sábado, 29 de enero de 2022

Lucas 4, 21-30


 

Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra” (4, 24): Jesús, a partir de su propia experiencia, cita este refrán muy conocido.

Jesús es rechazado por su gente, su pueblo. No es comprendido.

El prologo de Juan lo dirá de esta manera, refiriéndose a la Palabra: “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron” (Jn 1, 11).

Jesús se percibe como profeta; y esta categoría de “profeta” se la reconocen también los judíos y los musulmanes. No es poca cosa.

Es, entonces, algo esencial para comprender la figura y el mensaje del maestro de Nazaret.

¿Quién es el profeta?

Las aproximaciones son muchas y es importante integrarlas todas para tener una visión cabal y profunda del profeta.

Un profeta es alguien que habla en “nombre de Dios”; por eso el profeta es alguien que tuvo la experiencia directa e inmediata (sin mediaciones) de Dios. Un profeta habla por experiencia personal, no “por oída”.

Un profeta es alguien que intenta ver la realidad con los ojos de Dios: por eso puede discernir el futuro. El profeta, atento al actuar de Dios en el corazón humano y en el mundo, logra percibir los caminos del Espíritu.

Por último: no podemos comprender lo que es un profeta sin comprender lo que es un místico.

Profetismo y misticismo son las dos caras de lo mismo y hay que comprenderlos juntos.

El místico es aquel que ve a Dios en todas las cosas; el profeta es aquel que ve todas las cosas en Dios.

El místico: “Dios en todo”

El profeta: “Todo en Dios”.

Por eso el místico ve que “todo está bien” y el profeta ve lo que hay que transformar y corregir.

El matiz del místico está puesto en el “ser” y el matiz del profeta en el “deber ser”.

El místico descubre la Presencia de Dios en todo; el profeta nos advierte de su Ausencia, de los vacíos a llenar.

Misticismo y profetismo son las dos caras de lo mismo y no hay uno sin el otro.

Como luz y sombra, vacío y plenitud, nada y todo.

Jesús fue místico y profeta; hombre completo, integro, pleno.

El profeta, nos dice Jesús en nuestro texto, “no es bien recibido en su tierra”.

Por eso los profetas, generalmente, terminan mal.

¿Por qué los seres humanos rechazan a los profetas?

¿Por qué, a menudo, los pueblos rechazan a sus mejores hijos?

Las razones son múltiples, como siempre: subrayo las más importante a mi parecer.

Un verdadero profeta, desde su experiencia mística, es fiel a sí mismo, es original, no copia a nadie. Y esto molesta en un mundo que siempre tiende al conformismo, a la imitación, al sometimiento.

Un verdadero profeta dice la verdad, sin preocuparse de las opiniones de las mayorías o de los poderosos. Dice “su verdad” sin creerse dueño de “La Verdad”.

Un verdadero profeta pone al descubierto nuestra tendencia a la mentira y al engaño.

Un verdadero profeta no es bien recibido entre los suyos: creemos saber todo de él, conocemos su humanidad, sus limites y sus dones. No podemos imaginarnos que un profeta sea “tan humano”. “¿No es este el hijo de José” (4, 22).

Pero, como decía brillantemente Leonardo Boff hablando de Jesús: “tan humano, solo Dios”.

Los místicos y profetas son seres plenamente humanos, plenamente realizados en su humanidad limitada, imperfecta, finita.

Los místicos y profetas a lo largo de la historia han sido asesinatos, condenados, encarcelados, marginados; con frecuencia por su mismo grupo, por su misma gente.

Este es nuestro camino. No hay otro camino de autenticidad y plenitud: ¡ánimo!

 

¿Cómo enfrentar el rechazo y las incomprensiones?

Como Jesús, en el esplendido y conmovedor final de nuestro texto: “todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino” (4, 28-30).

Jesús no pierde la entereza y la paz. No pierde la ecuanimidad y la lucidez. Enfrenta a la violencia y a la incomprensión “de pie”, mirando de frente a sus adversarios, mirando a los ojos al mal. Imagino que fue su mirada “de fuego” que le abrió camino entre los violentos, los cuales, no soportando la integridad, habrán bajado la vista. Su amor es su fortaleza. Y siguió su camino.

 

 

 

 


sábado, 22 de enero de 2022

Lucas 1, 1-4. 4, 14-21

 

 

Lucas nos presenta hoy el comienzo de la actividad publica de Jesús.

Jesús empieza su ministerio – como buen judío que era – desde una sinagoga, su querida sinagoga de Nazaret, donde iba todos los sábados.

No podemos entender cabalmente a Jesús sino desde el judaísmo: Jesús era judío y no era cristiano, obviamente.

Es fundamental, en este tiempo, devolver a Jesús al judaísmo y quitarle de arriba todas las interpretaciones posteriores. Solo así recuperaremos su mensaje esencial y original; solo así podremos entrar en su misma experiencia.

Jesús, en la sinagoga, lee un pasaje del profeta Isaías y entiende que es un mensaje para él: detalle que no podemos pasar por alto.

Todo lo que leo, todo lo que ocurre es un mensaje para mi, para mi crecimiento, para mi evolución. Nada es casual.

Todo lo que ocurre, en realidad, me ocurre.

Si supiéramos leer e interpretar todo lo que nos ocurre como un mensaje de Dios, nuestra vida se transformaría rápidamente.

Jesús la tenía clara: “¿Acaso no se venden un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre que está en el cielo” (Mt 10, 19).

En todo lo que nos ocurre estamos llamados a descubrir la Presencia de Dios y su mensaje.

Esto es posible por el Espíritu que nos habita y nos constituye.

Por eso el evangelista Lucas insiste sobre el Espíritu.

El texto de Isaías que Jesús cita empieza así: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción” (4, 18).

El Espíritu estaba “sobre” Jesús, como está “sobre” nosotros, sobre cada uno y cada una.

Recordemos un dato esencial: desde la visión mística y no-dual, lo que se dice de Jesús, se dice de nosotros. Lo que vale para Jesús, vale para nosotros: desde siempre los místicos lo repiten, pero no los supimos escuchar y no nos hemos atrevido a entrar en este camino… sin duda porque es un camino de desapego y anonadamiento.

Este es el gran secreto del evangelio, este es el gran y único mensaje del maestro de Nazaret. Jesús nos revela lo que somos, nos introduce en el Misterio de la Unidad.

 

El Espíritu del Señor está sobre mí”: este “sobre” indica la prioridad esencial del Espíritu, su conducción, el impulso que nos sostiene y anima.

En realidad el Espíritu es nuestra esencia, nuestra identidad más profunda.

El Espíritu es invisible a los ojos físicos y necesitamos una mirada distinta para captar su presencia.

El camino espiritual se puede definir justamente como un pasaje del mundo visible al mundo invisible.

Lo que no se ve con los ojos es más real y verdadero de lo que vemos.

Por eso el místico sufí Rumi nos invita: “Trabaja en el mundo invisible al menos tan duro como haces en el visible.

Con frecuencia solo los poetas y la poesía logran “ver” este mundo invisible.

Por eso terminamos con las palabras del poeta:

 

Yo sé que mil lunas se esconden detrás del velo

y he visto noches claras

y oscuros amaneceres.

 

Susurra la vida en cada rincón y en cada esquina

y te dice: ¡Ven!

¡Qué mueran tus miedos y vete feliz!

Pude escuchar montañas gemir,

las flores gritar, los árboles dormir.

Pude alabar, juntos a las aves.

 

Desde una quietud amada y conquistada

pude ver lo sutil de lo invisible

sosteniendo a los mundos y a las cosas.

 

Puedo amar lo que no veo,

porque soy lo que no veo:

silencio amante, fecundo, luminoso.

 

Y así recorro el mundo y los corazones;

morando en el amor,

buscador de lo invisible.

 

 

 

sábado, 15 de enero de 2022

Juan 2, 1-11

 


 

El evangelio de Juan presenta a Jesús a través de siete signos. Juan no habla de milagros, sino de signos. Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas relatan unos treinta milagros de Jesús, mientras el evangelio de Juan relata siete signos, de los cuales cuatro son originales de Juan: el signo de la boda de Caná es uno de ellos.

Un signo tiene una carga simbólica muy fuerte y nos permite leer los relatos en clave de señales, más allá de una historicidad difícilmente verificable y a menudo inverosímil.

Leer el texto en esta clave nos permite también superar su literalidad para llegar a un mensaje más profundo y actual para nosotros hoy.

¿Qué significa que Jesús transforma el agua en vino?

Quedar atrapados en la literalidad es dejar el texto estéril: ¿Qué sentido tiene para nosotros hoy, que Jesús hace dos mil años haya transformado el agua en vino?

O también: ¿Qué sentido puede tener que hoy en día alguien tenga el poder de cambiar el agua en vino?

No le veo mucho sentido… lo que puede ocurrir es la quiebra de algunas bodegas y el aumento disparatado del nivel de alcoholismo….

Si leemos el texto en la clave simbólica que Juan nos sugiere se nos abren unas pistas de significados y comprensión maravillosas.

El cambio del agua en vino puede leerse sin duda en clave pascual: un “paso” de la tristeza a la alegría, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida, de la ley al Espíritu…

Esta clave pascual es una constante en el evangelio de Juan y es insinuada por la famosa “hora”. La “hora” de Jesús es la pascua, su muerte y resurrección.

En nuestro texto Jesús le dice a su madre: “Mi hora no ha llegado todavía” (2, 4).

El signo de la boda de Caná gira alrededor del símbolo del vino y unos de sus ejes es, sin duda, la alegría.

Como dijimos el cambio del agua en vino expresa el paso de la tristeza a la alegría.

Jesús vino a traernos la infinita alegría de Dios. Jesús vino a revelarnos que Dios es alegría infinita, gozo eterno. Evangelio significa – es bueno recordarlo – “buena noticia”. El evangelio es, antes que nada, revelación de un amor y una alegría que nos preceden y nos trascienden.

La experiencia individual de salvación es siempre una experiencia de profunda alegría e intenso gozo.

Uno de los signos más comunes de la iluminación en la tradición zen es la risa; se cuenta de un monje zen que, después de iluminarse, no paró de reír por tres días.

La pregunta que surge espontanea es: ¿qué es la alegría? Y, más aún: ¿se puede vivir siempre en un estado de alegría profunda y un intenso gozo?

Parecería imposible. La existencia humana, lo sabemos bien y por experiencia personal, está marcada por los limites, los condicionamientos, el dolor, el mal, la muerte.

 

¿En medio de todo eso, se puede estar alegres y ser feliz?

¿Cómo transformar el agua en vino?

 

Si solo entendemos la alegría desde un nivel sentimental y emotivo no hay una salida. El espectro de las emociones humanas es enorme y estamos llamados a sentirlas y a vivirlas en su totalidad.

¿Cómo estar alegres – por ejemplo – frente al dolor inocente, a la desesperación, al sufrimiento de nuestro seres queridos?

La compasión es una de las actitudes esenciales en todas las tradiciones espirituales y religiosas de la humanidad y esta misma compasión nos invita y nos impulsa a “sentir con el otro”, a compartir el dolor y la búsqueda.

La alegría de la cual el vino es símbolo, es una realidad transpersonal: va más allá del nivel emocional.

La alegría es una dimensión como la paz y el amor.

Alegría, paz y amor no son “objetos”, no son “contenidos” de consciencia.

Alegría, paz y amor son otro nombre de la Consciencia misma. Son cualidades del Ser. En otras palabras: otros nombres del Misterio que llamamos “Dios”.

Entendida así la alegría, todo cierra, todo se armoniza, todo cobra sentido.

Podemos estar alegres en medio de la tristeza, como podemos estar en paz en medio de conflictos o permanecer en el amor cuando el miedo y la violencia nos persiguen.

Como afirma bella y claramente el monje budista estadounidense Claude AnShin Thomas: “La mayoría de la gente, cuando se inicia en la práctica de la plena conciencia, comete el error de hacerse una imagen falsa de esta práctica. Creen que ser conscientes significa no sentir miedo, permanecer constantemente en calma y en paz. Para mí, vivir en plena conciencia significa que puedo vivir en paz en la no paz, que puedo aceptar la realidad de la no calma. Si puedo mirar profundamente en mi propia naturaleza y tocar mi sufrimiento, puedo aprender a vivir con mi miedo, mis dudas, mi inseguridad, mi confusión, mi ira. Mi tarea es permanecer en estos lugares como agua en calma”.

Por eso que también la mística cristiana Juliana de Norwich pudo decir: “Todo está bien, y cada cosa está bien y cada cosa estará bien”.

Y lo pudo decir no por qué no conoció el dolor y la dificultad, sino porque vivía su vida desde este espacio de consciencia. Vivía desde su verdadera identidad.

El secreto entonces es siempre el mismo: aprender a vivir desde.

Somos alegría, somos paz, somos amor.

Podemos vivir el abanico entero de la vida y sus manifestaciones desde ahí: entonces no habrá ningún problema.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

 

sábado, 8 de enero de 2022

Lucas 3, 15-16.21-22


 

Celebramos hoy la fiesta del bautismo de Jesús y con esta fiesta se concluye le tiempo de Navidad.

Con el relato del bautismo el evangelista Lucas quiere mostrar a su comunidad y a sus lectores la primacía de Jesús sobre Juan Bautista: es Jesús el enviado, el Ungido por Dios.

Especialmente queda patente con la voz del cielo del último versículo: Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (3, 22).

¿Qué mensaje nos regala este texto?

El bautismo de Jesús es una revelación y una toma de consciencia: Jesús toma consciencia de su identidad y de su misión. Sin duda lo que Lucas expresa a través de la “voz del cielo” fue una experiencia de iluminación del maestro de Nazaret, una radical y profunda experiencia interior.

Lo que vale para Jesús vale también para nosotros.

Es esencial recuperar el rito del bautismo, su significado y su celebración.

Por varios y distintos motivos el sacramento del bautismo – el cual está a la raíz de toda la vida y la misión del cristiano – se transformó en muchos casos en un simple y exterior rito. Muchos bautizan a sus hijos por tradición, por costumbre, por miedo, “por las dudas…”.

Estamos llamados a vivir el bautismo como Jesús, en Jesús, desde Jesús: una experiencia reveladora de nuestra común identidad.

El bautismo “no nos hace hijos de Dios”: el bautismo revela que ya lo somos. El bautismo es revelación de lo que siempre estuvo y estará, de lo que siempre somos y seremos. Desde siempre la mística cristiana lo repite. Lo hemos olvidado y es tiempo de recordar.

 

¿Puede existir algo que no sea “hijo de Dios”?

Si algo es, si algo existe es porque Dios lo quiso, lo quiere y lo mantiene en el ser.

Todo, en su esencia, es “hijo de Dios”: es decir tiene en Él su razón de ser, su raíz, su fundamento, su procedencia.

¿No es maravilloso?

Por eso que, tal vez, las palabras clave de nuestro texto sean las de Juan: “él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” (3, 16).

Espíritu Santo” y “fuego” revelan nuestra identidad divina y eterna: somos espíritu, somos fuego.

Como afirmaba brillantemente Teilhard de Chardin: “no somos seres humanos en un viaje espiritual, sino seres espirituales en un viaje humano.

El problema – si es que lo hay – es que lo hemos olvidado.

Estamos tan encandilados por la materia que hemos relegado al Espíritu. Estamos tan fascinados con el falso brillo de lo superficial que hemos olvidado la verdadera luz. Estamos tan obsesionados con la búsqueda de la felicidad y del amor que hemos olvidado que nos habitan y nos configuran, momento a momento.

Nuestra esencia es espiritual y es fuego, porque nuestra esencia procede y es Una con lo divino.

Jesús tomó consciencia de esta verdad y nos invita a entrar en su misma consciencia. Por eso pudo decir: “Vine a traer fuego sobre la tierra” (Lc 12, 49). Para los cristianos Jesús es el maestro de la iluminación y del despertar.

 

El fuego arde, el fuego purifica.

Este fuego nos habita y nos alimenta.

Este fuego es la pasión del amor y de nuestra misión.

El fuego vive en tu propia alma y eres ese mismo fuego.

Déjate quemar, déjate fundir, déjate arrastrar.

Déjate llevar al cielo por el carro y los caballos de fuego, como el profeta Elías (2 Re 2, 11).

El fuego reposa en tu propia alma y te recuerda tu luz y tu misión.

Incendia tu existencia: es un soplo que pasa y ya no vuelve.

No desperdicie el tiempo sin ser fuego, sin dejar que el fuego arda, ilumine, transforme todo en oro.

Vive desde tu propia esencia ígnea.

Tu alma es de fuego, decía Hildegarda.

¡Qué tu alma queme, arda, revele al Dios de Jesús!

 

Cerramos rindiendo honor al fuego de Rumi:

Enciendes el fuego del amor

en la tierra y en el cielo

en el corazón y el alma

de todos los seres.

 

 

 

 

 

 

 


sábado, 1 de enero de 2022

Juan 1, 1-18

 


En este hermoso tiempo de Navidad escuchamos varias veces este texto: es el conocido “prólogo de San Juan”.

Juan no relata los acontecimientos del nacimiento de Jesús, sino que comienza su evangelio desde arriba, desde una visión teológica y cósmica.

Es muy probable que este prólogo hunda sus raíces en un antiguo y preexistente himno: Juan lo retoma y lo cristianiza, expresando la fe de su comunidad.

El prologo es de una profundidad y belleza admirable e infinita.

Nos centraremos solo en algunos aspectos.

El prologo arranca como el primer libro de la Biblia, el Génesis: “Al principio”.

Queda evidente la conexión con la creación.

No podemos comprender cabalmente el evento Cristo y la fe cristiana sin una visión global e integral. No se comprenden al evangelio y a Jesús si los desconectamos o aislamos de la fe judía y del misterio de la creación.

Este “principio” nos inserta en el proyecto amoroso de Dios, en la eternidad y en la plenitud. Todo se desarrolla desde este “principio” y “con” este principio (el original hebreo permite esta lectura).

Al principio existía la Palabra”: así comienza el prologo. Y comienza a lo grande, desde lo fundamental. Tal vez el eje de comprensión lo hallamos en este primer versículo.

Palabra” es la traducción castellana del griego “logos”. En latín se encuentra como “verbum”.

Traducir “logos” solo con “palabra” es muy reductivo y parcial, especialmente cuando nos quedamos con el significado más llano de “palabra”.

“Logos” en realidad es intraducible. Son estas palabras tan preñadas de sentido y significado que una traducción sola o literal es – como se dice en el ambiente de los traductores – una traición: “traducir es traicionar”.

“Logos” lo podemos traducir con múltiples palabras o conceptos: sentido, armonía, orden, vida, palabra o discurso.

Muchos estudiosos encuentran un fecundo paralelismo entre “logos” y “tao”.

En la filosofía china – mucho anterior al cristianismo – el tao es el orden invisible del universo, la esencia de toda cosa, el misterio que en todo se expresa pero que no puede ser visto ni atrapado.

“Tao” significa “gran camino” y no podemos olvidar las palabras del maestro: “yo soy el camino”.

Comprender el “logos” desde el “tao” nos abre una puerta maravillosa.

Al principio existía el logos”: no es un principio temporal, ya que en Dios no hay tiempo. Es un “principio” axiológico, de valor.

Es el principio de la raíz: a la raíz de la realidad hay armonía, hay orden, hay sentido; en la esencia de cada cosa todo está bien, todo es perfecto. En el fundamento invisible de lo visible hay perfecta plenitud, amor y paz.

Los místicos y los poetas son los que “ven” este principio.

Por eso Rilke afirmaba: “Dios nos espera en las raíces”.

En la revelación cristiana Jesús expresa y revela este “logos”, esta Vida que vive en todo, ese Aliento que en todo respira, este Misterio divino que en nuestra humanidad se expresa.

Por eso que todos los místicos nos dicen que lo que Jesús es, lo somos todos. Jesús revela nuestra identidad divina y eterna, nuestro “principio”. Acierta Javier Melloni cuando dice: “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos.

Es por todo eso, que las tradiciones místicas insisten en la experiencia y vivencia de la unidad: este “Principio” es Uno y Único. La Vida es Una, no hay fragmentación. Es nuestra mente que fragmenta la Vida y la realidad y que aplica nombres y etiquetas creyendo definir y controlar esta misma Vida.

La Vida no está separada de nosotros. Somos esa misma Vida; somos esa misma Vida revelándose en un forma particular que llamamos “yo”.

Por eso Jesús, en este mismo evangelio, puede decir: “Yo soy la Vida” (Jn 11, 25) y “Yo Soy” (Jn 8, 58).

Este maravilloso misterio no es evidente y no es fácil percibirlo. Es parte del ocultamiento de Dios en su creación. Si Dios se revelara sin ocultarse no existiría nada, porque nadie resistiría a la luz.

La Presencia no es evidente.

Afirma muy claramente José Antonio Pagola: “Esta presencia no es evidente. No se capta como se captan otras cosas más superficiales. Se la percibe en la medida en que uno se percibe a sí mismo hasta el fondo. Su misterio es tan inalcanzable como lo es el misterio de cada ser humano. Dios se me hace presente cuando me hago presente a mí mismo con verdad y sinceridad. No es posible entrar en la experiencia de Dios si uno vive permanentemente fuera de sí mismo”.

 

Por eso el prologo sugiere e insinúa lo que nos ocurre a todos, en algún momento: el rechazo. Instintivamente rechazamos lo que no es evidente y lo que no comprendemos.

Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron.” (Jn 1, 10-11).

Rechazamos el Misterio de la Presencia porque lo hemos encerrado en nuestros dogmas y doctrinas, porque no podemos manipularlo, porque no podemos abarcarlo. Rechazamos el Misterio de la luz porque la mente no acepta no-saber y no se rinde a la Vida.

El secreto está en abrirse y en soltar. El secreto está oculto en el seno de la vida misma: ahí late lo divino, el ser, lo que somos. Late oculto, pero más íntimo que nuestra intimidad.

Es esencial relativizar el pensamiento y conectar con la Vida. Como afirmaba bellamente Blaise Pascal: “Dios no hay que pensarlo, hay que vivirlo.

Esta conciencia mística y no-dual está emergiendo desde distintos caminos y campos del saber. No hay vuelta atrás.

Si las religiones no sabrán asumir e incorporar esta visión se encaminarán hacia su fin.

Si los gobiernos y la política no sabrán asumir e incorporar esta visión, se agotará un sistema y desde las cenizas, surgirá uno nuevo.

Una nueva humanidad está naciendo, un nuevo mundo y una nueva tierra.

Resplandece la Oculta Presencia y solo los ojos silenciosos la ven.

 

 

 

 

 

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