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sábado, 6 de enero de 2018

El que permanece, no peca.



“El que permanece en él, no peca, 
y el que peca no lo ha visto ni lo ha conocido.” (1 Jn 3, 6)

En estos días la liturgia de la Misa diaria nos hace leer la hermosa “Primera carta de San Juan”.
El autor de esta carta pertenece a la escuela del cuarto evangelista y por eso el estilo es parecido. En particular me llama la atención el uso del verbo “permanecer”, típico del evangelista y del autor de nuestra carta.
Permanecer”: maravilloso verbo, un programa de vida. Podríamos sin duda enfocar el camino espiritual en este único verbo.

Estos días quedó resonando en mi corazón este versículo: “El que permanece en él, no peca, y el que peca no lo ha visto ni lo ha conocido” (1 Jn 3, 6).
Permanecer y pecar son incompatibles.

Permanecer indica una gratuidad de fondo y una no-acción. Es como un flotar en el agua: cuanto más quietos más flotamos. Así es el Amor, así es Dios.
Permanecer subraya sustancialmente el ambiente vital en el cual ya estamos: vivimos en Dios, vivimos en el Amor. Recordamos las palabras de Pablo en su discurso en Atenas: “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).
El verbo permanecer entonces – antes que nada – nos invita a caer en la cuenta de nuestra identidad, de nuestro origen, de nuestra esencia.
Desde ahí la acción y el actuar surgirán espontáneos y fluirán serenos. Respirando el Amor – que es y que somos – solo podremos amar, también a través de nuestros limites y equivocaciones.

¿Y el pecado?
“Permanecer” nos revela también un concepto más auténtico y evangélico del pecado y del pecar. Concepto que se aleja sensiblemente de los moralismos y la culpa que marcaron a fuego la historia del cristianismo y de la iglesia.
En este sentido “pecar” equivale a “inconsciencia”: quién no sabe que vive en el Amor, lo buscará desesperadamente y en esta búsqueda se experimentará separado del mismo Amor. Esta separación ilusoria llevará a actuar con cierto egoísmo y angustia y por eso experimentaremos el “pecado” como fallas morales.
Por eso Juan asocia el pecado al “ver” y al “conocer”: aquel que “peca” – que vive en la ilusión de la separación – no ha visto ni conocido. Ver y conocer se refieren justamente a la experiencia radical del palpar a Dios en el asombroso misterio del Silencioso Ser.
Permanecer es “ver” y “conocer”.
El que permanece, no peca. En el instante que soltamos los miedos y nos abandonamos en el abismo sin fondo del Amor – que también es nuestra auténtica identidad – caen por sí mismos pecado y culpa.

Solo queda el Amor. Solo queda el amor que somos: ciertamente frágil, sin duda con existenciales equivocaciones.
Pero, ¿quién dijo que el Amor no se equivoca?
¿Quién dijo que la perfección del amor excluye los limites?
¿No será que nuestra experiencia de Dios y nuestro conocimiento de nosotros mismos y de la realidad está todavía muy condicionado y limitado?
¿No será que lo que llamamos “imperfección” a los ojos de Dios es “sublime perfección”?
¿Por qué no dejarnos sorprender por el Amor?

El místico sufí Rumi había permanecido, visto, conocido.
Por eso – y así termino – nos puede decir con autoridad: “Cierra los ojos, enamórate, quédate ahí”.





jueves, 23 de febrero de 2017

Rendirse al amor




Nada tiene sentido, excepto rendirse al amor. Hazlo
Rumi


Como siempre Rumi – con su capacidad brutal de síntesis – nos ilumina el camino.
En pocas palabras, en una frase, todo es resumido.
La mente usa muchas palabras y la complica. ¡Qué alivio salir de la esclavitud del pensamiento!
Rendirse” y “hazlo”: Rumi es maestro de la paradoja. Como todos los místicos.
Rendirse: dejar de hacer. Pasividad.
Hazlo: actividad.
La experiencia del amor se da en una acción pasiva: rendirse al amor. Entregarse.
La única acción verdaderamente importante es, en realidad, un rendirse, un no-hacer.
Es la “no-acción” del zen que nos revela el secreto último de la realidad: la gratuidad. La perfección del momento.

Rendirse al amor es entonces vivir de la gratuidad del momento.
Rendirse al amor es estar atento a la vida, a cada detalle.
Rendirse al amor es anclarse a la quietud que somos.
Rendirse al amor es salir momento a momento del pensamiento.
Rendirse al amor es vivir desde lo Uno que todo abarca con ternura.
Rendirse al amor es decir un “si” incondicional a la vida.
Rendirse al amor es – en última instancia – dejar que la Vida nos viva.

Namasté. Amén.




sábado, 6 de agosto de 2016

El arte de desaparecer



Desaparecer es un arte. Un arte como pintar, escribir poesía, componer música. Pero tal vez es un arte más profundo y exigente aún. No basta la genialidad que todos, en mayor o menor medida, tenemos escondida en un baúl de acero de nuestra intimidad. No estoy hablando del desaparecer de magia y magos obviamente: esto es arte barato en comparación.

Hablo del desaparecer del “yo”, de nuestra identificación con un personaje, un rol o, en definitiva, algo superficial de nuestra persona que, en definitiva, no es lo que somos.
Este “yo” que confundimos constantemente con nuestros pensamientos.

Para que nuestro verdadero ser aparezca el “yo” tiene que desaparecer. Para que el verdadero ser brille hay que correr las cortinas del “yo”. Para que Dios sea en todo su esplendor el “yo” tiene que dejar de “ser”. Lo intuyó Juan Bautista cuando dijo: Es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30) y lo afirmó cabalmente Jesús: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará” (Mt 16, 25).

Hacer desaparecer el “yo” es un arte, sí. Se aprende y se práctica, como todo arte. Aunque el don ya lo tenemos. Como la genialidad, la creatividad: ahí, en el baúl de acero.

Desaparecer no significa “aniquilar”, ni matar. En el fondo nuestro “yo”, por ilusorio y superficial que sea, juega su rol y nos presta su servicio: aunque sea por aprender el arte de hacerlo desaparecer. Y alcanzaría. El arte es bello por sí mismo, es útil en sí mismo. No tiene finalidad, no quiere lograr nada, no entra en dinámicas comerciales. El arte vive de otra utilidad: más profunda, más humana y humanizante.
Por ejemplo: se pinta por pintar. Se escribe poesía por el simple placer de escribir. Nada más. Y nada menos tampoco. Como el jugar de los niños: ¿Para qué juegan los niños? Por el simple disfrute del jugar.

¿Le preguntaríamos a Beethoven o Mozart la finalidad de sus secuencias deliciosas de notas?
¿O a Van Gogh la utilidad de su famoso autorretrato o de los girasoles?

Claramente hay que vivir y por eso a veces también – muy a pesar – hay que “vender” y “comprar” arte, aunque no es casualidad que muchos artistas murieron en pobreza: su vida fue rica y útil de otra manera.
Nuestro “yo” entonces puede desaparecer pero queda ahí, recordándonos que somos tierra, polvo de estrellas, pero polvo. Siempre tentados por la apariencia, lo superficial, lo fácil, lo puramente placentero.

Para ser feliz en este caminar entre polvo hay que aprender este arte. Y hay que vivirlo. Es un arte sutil, que requiere paciencia.
Hay que pescar en nuestro baúl de acero para que la luz estalle. Ahí reside nuestro ser auténtico, imperecedero, divino. Entonces de a poco el “yo” desaparece. Paulatinamente, como deslizándose con algo de vergüenza. Todo un arte.
Un arte que necesita silencio, profundidad, intimidad, coraje. Un arte que va tiñendo todo de los colores del Amor.

Hay que estar vivo y sumamente presente desde la luz imperecedera. Atento y despierto, pero sin “yo”: es delicado, ciertamente. Y frágil, muy frágil. Justamente un arte. Un golpe de pincel mal dado puede arruinar una palabra. Como una “coma” mal puesta una poesía.

En el fondo hay que ser Vida, para estar vivo. Hay que ser Luz, para iluminar. El arte de desaparecer es el arte de estar presente a la Vida sin que nuestros pensamientos estropeen su belleza y su fluir, sin que nuestros sentimientos y emociones nos arrebaten la paz.

Mi amigo Rumi lo había entendido perfectamente cuando exclamó jubiloso: “¡Qué alivio estar vacío. Dios puede vivir tu vida!”. Y otro amigo – San Pablo – había dicho siglos antes: “No soy yo que vivo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20).
Porque en esto justamente consiste este arte: ser vacío, para que Dios sea.

Sin duda, en mi parecer, el arte más hermoso.




miércoles, 27 de abril de 2016

Astrolabio

"El amor es el astrolabio de los misterios divinos"

Rumi




El astrolabio es un instrumento antiguo que se usaba para orientarse en la navegación. Literalmente significa "buscador de estrellas". El astrolabio permite determinar la posición y la altura de las estrellas y por ende la hora y la latitud. 
Nuestro amigo ya conocido y compañero de viaje, el místico persa Rumi, se sirve de esta imagen para ubicarnos en el camino espiritual y en nuestro viaje humano. 

Lo que Rumi llama "misterios divinos", lo podemos llamar en nuestro lenguaje más moderno y cristiano, "experiencia de Dios". Lo sabemos bien y siempre lo reiteramos en nuestro blog: lo que transforma y da sentido a la vida es la experiencia, es tocar con mano la realidad. En una imagen: lo que nutre no es una receta escrita, sino el comer.

Entonces la clave es preguntarse: ¿cómo tener experiencia? ¿cómo tocar con mano? ¿cómo nutrirnos?
Rumi nos dice: hay un astrolabio. Hay una herramienta que te conduce en esta búsqueda: el amor. 
Es la única receta, no hay otra. Entregate al amor, busca al amor, vives del amor, respira el amor, aprende el amor. Solo el amor te introduce en los misterios divinos, en la experiencia de Dios.

A menudo no sabemos lo que significa amar y no sabemos amar. No importa. Simplemente no pierdas tu astrolabio. Vuelve y vuelve. Con autenticidad, con sinceridad, con radicalidad. El astrolabio te llevará. No falla. ¡Buen camino!








miércoles, 6 de abril de 2016

Cenit

"Por muy rápido que corras
tu sombra no solo te sigue siempre
sino que, a veces, ¡Se te adelanta!
Solo el pleno sol sobre la vertical
te reduce la sombra.
¡Pero esa sombra también
te hace un servicio!
Lo que te duele, te bendice.
La oscuridad es tu candela.
Tus límites son tu búsqueda.
Podría explicar todo esto, pero se rompería
el cristal que cubre tu corazón
y eso no hay forma de arreglarlo.
Tienes que tener
tanto una sombra
como una fuente de luz.
Escucha y reposa tu cabeza
bajo el árbol
del sobrecogimiento.
Cuando, desde ese árbol,
te empiecen a brotar
plumas y alas
quédate más callado
que una paloma…
Ahí, en el aliento silencioso
es donde vive el alma."


Rumi





Seguimos reflexionando sobre la luz y la sombra a partir de un hermoso poema de Rumi. 
El poema habla por sí solo y no necesita comentario. Los invito a leerlo muy pausadamente y a saborear cada frase y cada palabra.

Les comparto brevemente unas lucecitas:

La sombra reconocida y amada se transforma en bendición: ¡reconoce y ama lo que te duele! ¡Reconoce y ama tus heridas!

El pleno sol reduce la sombra: el cenit es el punto más vertical del sol donde la sombra es mínima o nula. Es el punto central de tu vida, desde donde vivir. ¿Encontraste el cenit? 

Todo esto no se puede y no se debe explicar: no busques explicaciones racionales. Simplemente bebes de la luz. Deja que la luz sea. Y calla.

El árbol del recogimiento es tu celda más interior, tu lugar más intimo, donde ya no estás tu, sino solo Dios. Descubrirás tu verdadero yo: Dios.

En ese lugar sin lugar solo hay luz. Desde ahí podrás volar, vivir en libertad y aprenderás a manejar con sabiduría y paz el juego de amor de luces y sombras.



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