sábado, 31 de diciembre de 2016

Madre de Dios y feliz año



Empezamos hoy un nuevo año y la iglesia nos invita a celebrar María bajo el hermoso titulo de “Madre de Dios”. Es muy consolador y estimulante empezar algo bajo la mirada y la protección de una Madre. Nos asegura el amparo y el sentirnos amados, cualquier cosa la vida nos presentará.

El titulo “Madre de Dios” nos conecta con el siglo V. Los primeros concilios de la iglesia se centraron en la persona de Jesús y su identidad. Fue el Concilio de Éfeso del 431 que definiendo al Maestro de Nazaret totalmente humano y totalmente divino aplicó coherentemente las consecuencias a María, definiéndola Madre de Dios.

Más allá de las definiciones teológicas lo que nos interesa y puede aportar concretamente a nuestra vida es el Misterio de la Unidad: el Principio que rige al universo es lo Uno. Principio que según las distintas tradiciones se expresa de muchas maneras. Los cristianos llamamos a este Principio “Dios”, “Amor”, “Vida” y los expresamos a través de Jesús y María: ambos reflejan admirablemente este Misterio. En ambos los cristianos no podemos ver lo humano sin ver lo divino. A menudo nos quedamos ahí, solamente venerando y admirando. Falta un pasito, el pasito esencial que la humanidad necesita urgentemente y que se está abriendo paso lentamente pero inexorablemente. Es el paso de la vida justamente: venerando, admirando, viviendo. Dando prioridad a lo último.

Jesús y María se viven. La veneración y la admiración tienen que dejar paso a la vida.

Jesús y María expresan y revelan lo que todos somos y lo que el Universo es. Hay que salir de la estéril y limitada visión de sus respectivas individualidades. El estilo devocional que marcó la iglesia con sus estatuas e imágenes por todos lados dificulta esta salida: la imagen sugiere una individualidad separada que en su sentido más hondo es totalmente ilusoria. Nos cuesta agrandar la visión porque nos cuesta salir de nuestra individualidad.

En realidad lo que llamamos “individuo” es manifestación original y única del Principio Único: el Amor que sostiene y engendra el Universo justo en este instante.
Jesús y María apuntan a nuestra identidad más honda, más allá de su manifestación temporal. Para nosotros cristianos son el reflejo más bello y la manifestación más lograda del Amor hecho carne e historia.

Los textos de la liturgia de hoy reflejan este Misterio. Particular luz nos viene de la carta de San Pablo a los Gálatas: “Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (4, 6).
El Espíritu que hizo de la carne de Jesús carne de Dios es el mismo y único Espíritu que fecundó a María, el mismo y único Espíritu que da vida al Universo. “El aliento de todos los alientos” como dicen los místicos.
Es el Espíritu que une y expresa admirablemente y misteriosamente lo Uno y lo múltiple: la Vida que solo existe con sus infinitas manifestaciones. El Espíritu que une lo Uno y Único con su manifestación y la expresa.
Una vida plena y feliz surge momento a momento de esta armonía terriblemente frágil y divinamente indestructible entre la percepción de nuestra común identidad y su manifestación original y concreta.

La maternidad de María es símbolo de todo esto. Porque la maternidad es Misterio divino más que humano, es certeza que el Amor ya venció, es puerto seguro donde ampararse cuando la tristeza y el dolor parecen quebrar la divina armonía que todo sostiene.

Una historia real lo confirma:
Philippa era una monja que cuidaba enfermos terminales. Había un paciente al que atendía que había sido traído al hospital bajo vigilancia desde la prisión local. Bill, de cuarenta y cuatro años, cumplía una larga sentencia por robo a mano armada, y estaba muriéndose por complicaciones del Sida y de la hepatitis C. No había querido que lo visitase su madre, porque se sentía avergonzado de su vida. Pero Philippa pudo ver debajo de esta vergüenza. Tras una conversación sincera con él, le convenció de que se pusiera en contacto con su madre. Varios días más tarde la madre llegó, débil, con más de ochenta años y una expresión de profundo dolor. Cuando la madre de Bill entró en la habitación, se encontró a su hijo, con el que no había hablado durante años, vestido con el atuendo de preso y esposado en la cama. Philippa temió que aquella mujer de aspecto elegante y severo pudiera mirar al hijo expresando su juicio y decepción. En vez de eso, simplemente se quedó de pie absolutamente serena mientras los dos se observaban de arriba abajo. En un momento las miradas se encontraron, y entonces las circunstancias y los sufrimientos, los roles y los atuendos desaparecieron. Philippa explicaba que la madre de Bill miró a su hijo como a un recién nacido, como un santo presenciando un milagro, con el corazón de todas las madres. Bill y su madre se contemplaron mutuamente apreciando la bondad original, el perdón, la eternidad. Estuvieron sentados juntos durante una hora agarrándose las manos. No era necesario decir mucho. Cuando la madre salió, Bill dijo que ahora podía morir en paz.

La maternidad es al abrazo que todo abarca, todo sostiene, todo ilumina.
Exactamente como Dios. Exactamente como María. Exactamente como vos.
¡Feliz año así!


sábado, 24 de diciembre de 2016

Navidad: el fracaso del amor






En este tiempo navideño los acontecimientos de la vida me llevaron a leer la misma Navidad en términos de fracaso.
“Fracaso” en el sentido más amplio: no solo como consecuencia de errores humanos sino también como vivencia de todas las limitaciones y condicionamientos que nuestra humanidad supone. El fracaso nos une como humanidad: ¿Quién en algún momento no experimentó el fracaso?
Navidad como fracaso: puede sonar medio extraño y medio fuerte, sobre todo en nuestra cultura occidental que vive la Navidad en términos comerciales y a la luz de poesía barata.
En realidad podemos considerar toda la trayectoria humana de Jesús de Nazaret a la luz del fracaso.
Justamente desde el inicio: su nacimiento que hoy celebramos.
Jesús nace como un refugiado, en la pobreza, entre paja y animales. No hay lugar para sus padres en las posadas. Fracaso.
Al poco tiempo ya es perseguido por la olas de rabia del poderoso de turno. Con su familia tiene que huir. Fracaso.
Adolescente se queda en el Templo y decepciona a sus padres. Fracaso.
Pasa los años de su juventud en el anonimato total. Un simple trabajador como tantos de su tiempo y de su tierra. Nada del éxito y la fama que nuestro mundo anhela. Fracaso.
Empieza a predicar por la polvorosas y calurosas tierras de Palestina. Pocos le siguen y menos le entienden. Fracaso.
A veces las multitudes lo aclaman. Pero lo aclaman desvirtuando su mensaje. Y Jesús se retira. Solo. Fracaso.
Los poderosos y religiosos de su pueblo que tendrían que tener más herramientas y sabiduría para recibir su mensaje son los que más le rechazan. Fracaso.
En un momento dado sus mejores amigos se quieren ir. Experimenta una profunda soledad. Fracaso.
Las autoridades políticas y religiosas le persiguen injustamente. No logran ver que su presencia y cercanía devuelve la vida y la alegría a la gente. Fracaso.
Es traicionado y dejado solo por sus más íntimos amigos. Fracaso.
Es juzgado, condenado, torturado por ser fiel a su conciencia y por hacer del amor el eje de su vida y su mensaje. Fracaso.
Muere solo en el terrible patíbulo de la cruz. En realidad está algo acompañado: dos delincuentes están con él. Fracaso.
Hasta percibe el abandono de su misma esencia, el “Padre” como él le llamaba. Fracaso.
Se puede leer así el recorrido humano del Maestro. Como así se puede leer la vida de cada ser humano.
De fracaso en fracaso. El triunfo y el éxito de este mundo que muy pocos experimentan no cambia el enfoque. Lo que el mundo define como triunfo y éxito es en realidad el simple maquillaje del fracaso. Las luces de los ricos, poderosos y famosos se apagan tristemente. La superficialidad y la apariencia no pueden esconder por largo tiempo la bendición del fracaso.
¿Qué ocurre entonces? ¿Por qué el fracaso se convierte – o se puede convertir – en bendición?
Porque el fracaso, y solo el fracaso, revela el Misterio de la Vida: la gratuidad del amor.
Jesús lo sabía. Jesús lo había descubierto, como todos los grandes espíritus que siguen inspirando caminos. Tenemos numerosos testigos de la bendición del fracaso: Buda, Gandhi, Madre Teresa, Martir Luther King, Charles de Foucauld…
Escondida bien adentro de la experiencia del fracaso se esconde la perla preciosa, la perla fina, la perla única: el amor.
El amor que da sentido al fracaso mismo y lo transforma es belleza y plenitud.
Necesitamos del fracaso. Necesitamos de su bendición.
Hay que aprender a fracasar para descubrir el amor. Como decía Samuel Beckett: “Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”. “Fracasa mejor”: es decir dale sentido al fracaso, descubre la bendición del fracaso.
La experiencia del fracaso es esencial. Nos enseña que el Amor no se logra. No se puede lograr porque es lo que somos, es lo que eres. No se merece el amor, no se puede merecer. Se vive.
El fracaso nos revela que todo es gratis, todo es un don, todo ya está salvado.
El fracaso nos revela que el secreto de la vida y la felicidad se esconde en la debilidad, lo pequeño, lo frágil, lo perdedor.
Ocurre entonces “el milagro de los milagros”: el fracaso se transforma en verdadero éxito y plenitud en el instante mismo que se acepta y se descubre que en su centro más íntimo se encuentra el amor.
En ese preciso instante – solo en este instante – la cruz se transforma en resurrección, el pesebre en autentica poesía, la debilidad en fuerza, la tristeza en infinito gozo.
Solo en este instante. Ni un segundo antes.
Por ese preciso instante la historia fracasada del Maestro de Nazaret se transforma en perenne luz y el niño de Belén en el Dios invencible.
Por ese preciso instante nuestras vidas salpicadas de fracaso se transforman en las melodías más bellas y se oye el único canto digno de escucha: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!” (Lc 2, 14).





domingo, 18 de diciembre de 2016

Mateo 1, 18-24


En el cuarto domingo de Adviento celebramos la maternidad de María y el evangelio nos presenta el relato de la concepción de Jesús. Mateo no nos transmite el relato de la anunciación que es exclusivo de Lucas. 

Mateo está más interesado en dejar patente el origen divino del hijo de María. Nuestro evangelista está muy atento a la Escritura y a las profecías intentando dejar en evidencia que en Jesús se cumplen las promesas de Israel.

En el texto de hoy aplica a la concepción de Jesús la profecía de Isaías (7, 14).
Es importante saber que relatos de concepciones milagrosas o divinas están presente en todas las mitologías y tradiciones espirituales de la humanidad.

¿Qué significa todo eso?

El anhelo de divinidad del corazón humano acompaña la historia de la humanidad en todas sus expresiones. Este anhelo de lo divino es el anhelo del regreso a casa, el anhelo del regreso a lo Uno. Todas nuestra experiencias de dolor tienen que ver con la sensación de separación.
Como dice el místico persa Rumi: “el peregrinaje al lugar de los sabios consiste en encontrar cómo escapar de la llama de la separación”.
Ya este simple dato nos tendría que llenar de alegría y llevarnos a profundizar.
San Agustín ya se había dado cuenta de todo eso cuando dijo: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

El ser humano es un puñado de emociones en busca del Infinito. Anhelamos el amor, la vida, la plenitud. En términos religiosos podemos usar la palabra “Dios”.
La revelación cristiana viene a confirmar este anhelo de eternidad y lo confirma a través de uno de sus Misterios centrales: la encarnación, la Navidad.
Encarnación y Navidad que podemos resumir bíblicamente concentrando todo en una palabra que Mateo utiliza: Emmanuel. Dios-con-nosotros.

La revelación cristiana que nos es regalada por todo un proceso histórico que encuentra su culmen en Jesús de Nazaret se centra en eso: unidad. Entre divinidad y humanidad no hay separación y lo que nuestros sentidos perciben como separado es superado e integrado en el Amor.
La realidad primera y originaria es lo Uno y Único, el Amor increado desde el cual surgen las diferencias y hacia el cual vuelven. Esta intuición es común a todas las tradiciones espirituales y religiosas de la humanidad: ¿por qué no ahondar y encontrarnos en eso en lugar de crear conflictos por defender posturas y creencias que solo son secundarias?
Para los cristianos, entonces, Jesús se vuelve paradigma y símbolo de toda la humanidad y de cada ser humano en particular. Lo que Dios hizo con y a través de Jesús lo hace con y a través de cada uno.

En su originalidad y unicidad todo es manifestación de lo divino.
Cada uno es Emmanuel: reconocer eso es despertar y vivir desde ya a partir de lo Uno que nuestro corazón anhela. Uno que es Vida y Amor. Vida y Amor que somos y en los cuales vivimos y morimos.



sábado, 17 de diciembre de 2016

Todo delante del pesebre





Hace pocos días un querido amigo y hermano de la vida – esos regalos inesperados que desbordan nuestra capacidad de comprensión – me planteó una cuestión a partir del pesebre que había armado en su casa.

El pesebre – pueden ver unas fotos – tiene “personajes” un poco originales y extraños a los clásicos pesebres de nuestra tradición cristiana.
Fijemos en estos extraños “personajes”: autitos de colección Hot wheels y superhéroes.

La cuestión era: ¿tienen cabida estos extraños personajes en el pesebre de Belén?

Más allá de los gustos personales, mi respuesta fue positiva. Diría que casi entusiasta.

Explico el porqué.

Por un lado me parece fantástico y necesario que se pueda personalizar la fe. 
La experiencia de fe que no pasa por nuestra carne y nuestra sangre quedará siempre algo exterior que difícilmente transformará y dará sentido a la vida. 

La importancia de la tradición me parece hay que entenderla de esa manera: el núcleo esencial de la experiencia de fe se mantiene expresándose en la existencia concreta en el aquí y ahora.
Concretamente y referido a nuestro tema: no podemos sacar del pesebre al niño Jesús, María y José. Ya no sería pesebre cristiano. Podemos agregarle nuestra vida, nuestras inquietudes, nuestros amores. Podemos y debemos agregarle nuestra existencia concreta, así como es en el momento presente.

En segundo lugar me parece muy valioso poner todo delante del pesebre.
Poner todo delante del pesebre es presentar y ofrecer toda nuestra vida a la debilidad de Dios.
El niño Dios es la revelación más sublime que lo que salva es la debilidad, no la fuerza. La cruz lo confirmará. La debilidad del amor se transforma en verdadera fuerza. No hay otra fuerza transformadora.
Entonces presentar todo, todo lo que somos y tenemos, delante del pesebre es un acto de valentía, un acto de confianza, un profundo “si” al Amor.

Podemos también presentar nuestros gustos más superficiales, ¿porqué no?
Podemos presentar lo que nos hace reír y descansar.
Podemos presentar nuestros hobbies, nuestra sana diversión, nuestras amistades, ¿porqué no?

Delante del pesebre todo cobra sentido. Todo asume su justo valor. También es posible que el pesebre nos revele algo que hay que dejar.
Pero la valentía primera y el acto irrenunciable es el ofrecimiento de lo que somos.

El simple reconocer y ofrecer va creando el espacio justo para los cambios necesarios.
En cada casa cristiana sería aconsejable tener siempre a la vista un pesebre: nos trae la Presencia de la vulnerabilidad del Amor y nos invita a reconocer la nuestra y ofrecerla.
Además el pesebre expresa el característico aporte cristiano a la humanidad: Dios se hizo y se hace carne. Entre humanidad y divinidad no hay separación. Hay plena y perfecta unidad.


El pesebre expresa todo eso y nos invita a vivirlo en el aquí y ahora de nuestras maravillosas existencias.

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