sábado, 30 de agosto de 2025

Lucas 14, 1.7-14

 


 

Nuestro texto se abre diciéndonos que Jesús, en shabat, fue a comer a casa de un importante fariseo. Parece que a Jesús le gustaba mucho ir a comer con la gente. Creo que debamos valorar más este hecho: comer juntos es un acto profundamente humano, que va más allá del “simple comer”. Es un acto de comunión, de amistad, de celebración. Comer juntos nos abre a conversaciones profundas, a sanaciones, a reconciliaciones. Deberíamos regalarnos más oportunidades para comer juntos, para invitarnos recíprocamente. El comer está siempre, siempre conectado a nuestra emotividad y a nuestra afectividad. Aprendemos a comer desde el vínculo de apego con nuestra madre y por eso, el comer, siempre tiene un imprescindible marco afectivo.

 

Lucas nos presenta esta curiosa e importante anotación: “Ellos lo observaban atentamente.”

Nuestro texto recorta los versículos siguientes, donde se entiende porque los fariseos “lo observaban atentamente”: ¿Curaría en shabat, el rabino Jesús?

Entendemos entonces que este observar no es puro, no es libre, sino está condicionado y prejuicioso.

 

¿Cómo es nuestra observación?

¿Cómo es nuestra intención?

 

La belleza e importancia del comer juntos, pueden ser estropeadas, por una observación y una intención, impuras o condicionadas.

 

Jesús – y acá reside gran parte de su grandeza y de su poder de atracción – no se deja intimidar por estas miradas prejuiciosas e impuras. Jesús sigue su camino de autenticidad y fidelidad, de libertad y transparencia. Dice lo que tiene que decir y hace lo que tiene que hacer.

 

Jesús también observa y se da cuenta que todos buscan los primeros lugares en la casa del fariseo. Esto, obviamente sigue sucediendo y es tragicómico. En eventos o reuniones importantes hay lugares reservados, mesas reservadas, zonas vip… más allá de que, a veces, pueda ser necesario, no deja de rechinarme y de parecerme poco evangélico…

 

Jesús, desde su observación, cuenta una parábola.

 

Ve a colocarte en el último sitio” (14, 10). Se conoce como la parábola del último sitio o de la humildad.

 

Como siempre, debemos cuidarnos de la superficialidad. El mensaje es mucho más profundo de lo que parece… y el ego es mucho más astuto de lo que, también, parece.

 

Colocarse en el último lugar, podría ser una excelente estrategia del ego. La gente que nos vería, pensaría: “¡que humilde, que sencillo!”.

 

Por eso es fundamental entender lo que es la humildad. Me parece muy sugerente lo que nos dice, Willigis Jäger:

 

La palabra latina es humilitas. Igual que la palabra humanitas tiene su raíz en el término humus, es decir, tierra, suciedad, estiércol. También humor procede de la misma raíz. Esto indica que en el mundo deberíamos aceptarnos a nosotros mismos con cierta alegría interior y con una sonrisa en los labios. Deberíamos no tomarnos demasiado en serio, conservar nuestro humor y entregarnos con humildad al camino. Pues humildad no es otra cosa que una aceptación amplia de uno mismo, lo cual no quiere decir que yo esté de acuerdo con todas mis debilidades y errores, pero sí que acepto haberlos heredado de la vida. No me obstino en sacudirme esa herencia o en reprimirla, puesto que esto significaría persistir en el egocentrismo.

 

Por otro lado, no podemos desligar la humildad de la verdad.

Los místicos lo saben y lo saben, porque lo experimentaron.

Teresa de Ávila nos dice: “Humildad es andar en verdad”.

Un maestro espiritual escribió: La humildad no es más que el conocimiento verdadero de ti mismo y de tus limitaciones. Aquellos que se ven como realmente son en verdad sólo pueden ser humildes. La humildad consiste en ser uno mismo, en ser auténtico con la gente y en desechar las falsas máscaras”.

Humildad y verdad, son las dos caras de la misma moneda. Cuando reconocemos nuestra verdad y estamos en nuestra verdad, somos también humildes. Cuando somos humildes, cuando el ego está en su sitio, reconocemos nuestra verdad.

Por eso me parece oportuno cerrar con las palabras de la filosofa española, Mónica Cavallé: El compromiso con el autoconocimiento es el fundamento de la vida espiritual.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


sábado, 23 de agosto de 2025

Lucas 13, 22-30

 

Tenemos hoy un texto tremendo, fascinante y contundente.

 

Son estos textos que cuestionan una imagen demasiado blanda de Jesús… la imagen distorsionada de un Jesús débil, todo dulzura y bondad.

 

No debemos ni podemos olvidar, la otra cara de la medalla: Jesús es un profeta, el hombre libre, el hombre fiel y verdadero. Un profeta – de Israel y en Israel – dice la verdad, denuncia, ayuda a crecer.

 

¿Por qué queremos excluir del amor, las dimensiones más exigentes?

¿Por qué excluir del evangelio lo que, rotundamente, nos cuestiona?

 

El amor – lo sabemos por experiencia y podemos revisar nuestra historia – a menudo tiene que ser fuerte, poner límites, ser hasta “duro”. Quién educa, lo sabe.

 

¿Cuáles educadores marcaron tu vida?

 

Jesús te dice la verdad, aunque duela. Porque la verdad te hace libre y te sana. El evangelio te dice y te hace la verdad, para que tu crezca, para que puedas sanar tus heridas, para seas más honesto contigo mismo, con tu misión, con el mundo.

 

El texto se abre con la pregunta de un desconocido: “¿es verdad que son pocos los que se salvan?” (13, 23).

 

Podría ser también nuestra pregunta. Fue – y a menudo sigue siendo – la preocupación de la iglesia y de los cristianos: la salvación.

 

En realidad, la pregunta es poco acertada, por eso Jesús no responde.

Y la preocupación por la salvación, una pérdida de tiempo y de energía.

Perdón lo tajante, pero me dejo inspirar por el evangelio.

 

Por comenzar, el término “salvación”, no existe en arameo: es una traducción forzada, a servicio de una teología de la condenación y de la culpa.

La cosmovisión judía se centra en la vida y solo desde ahí, entiende lo que es salvación. Este descubrimiento me fascina, porque empalma con mi sentir profundo, desde hace años.

El Misterio que llamamos “Dios”, es el Misterio de la Vida y para la Vida.

Jesús lo tenía sumamente claro: “yo he venido para tengan Vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).

Los primeros padres de la iglesia también lo tenían claro: “La gloria de Dios es el hombre viviente”, decía San Ireneo.

 

Después, por cuestiones políticas, históricas y teológicas, el cristianismo quedó embretado en paradigmas filosóficos griegos y deudor del Imperio Romano y así fue perdiendo esta dimensión esencial del mensaje de Jesús: el cristianismo se convirtió en religión, con un fuerte tinte moral, fragmentando la unidad del ser humano, en cuerpo y alma, y orientando una supuesta salvación, para después de la muerte.

 

Es hora de volver. Es hora de volver a la visión de Jesús. Es hora de volver al mensaje esencial, que toda autentica espiritualidad nos ofrece y despojarnos de todo lo innecesario, superfluo y hasta dañino que hemos puesto encima del evangelio, como proyecciones de nuestras heridas y de nuestros miedos.

 

Es hora de amar la puerta estrecha de nuestro texto. Ya es la hora – una hora urgente, un kairós – de pasar por la puerta estrecha.

 

¿Qué será la famosa “puerta estrecha” del evangelio?

 

La metáfora es extraordinaria. Por una puerta estrecha, angosta, solo se pasa con lo esencial. Lo superfluo queda, se cae.

Sigue la obvia pregunta: ¿qué es lo esencial?

La palabra lo revela: la esencia.

 

Por la puerta estrecha solo cabe lo que somos y no entra lo que no-somos o lo que creemos ser.

 

Por esta bendecida puerta entra lo que somos: el amor, el ser. No entra lo que no-somos: el ego.

El ego, justamente, es lo que se infla, se quiere hacer grande, se impone frente a los demás… demasiado grande: no pasa.

 

Es sumamente bello – hasta me conmueve – que Jesús aplique a sí mismo, esta metáfora de la puerta: “Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará (se vivificará); podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn 10, 9).

 

Jesús nos revela nuestra verdadera identidad, nuestro auténtico ser, nuestra esencia: por eso es puerta.

Todo lo que nos sucede en la vida, está en función de esta puerta, en función de la comprensión de quienes somos y de nuestra esencia.

La dureza de la vida – dolor, conflictos, dificultades – están ahí para quitarnos lo superfluo, para despojarnos del ego.

Juan bautista lo había visto bien: “Es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30).

 

Comprendemos así el tajante mensaje que se encierra en estos tremendos versículos: “«Señor, ábrenos». Y él les responderá: «No sé de dónde son ustedes». Entonces comenzarán a decir: «Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas». Pero él les dirá: «No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!»” (13, 25-27).

 

No me parece adecuado aplicar estos versículos – caeríamos otra vez en el concepto futuro de salvación – al juicio después del morir.

Dios es Vida ahora y nos espera en el Reino, ahora. Ya estamos participando de la Vida Una, aunque desde las limitaciones que bien conocemos y que tanto nos afectan.

 

La puerta de la Vida está abierta. Este mundo, maravilloso y complejo, es el lugar donde Dios se quiere revelar. Este mundo es una puerta luminosa de revelación, pero solo puede entrar quien comprende y vive desde lo esencial: el amor. Este mundo es una puerta abierta, pero hay que saber ver.

Quién no ve, quien vive desde el ego se queda afuera y no puede ver el mundo como lugar de vida y revelación.

No sé de dónde son ustedes”: suena duro en la boca de Jesús y, sin duda, lo es. Como todo auténtico maestro, Jesús quiere llevarnos a la verdad, al crecimiento, a la plenitud de la luz.

 

Jesús está diciendo: no te reconozco en tu ego… no es tan importante lo que hacen, o dicen, desde el ego… no me interesan tanto sus oraciones o que se llenen la boca con mi nombre… me importa, por sobre todas las cosas, que descubran quienes son de verdad y que vivan en conformidad a lo que son: amor, vida. Todo lo demás toma sentido y valor, desde esta luz.

 

sábado, 16 de agosto de 2025

Lucas 12, 49-53


 


El texto de hoy nos trae algunos desafíos de interpretación. Recurriremos a la luz del arameo, el idioma de Jesús, para intentar captar el mensaje con mayor profundidad y pureza.

 

Es un viaje maravilloso que nos conducirá a una belleza y hondura, sorprendentes e inimaginables.

 

Por motivos de brevedad y profundidad, me centraré exclusivamente en el famoso versículo, con el cual empieza nuestro texto de hoy: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (12, 49).

 

Como sabemos, este versículo es la traducción del correspondiente texto original griego. Si vamos al texto arameo de la Peshitta, una traducción del griego que da origen a la Biblia cristiana siriaca, nos acercamos más al sentido original de estas palabras y de su extraordinario significado.

 

En definitiva, nos estamos acercando más al sentir de Jesús, un Jesús enraizado en su cultura, su idioma, su cosmovisión: ¡que no es la griega, ni la europea, ni la latinoamericana!

En arameo, la raíz verbal desde la cual se traduce “fuego”, también significa “amor ardiente”. Queda clara, en el arameo, la profunda conexión entre “amor”, “fuego” y “arder”: ¿no es también nuestra experiencia?

 

¿No es la experiencia de todo ser humano?

 

El amor es como un fuego, el amor nos hace arder, nos apasiona, nos “incendia”. Cuando amamos en serio, sentimos como un fuego que brota desde dentro. El amor, por otra parte – también lo hemos vivido y lo vivimos – es algo que nos “calienta el corazón”. El “calor del hogar”, no es otra cosa que “el amor del hogar”.

 

¡Todo eso es lo que quiso expresar Jesús!

La simple traducción al español del griego, no expresa toda esta riqueza semántica que se nos regala, en cambio, pasando por el arameo.

 

Una libre traducción, más fiel al arameo y a la cosmovisión de Jesús, podría decir: “He venido a manifestar al mundo un amor apasionado, un amor que es como un fuego, y como me gustaría que este amor ya estuviera ardiendo”.

 

Sin duda, el maestro Jesús, tuvo la misma experiencia mística de Moisés en la zarza ardiente: un fuego – un amor – que arde sin consumirse (Ex 3, 2-3).

Es la experiencia de “entrar en el fuego del amor” y captar su eterna esencia y su eterno arder.

 

Quién arde de amor, quién tiene el fuego “adentro”, solo desea ver arder el mundo.

Rumi lo expresó así: “Enciende tu vida con fuego. Busca aquellos que aviven la llama” y “estás hecho de fuego. No busques otra cosa”.

 

Teilhard de Chardin, otro “ser de fuego”, pudo escribir: “Si el fuego ha descendido hasta el corazón del Mundo ha sido, en esta última instancia, para arrebatarme y para absorberme. (…) Me prosterno, Dios mío, ante tu presencia en el Universo, que se ha hecho ardiente, y en los rasgos de todo lo que encuentre, y de todo lo que me suceda, y de todo lo que realice en el día de hoy, te deseo y te espero.

 

Para la mística alemana, Hildegarda de Bingen “el alma está hecha de fuego”, en referencia al Espíritu Santo. 

 

También, no podemos olvidarlo, el fuego del amor es un fuego que purifica.

 

Jesús conocía el texto de Deuteronomio 4, 23-24: Tengan cuidado, entonces, de no olvidar la alianza que el Señor, su Dios, ha establecido con ustedes, y no se fabriquen ningún ídolo que tenga la figura de todo aquello que el Señor les prohíbe. Porque el Señor, tu Dios, es un fuego devorador, un Dios celoso.

 

La carta a los hebreos recuperará esta tajante expresión de forma literal: “nuestro Dios es un fuego devorador” (12, 29).

 

El camino místico utiliza mucho la imagen del fuego: una imagen y un símbolo muy potentes que abarcan múltiples significados, opuestos y complementarios.

La mística nos invita a entrar en este fuego divino, un fuego que nos purifica, nos calienta, nos renueva, nos incendia, nos apasiona.

 

Es el bellísimo y clarísimo mensaje de este cuento: “Tres mariposas estaban delante de la llama de una vela. La primera se acerco y dijo conozco el amor, la segunda rozó la llama con sus alas y dijo yo sé cómo quema el fuego del amor, la tercera se lanzó al centro de la llama y ardió. Sólo ella sabe lo que es el amor.

 

¿Cuál mariposas eres?

 

Le tenemos miedo a lanzarnos al centro de la llama… pero solo cuesta el primer movimiento, dar el primer paso. Es el miedo del ego que será quemado en el fuego del amor. Es nuestro instinto de supervivencia.

No le tengamos miedo al fuego del amor. Dios mismo arde de este amor. Dios arde de amor por ti.

 

Lo expresa maravillosamente alguien que se lanzó al centro de la llama: Maestro Eckhart. Nos dice: Dios está delante de la puerta del corazón y queda ahí y espera ansiosamente… espera con más impaciencia que tú. Él aspira a ti mil veces más ardientemente de cuanto tú aspiras a Él.

 

Vivir, entonces, es dejarse amar y amar. Y un amor que no arde, ya no es amor.

Comparto plenamente las sabias palabras del escritor español José Luis Sampedro: “La vida es un arder, y el que no arde no vive”.  

 

 

sábado, 9 de agosto de 2025

Lucas 12, 32-48


 

Donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón” (12, 34): nuestro texto amanece con las hermosas imágenes del tesoro y del corazón.

 

¿Cuál es tu tesoro?

¿Dónde está puesto tu corazón?

 

Preguntas importantes, diría esenciales. No respondas instintiva o impulsivamente: nos engañamos con facilidad. Son preguntas que deben resonar constantemente en nuestras vidas. Es muy fácil perder el rumbo y con frecuencia nos distraemos.

El ruido, el consumismo, la trivialidad nos acechan y nos confunden.

 

¿Cuál es tu tesoro?

No hay que confundir el deseo con la realidad: si respondo “Dios” y cada noche me la paso mirando la televisión, el deseo no va de la mano de lo real. Si respondo “Dios” y vivo enojado, en conflicto y me cuesta amar, el deseo no va de la mano de lo real.

Si respondo “Dios” y mi vida de oración se reduce a la Misa dominical o al “Padre Nuestro” de la mañana y de la noche, el deseo no va de la mano de lo real.

Perdón por lo áspero y tajante, pero no crecemos sin honestidad.

 

Hay que vigilar, hay que estar atentos: es el otro gran mensaje del evangelio de hoy.

 

Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas” (12, 35): Jesús nos invita a la atención. Jesús, como todo sabio y maestro espiritual, sabe que la atención es fundamental.

 

Jesús nos invita a estar preparados, con las lámparas encendidas: es el gran símbolo de la luz que, a su vez, simboliza la consciencia despierta.

 

Atención, luz, consciencia: tres palabras para expresar lo mismo, tres palabras que van de la mano y que se iluminan recíprocamente.

La atención se ejercita. La lámpara hay que prenderla. La consciencia debe despertar.

Si queremos crecer espiritualmente, es urgente salir del modo “piloto automático”.

 

La mente tiene una inercia brutal y nos atrapa constantemente. Igual nuestras emociones. Vivimos a menudo esclavos de una mente distraída, compulsiva, herida. Vivimos en el vórtice de unos pensamientos inútiles y superficiales.

 

El evangelio nos invita a prender la lámpara de la consciencia.

 

¿Cómo hacer?

 

Tenemos una autopista y un camino privilegiado para eso: la meditación, la oración contemplativa, silencio y soledad.

En nuestras sociedades consumistas y superficiales la tentación, también en la espiritualidad y en el desarrollo humano, es buscar atajos y caminos fáciles.

 

A largo plazo, no funcionan. Los maestros espirituales nos lo advierten desde siglos y desde distintas tradiciones y culturas.

 

Por eso, desde siempre, el camino místico y el éxtasis, van de la mano de la ascesis.

 

Todo es un regalo, por cierto. El regalo está siempre ahí, pero lo recibimos a través de nuestro compromiso y de cierto esfuerzo.

 

La maravillosa vista desde la cumbre de una montaña, está ahí, es un regalo, es gratis: pero la montaña hay que subirla. En esto va también la dignidad infinita del ser humano.

 

Lo sabemos bien y lo hemos aprendido a través de nuestras experiencias cotidianas y concretas: lo que no cuesta esfuerzo no se valora. Lograr algo a través de nuestro trabajo y esfuerzo, nos da una satisfacción y un sentido de plenitud, inigualables.

 

Otra herramienta para “prender la lámpara” es, sin duda, el camino de la entrega y del amor al prójimo, el camino de un amor concreto, compasivo y comprometido.

 

Pero, hay que decirlo: este camino, sin espacios diarios de silencio y de oración, corre el peligro de ser un escape; como justamente avisó el teólogo protestante, Jürgen Moltmann:

 

Quien quiere colmar su propio vacío interior prestando ayuda a los demás, solo difunde su mismo vacío. ¿Por qué? Porque cada ser humano, a diferencia de lo que quisieran los individuos activos, obra para los demás más con su propio ser que con su hablar y actuar. Solamente quien se encontró a si mismo podrá también darse a si mismo

 

Solo enfrentando nuestro propio vacío, nuestras heridas y nuestros miedos, la lámpara arderá de luz divina y nuestro amor será auténtico y fecundo. De lo contrario, caeremos en un absurdo activismo, en frustración, angustia y cansancio.

 

En el atardecer del texto se nos muestra claramente como Jesús apunta al despertar de la consciencia:

 

El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo. Pero aquel que, sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más” (12, 47-48).

 

La atención nos llevará al despertar de consciencia, a más claridad, honestidad y lucidez y, a cuanta más consciencia, más responsabilidad. Tu crecimiento en consciencia, te hace más responsable.

 

La luz nos regala visión, y la visión exige compromiso.

Si veo lo que tengo que hacer, y no lo hago, traiciono a mi propia consciencia y, por ende, al Autor y al Dador de la Luz.

 

Al final, entonces, tesoro, corazón, luz y consciencia, coinciden.

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 2 de agosto de 2025

Lucas 12, 13-21


 


El texto que nos presenta la liturgia este domingo, puede pasar un poco desapercibido y llevarnos a pensar que tiene poca relevancia. En realidad, ya lo veremos, es un texto de una importancia capital y hasta revolucionario.

Se lo advierto: lo que voy a compartir no va a ser fácil.

Lee o escucha repetidas veces. No te rindas. Reflexiona, cuestiónate, profundiza. Y ten paciencia.

 

Un desconocido se dirige a Jesús con una extraña petición: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”.

La respuesta del maestro, marca un antes y un después, indica un mojón irreversible: “¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?

 

Jesús, con su respuesta, marca el verdadero camino de la espiritualidad y el pasaje de una relación infantil con Dios, a una relación madura.

Es el puente hacia la sana, sanadora y auténtica autonomía del ser humano.

Encontramos, en el evangelio, otra expresión del mismo talante: “¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lc 12, 57).

 

El hecho de que Dios nos sostenga y sostenga al Universo en el ser, no va en contra de la autonomía: la fundamenta.

El hecho de que vivamos “en Dios”, no quita que tengamos que hacer nuestro camino. Otra vez, aparece el extraordinario mundo de la no-dualidad: una cosa no quita la otra y para vivir una vida plena, tenemos que abarcar ambas realidades.

 

Dios nos guía y conduce a cada instante y, simultáneamente, tenemos que caminar autónomamente.

 

Podemos entenderlo a partir de los niveles de consciencia: desde el Espíritu somos Uno con Dios y nos sentimos llevados por Él. Desde la psicológico y corporal, tenemos que crecer en autonomía. Cuanto más crece una dimensión, más crece la otra y más nos daremos cuenta de la profunda unidad que existe entre las dos dimensiones.

 

Esta profunda y extraordinaria realidad la encontramos, obviamente, en toda autentica tradición espiritual.

 

En el Bhagavad Gita, uno de los textos sagrados del hinduismo, escrito en sanscrito unos dos siglos antes de Cristo, se relata que la divinidad Krishna le dice al guerrero Arjuna, el cual debe tomar una difícil decisión: “Así te he explicado este conocimiento, el más secreto de todos. Reflexiona plenamente sobre esto, y luego actúa como desees.” (Bhagavad Gita 18.63).

 

Krishna no toma una decisión en lugar de Arjuna.

Jesús no decide en lugar del hombre que pregunta por la herencia.

 

Los verdaderos maestros te dicen: “tú sabes lo que debes hacer”. Los maestros nos reenvían a nuestra consciencia, a nuestra sabiduría interna, a nuestra verdad y honestidad.

 

Es duro, sí. Es un cambio profundo. Es mucho más cómodo que nos digan lo que tenemos que hacer. Es mucho más fácil obedecer, que escuchar y seguir la propia consciencia.

 

Obedecer exteriormente, sin obediencia interna, es peligroso. Podemos caer en la hipocresía, en la falsedad, en la superficialidad.

 

La profunda y auténtica experiencia de unidad con Dios, surge de la autonomía. Cuanto más autónomos, más se acrecienta esta unidad.

Y, paradoja maravillosa: cuanto más autónomos, más reconocemos la total dependencia de Dios; reconocemos que, en sentido estricto, solo Dios es. “Ein Od Milvadó”: no hay nada afuera de él.

 

Solo el camino psico-corporal de la autonomía, nos lleva al reconocimiento de lo Absoluto de Dios.

Solo la experiencia de lo Absoluto de Dios, nos lleva a la verdadera autonomía.

 

Crecer en la oración y crecer espiritualmente significa dejar de pedir a Dios que nos resuelva los problemas: esta es la visión teísta e infantil de un dios externo y caprichoso que interviene desde afuera y a algunos les resuelve los problemas y a otros no…

 

¿Para qué tenemos un cerebro, unos dones, unas capacidades?

¿Para qué tenemos experiencias, amigos y maestros?

¿Para qué tenemos el Espíritu?

 

Escúchate: “Tú sabes lo que tienes que hacer”.

 

El Espíritu te habita. Eres uno con el Espíritu.

 

Escribe Pablo a los corintios (1 Cor 2, 14-16):

El hombre puramente natural no valora lo que viene del Espíritu de Dios: es una locura para él y no lo puede entender, porque para juzgarlo necesita del Espíritu. El hombre espiritual, en cambio, todo lo juzga, y no puede ser juzgado por nadie. Porque ¿quién penetró en el pensamiento del Señor, para poder enseñarle? Pero nosotros tenemos el pensamiento de Cristo.

 

Entendemos ahora el profundo significado de la parábola del hombre rico y acumulador. Jesús le dice “insensato”, en nuestra traducción. Se podría traducir también con “estúpido”. La traducción más certera sería “ignorante”.

La ignorancia de quienes somos, de nuestra verdadera identidad, nos lleva a actuar desde el ego y no desde el Espíritu. Ahí empiezan los problemas. El ego vive del miedo, busca poder, reconocimiento, seguridad. El ego, acumula.

El Espíritu – uno con nuestra alma – sabe. Y, porque sabe, confía y actúa, con y desde la sabiduría. El Espíritu, entrega.

 

 

 

 

 

 


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