mano a descubrirlo.

 

 

sábado, 22 de febrero de 2025

Lucas 6, 27-38


 

Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian”: así empieza el texto evangélico de este domingo.

 

Estamos frente a unas de las palabras más fuertes y exigentes. Es un texto que nos interpela, nos hiere en lo profundo, nos revela nuestra verdad.

 

¿Amamos a los enemigos?

¿Bendecimos a los que nos maldicen?

¿Oramos por los que nos hacen daño?

 

 

¿Cómo interpretar y comprender un mensaje tan fuerte?

 

Es un texto que necesita horas de silencio y de reflexión. Leerlo superficialmente nos llevará por caminos peligrosos. Es interesante, antes que nada, ver como Jesús lo vivió.

Sin duda Jesús amó a “sus enemigos”, pero… ¿qué significa amar a los enemigos? ¿Cómo los amó Jesús?

El amor de Jesús por el enemigo, no es un simple “buenismo” y no está exento ni de la verdad, ni de la firmeza… a su amigo Pedro, le dice: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!” (Mt 16, 23).

Por eso Teresa de Ávila pudo decir: “Señor, no me extraña que tengas tan pocos amigos si así tratas a los que tienes.

 

Jesús ama a los amigos y “a los enemigos” dando la vida y, paralelamente denunciando la hipocresía, diciendo la verdad, cuestionando, invitando a la conversión.

 

Es el gran aprendizaje del amor.

 

¿Por dónde empezar?

 

Por asumir la paradoja, como siempre: amar a los enemigos pasa por la comprensión de que no hay enemigos.

 

Como nos dice el cuento zen:

 

-      Maestro, ¿Cómo deberíamos tratar a los otros?

-      No existen los otros.

El primer paso para poder amar a los enemigos – ofrecer la otra mejilla, rezar por los que nos persiguen, bendecir a los que nos maldicen – pasa por la profunda comprensión de la Unidad que somos y que nos habita.

 

En su sentido más profundo y más real, somos unidad y somos uno: entonces no hay otros y, menos, enemigos.

 

La experiencia de “los otros” y de la enemistad, se da en un nivel más superficial del ser y de la existencia.

Por eso es fundamental tener presente las distintas dimensiones de lo real y de la existencia.

 

Experimentamos “los enemigos” a nivel psíquico y emocional. En la dimensión del Espíritu no hay enemigos.

 

Es sumamente interesante y sugerente que la entrega de Jesús en la cruz y el perdón a sus verdugos, vaya de la mano con la entrega del Espíritu: “E inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19, 30).

 

Cuando nos centramos en el Espíritu y vivimos desde ahí, lograremos vivir con paz y sabiduría “la enemistad” psíquica y emocional.

En esta experiencia humana – concreta, condicionada, limitada – nos tenemos que enfrentar con situaciones complejas y desafiantes. A menudo hacemos la experiencia de problemas de relación, de las injusticias, de la opresión, de que nos dañen.

Todo esto es parte del ser humano y de la humanidad: no nos tenemos que asustar. Todo esto nos ocurre para llevarnos, de a poco, al nivel del Espíritu.

 

Entonces aprendemos – con paciencia y tropiezos – la sabiduría del amor.

 

Aprendemos a poner los límites, a protegernos, a cuidarnos. Aprendemos que no podemos amar a los demás, sin amarnos a nosotros mismos. Aprendemos a cuestionar y a ser honestos y verdaderos. Como Jesús.

Aprendemos que, a veces, es necesaria también la firmeza y la denuncia y que, cortar con una relación toxica o dañina, puede significar ser fieles a la Unidad que somos y que le estamos haciendo un servicio al agresor.

 

Pero haremos todo esto, desde la Consciencia de Unidad. Viviremos la posible “enemistad”, desde la consciencia profunda que no existe.

A nivel de la esencia, solo hay luz.

 

Por eso el texto de Lucas termina con el extraordinario versículo: “Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (6, 38).

 

Cuando nuestra percepción se ha purificado, cuando vemos en todo lo Uno y la Presencia, todo será vida desbordante. Veremos Vida y Presencia por doquier. Veremos Vida, también en “los enemigos”.

 

 

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