sábado, 30 de mayo de 2020

Juan 20, 19-23: Pentecostés




Los relatos de las apariciones del Resucitado son el intento de los evangelistas y sus comunidades de transmitirnos una experiencia: Jesús vive, está presente, nos acompaña.
No debemos tomarlos como relatos históricos, sino justamente, como evangelio: buena noticia!
Las discordancias entre los evangelistas son irreconciliables debido a que cada uno tiene su perfil, su visión teológica y nos transmite el mensaje de la resurrección desde su sentir y su experiencia.

Hoy Juan nos habla de “puertas cerradas”, “miedos”, “paz”.
En este tiempo de crisis a nivel mundial el peligro de las puertas cerradas y del miedo está muy presente. Estuvimos largos días con las puertas cerradas y algunos siguen. Muchos siguen con miedo: miedo al contagio, miedo al encuentro, miedo a la recesión económica, miedo al futuro. Caminando por las calles la gente se evita, mira con sospecha.
“Puertas cerradas” y “miedo” hacen parte de la condición humana y de la estructura psicológica del ser humano. Es el ego a la defensiva, el ego en “modo supervivencia”.
Las crisis sacan a relucir lo que tenemos adentro y todavía no hemos resuelto.
La humanidad sigue en muchos casos esclavizada por el ego y su manera infantil de reaccionar. La crisis nos muestra que seguimos a la defensiva, cerrando puertas y viviendo desde el miedo.
Las crisis son bendiciones que la Vida nos regala para crecer: podemos aprovecharlas o quedarnos anclados a lo viejo.

Celebramos hoy Pentecostés, la venida y la presencia del Espíritu de Dios.
Este es el tiempo del Espíritu. Solo el Espíritu puede destrancar puertas y disolver miedos. El Espíritu es la fuerza del Amor que nos constituye y nos habita. Es nuestra propia raíz y solo desde la raíz podemos crecer y disolver el ego que nos tiene atrapados.
El Espíritu actúa desde la invisibilidad y la escucha. Necesita apertura y atención.
Necesita nuestro silencio interior para emerger, purificar, crear.
El Espíritu transformará “las puertas cerradas” en ventanas luminosas y los miedos en sana prudencia y amor audaz.
Seguir viviendo con “las puertas cerradas” y con miedo es propiamente “no vivir”. Estar muertos antes de tiempo.
La Vida es siempre apertura, la Vida siempre abre, crea, renueva. La Vida no conoce “puertas cerradas” y “miedos”.
Alinearnos con la Vida nos salvará.
Es por todo eso que Jesús invita a la paz y nos regala la paz.
La paz es el gran don del Resucitado, el gran don del Espíritu. La paz que Jesús nos regala es la paz que nos habita y la paz que somos.
La paz es nuestra propia esencia, es el lugar de amor infinito donde somos uno con Dios. El Espíritu nos invita y nos ayuda a conectar con esa paz. Paz y Espíritu van siempre juntos: cuando estamos profundamente en paz es signo seguro de que estamos viviendo en el Espíritu.

La paz no se construye, se reconoce. Acá radica el gran equivoco de las naciones, las religiones, los grupos: intentar construir una paz “afuera” sin haberla reconocida “adentro”. Nunca funcionará.
La paz ya está. Es nuestro ser, nuestro fondo común. Es el eterno regalo de la Pascua. En cuanto reconocemos la paz que nos habita, esa misma paz actuará por sí sola y se manifestará también afuera.
Pentecostés es la invitación a reconocer nuestra propia identidad de hijos de Dios, nuestra identidad común y a vivirnos desde ahí.

Termino con la hermosa oración/poesía de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870):

Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.

Yo nado en el vacío,
del sol tiemblo en la hoguera,
palpito entre las sombras
y floto con las nieblas.

Yo soy el fleco de oro
de la lejana estrella,
yo soy de la alta luna
la luz tibia y serena.

Yo soy la ardiente nube
que en el ocaso ondea,
yo soy del astro errante
la luminosa estela.

Yo soy nieve en las cumbres,
soy fuego en las arenas,
azul onda en los mares,
y espuma en las riberas.

En el laúd soy nota,
perfume en la violeta,
fugaz llama en las tumbas
y en las ruinas yedra.

Yo atrueno en el torrente
y silbo en la centella,
y ciego en el relámpago
y rujo en la tormenta.

Yo río en los alcores,
susurro en la alta yerba,
suspiro en la onda pura
y lloro en la hoja seca.

Yo ondulo con los átomos
del humo que se eleva
y al cielo lento sube
en espiral inmensa.

Yo, en los dorados hilos
que los insectos cuelgan,
me mezclo entre los árboles
en la ardorosa siesta.

Yo corro tras las ninfas
que en la corriente fresca
del cristalino arroyo
desnudas juguetean.

Yo, en bosque de corales
que alfombran blancas perlas,
persigo en el océano
las náyades ligeras.

Yo, en las cavernas cóncavas
do el sol nunca penetra,
mezclándome a los gnomos,
contemplo sus riquezas.

Yo busco de los siglos
las ya borradas huellas,
y sé de esos imperios
de que ni el nombre queda.

Yo sigo en raudo vértigo
los mundos que voltean,
y mi pupila abarca
la creación entera.

Yo sé de esas regiones
a do un rumor no llega,
y donde informes astros
de vida un soplo esperan.

Yo soy sobre el abismo
el puente que atraviesa,
yo soy la ignota escala
que el cielo une a la tierra.

Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.

Yo en fin soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.



sábado, 23 de mayo de 2020

Mateo 28, 16-20




Celebramos la fiesta de la ascensión de Jesús al cielo. Es la fiesta de la Presencia. Los relatos de la ascensión son obviamente simbólicos y así hay que leerlos para captar toda su belleza, profundidad y su mensaje actual para nosotros hoy.
En el texto de hoy las palabras de Jesús que hablan del bautismo, son las palabras de la comunidad de Mateo. La formula trinitaria era desconocida por Jesús y sin duda Mateo transmitió la práctica del bautismo que se empezaba a vivir en las primeras comunidades cristianas.
La última y famosa frase, en cambio, tiene buenas probabilidades de pertenecer a Jesús mismo: “yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo”.

¿Cuál es el hermoso mensaje que se esconde detrás del relato de la ascensión?
El Misterio de la Presencia y de la unidad.
Cielo y tierra ya no están separados, ya no son dos mundos distantes e irreconciliables.
La Presencia de Dios todo lo llena.
En la cosmovisión judía la tierra era el lugar de los hombres, el cielo el lugar de Dios y el inframundo el lugar de los demonios y los muertos.
Jesús mismo es hijo de esta cultura y tradición y por eso cuando enseña a rezar a sus discípulos dice: “Padre nuestro que estás en el cielo….”.
Desde la encarnación y el evento pascual, se nos abrió otro y más profundo camino de comprensión. Comprensión que lleva a otra cosmovisión: vemos el mundo y la realidad desde otra perspectiva.
Es la visión mística y contemplativa que se abrió paso desde los primeros siglos del cristianismo en casi todos los padres de la iglesia, los monjes, los primeros teólogos. Visión que se fue perdiendo cuando el cristianismo se asoció al poder y al imperio a partir del siglo IV. A lo largo de la historia, hasta llegar a nuestros días, esta experiencia y visión se mantuvo en ocasiones y personas puntuales que fueron como los faros y los iconos de esta experiencia. Unos pocos nombres: San Benito, Isaac de Nínive, Simeón el Nuevo Teólogo, Nicolás Cabasilas, Hildegarda de Bingen, Juliana de Norwich, Francisco de Asís, Maestro Eckhart, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Thomas Merton, John Main.
Hoy en día esta experiencia que se transforma en visión está emergiendo como conciencia planetaria. Ya nos es experiencia individual o puntual, sino un signo de los tiempos, una etapa decisiva  en la evolución de la conciencia humana.
Esta cosmovisión se manifiesta no solo en las religiones y la espiritualidad, sino en todos o casi todos los campos del saber y de las actividades humanas: ciencia, política, arte, economía.
El fuerte sentido ecológico es uno de los ejes de esta cosmovisión.
La resistencia de lo viejo y del ego – individual y colectivo – es todavía muy fuerte. Podemos leer todos los sufrimientos y las dificultades de la humanidad del último siglo como el desesperado intento del ego de no perder el control.
Pero lo perderá, sin duda.
Podemos acelerar este proceso evolutivo aportando conciencia, sabiduría, visión.
Cada centímetro que le ganamos al ego a nivel individual, aporta a la conciencia colectiva y al despertar colectivo.
La fiesta de la ascensión nos proporciona las dos claves esenciales para crecer en esta conciencia y visión: Presencia y Unidad.
El Misterio nos atraviesa con su Presencia y todo está surgiendo – instante tras instante – de las profundidades de la Vida Una y del Amor Uno.
Entrenarse en esta visión es lo mejor que podamos hacer, para cada uno individualmente, para la humanidad entera y el Universo.

Quiero terminar con un trocito de uno de los textos místicos más antiguos de la humanidad, las upanishad, texto sagrado del hinduismo, escrito entre 800 y 400 años antes de Cristo.
No existe ningún otro vidente, excepto él, ningún otro oyente que no sea él, ningún otro observador excepto él, ningún otro conocedor, excepto él, este Ser, el gobernante interior, el inmortal.




sábado, 16 de mayo de 2020

Juan 14, 15-21




El Espíritu de la verdad permanece con nosotros y está en nosotros (14, 17): es la gran y buena noticia del evangelio.
Es la revelación más grande y el regalo más hermoso que Jesús nos hizo.
El Espíritu de la verdad permanece con nosotros y está en nosotros porque es nuestra identidad más profunda: ¡es lo que somos!
Nuestra identidad no tiene nada que ver con lo que llamamos “yo”: este pequeño e ilusorio “yo” es nuestra personalidad frágil, temporal, pasajera. Este “yo” es la manifestación en el mundo y en la historia de lo eterno: el Espíritu.
Espíritu es otro de los nombres del “Misterio sin nombre” que los cristianos llamamos “Dios” y que Jesús llamó “Padre”.
Todas palabras que apuntan a lo invisible e inefable: el Amor eterno que constituye nuestra verdadera y común identidad. Somos Amor manifestándose en nuestra persona concreta. La manifestación visible del Misterio no lo agota obviamente, sino que simple y maravillosamente lo revela desde un punto único y original: este punto es mi esencia, esencia que se manifiesta en el mundo – se vuelve visible – a través de mi persona. La persona y la personalidad son la visibilidad concreta e histórica de mi esencia invisible, el Espíritu.
Esta es la experiencia fundante de Jesús y de todos los sabios y maestros de la humanidad. Experiencia que Jesús expresa así: “el Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10, 30).
El camino espiritual es el camino de la disolución de nuestro pequeño “yo” en este Misterio de Amor que nos constituye, que constituye a todo lo real, y que está más allá de lo real.
La disolución del “yo” que nos da tanto miedo es la disolución del ego, de la identificación con la mente, para caer en la cuenta que nuestra identidad real y profunda es Amor. Amor que se expresará, manifestará, revelará a través de nosotros, dependiendo de nuestra capacidad de apertura, confianza y desapego.
Nuestra esencia espiritual es Una cosa sola con este Misterio de Amor y por eso lo que somos no puede nacer y no puede morir. Es nuestra esencia eterna que se manifiesta en nuestra persona y en nuestro viaje humano.
Recordemos lo que dijo Teilhard de Chardin: “no somos seres humanos en un viaje espiritual, sino seres espirituales en un viaje humano.
Por eso tal vez la metáfora del Espíritu es una de las menos inadecuada para expresar este Misterio maravilloso que nos desborda por completo.
Misterio que no comprendemos por exceso de luz, no por falta. Demasiada luz para nuestros ojos, demasiada luz para nuestra mente racional.
Por eso el silencio es maestro y guía. En el silencio la luz se nos hace más accesible, porque el silencio es humilde y no pretende atrapar a la luz. La mente en cambio es manipuladora y siempre pretende poseer el Misterio.
El versículo que cierra nuestro texto es de una belleza y profundidad inacabable: “El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él” (14, 21).
Jesús nos hace entrar en su conciencia y visión: circulo y plenitud del Amor.
Amor recibido y entregado. Amor que es la perfecta Unidad desde la cual todo continuamente está surgiendo y regresando.
Entrar en esta corriente de Amor es el llamado para cada ser humano, cada ser viviente, cada cosa.
Porque este Amor es lo que somos y es la esencia de cada cosa.
Solo el Amor es real, porque es desde el Amor que surge la Vida y porque el Amor todo lo engendra, lo constituye, lo sostiene en el ser.
Esta oración del místico sufí Rumi lo expresa maravillosamente:

¡Oh, Dios grande!,
mi alma con la tuya se ha mezclado,
como el agua con el vino.
¿Quién puede separar el vino del agua?
¿Quién, a ti y a mí, de nuestra unión?
Tú te has convertido en mi yo más grande:
ya no quiero volver a ser el pequeño yo.
Tú has aceptado mi esencia:
¿no debería yo aceptar la tuya?
Me has aceptado para la eternidad
de manera que yo no pueda negarte por la eternidad.
Ha penetrado en mí tu aroma de amor,
y ya no abandona mi médula.
Como una flauta permanezco entre tus labios
y como un laúd sobre tu regazo.
¡Sopla! Y yo emitiré suspiros.
¡Toca! Y yo vibraré en llantos.
Tú, aliento de mi corazón.



sábado, 9 de mayo de 2020

Juan 14, 1-12




El evangelio de hoy comienza con la invitación a la calma: “no se inquieten”, en otras traducciones “no pierdan la calma”.
La calma es un corazón sereno y en paz, un corazón que confía.
No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí”: creer es confiar. Este es el verdadero y fundamental sentido de la fe: la confianza.
Debemos de salir de una “fe mental” como asentimiento racional a una doctrina. Esta “fe mental” se denomina creencia y poco tiene que ver con la confianza.
La fe bíblica y la fe de Jesús se expresan en una confianza radical en la vida y en una Presencia amorosa que todo lo sostiene en el ser.
Esta confianza nos lleva a la calma. La calma, a su vez, alimenta y sostiene la confianza.
El evangelio es la narración de la confianza de Jesús.

Jesús nos abre su conciencia y nos comparte su experiencia. Estamos invitados a entrar en la misma y maravillosa experiencia del maestro de Nazaret.
Entrar en su experiencia es compartir su visión, ver lo que él vio.
Es palpitar con su corazón.
Hace años el gran teologo suizo Hans Urs von Balthasar (1905-1988) escribió un hermoso y místico libro: “El corazón del mundo”.
Este corazón es el corazón de Cristo que sigue latiendo. Es el corazón en el cual vivimos y que late junto al nuestro.
No hay más que un corazón y un latido: esta deliciosa percepción es la iluminación.
Todo late al ritmo del Corazón de Cristo: los miles de millones de corazones humanos y todas las infinitas formas de vida que habitan el planeta tierra y el Universo entero.
En este Corazón hay lugar para todos. Más aún: es nuestra Casa. “En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones” (14, 2).
El famosisimo versiculo 6 es el eje de nuestro texto: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto”.
Jesús nos muestra la profunda unidad de lo real. Todo es Uno y todo brota continuamente desde esta Unidad.
Entrar en la conciencia de Jesús es entrar en esta Unidad, en la Presencia amorosa desde la cual todo surje.
Camino, Verdad y Vida expresan maravillosamente esta Presencia amorosa que llamamos Dios. Jesús se percibe así porque se percibe Uno con el Padre.
Estamos llamados a percibir lo mismo que Jesús: esto significa “entrar” en su conciencia.
Jesús, como todos los grandes maestros de la humanidad, no guarda para sí mismo la experiencia fundante y central de su vida, sino que la comparte.
La comparte para que podamos vivir su misma experiencia y ver los mismos frutos en nuestras vidas: “Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre” (14, 12).
¿Cómo entrar en la percepción/conciencia de Jesús?
En este versiculo está la clave.
El Jesús historico ya no está presente. Su Presencia continua a través del Espíritu que todo lo llena y que se expresa, entre otras cosas, en los sacramentos de la iglesia.
Pero su Presencia continua esencialmente a través del Cristo interior. Este Cristo interior es nuestra propia esencia, es el lugar donde “somos uno” con Dios. Es la Vida de toda vida, el aliento de todo aliento.
Es nuestro fondo común, que al mismo tiempo, es el fondo de Dios, como afirmó Maestro Echkart.
Por eso el único camino a la conciencia de Jesús es el camino a nuestra propia conciencia.
Hay un punto, en las profundidades, donde nuestra conciencia y la conciencia de Jesús coinciden: es el Cristo interior, nuestro ser auténtico y verdadero.
Ahí residen la calma y la paz.
El camino hacia este lugar pasa necesariemente por conocerse: “Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto” (14, 7).
Conocerse a uno mismo es conocer a Dios y conocer a Dios es conocerse a uno mismo. Es el camino recorrido y subrayado por innumerables maestros de la humanidad.
No hay atajos.
Aprovechemos las oportunidades que la vida nos brinda para profundizar en el conocimiento. Regalemonos tiempos de calidad para conocernos.
Sabemos también que conocimiento y amor van de la mano: no podemos amar lo que no conocemos y no conocemos lo que no amamos. Son las dos caras de la misma moneda.
Vivir desde el Amor supone conocimiento y aprender a amar supone conocerse. Desde ahí brota el verdadero amor: pura libertad que reconoce la perfecta unidad de toda la creación.



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