sábado, 16 de marzo de 2024

Juan 12, 20-33


 


Nos estamos acercando a grandes pasos a la celebración de la Pascua del maestro y la liturgia nos va preparando de a poco.

 

Aparece la angustia y la agitación en la vida de Jesús: “Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: «Padre, líbrame de esta hora? ¡Sí, para eso he llegado a esta hora!” (12, 27).

 

Es esa misma angustia que volverá más fuerte en el huerto del Getsemaní: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo” (Lc 22, 42-44).

 

Jesús, como todo ser humano, tuvo que enfrentar la angustia; esa angustia que a veces nos aprieta la garganta, nos cierra el pecho y puede convertirse en una ansiedad constante y en depresión.

 

Es la angustia de la puerta estrecha – “angustia” deriva justamente de “angosto” –, la angustia del mirar de frente a la muerte y al dolor, la angustia de sentirnos finitos y frágiles.

 

¡Qué fuerza y paz nos da, saber que Jesús mismo pasó por la angustia, la asumió y la convirtió en una puerta para el amor!

 

Enfrentar la angustia se convierte en un mojón esencial en nuestro camino hacia la libertad, hacia la Pascua.

La angustia surge del ego, porque es solamente el ego que tiene miedo, ese miedo que nace de la ilusión de la separación. El camino para trascender completamente la angustia no puede reducirse a un trabajo psicológico – a veces importante o hasta esencial – , sino que tiene que ir a la raíz, al alma, a la esencia, al Espíritu.

Sentarse con nuestro miedo al lado, sentarse con la muerte de frente; sentarse y mirar hasta que el miedo y la muerte se disuelvan, como fantasmas: un ejercicio de paciencia que puede durar años.

 

Tal vez en esto, se concentra el camino.

 

Cuando enfrentamos y trascendemos, aparece la luz. Esa luz que nos hace tomar real contacto con nuestra esencia: ¡somos uno con la Vida! ¡No hay separación!

El Padre y yo somos uno”, dirá el maestro.

Nuestra verdadera identidad no se reduce al cuerpo/mente. Hasta que nos quedemos ahí, la angustia nos acompañará fielmente, como el miedo.

 

Nuestra verdadera identidad está más acá y más allá de nuestro cuerpo/mente y desde siempre ese fue y es, el único mensaje de todos los místicos de todas las tradiciones espirituales de la humanidad.

Somos uno con la Vida Una y esta unidad se está revelando, manifestando y expresando en esta forma humana que conocemos y que llamamos “yo” o “personalidad”.

 

Por eso que alinearse con la Vida nos abre el “tercer ojo”, otra manera de percibir lo real.

Alinearse con la Vida es aceptación, agradecimiento, entrega.

Por eso Jesús puede decir: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” y “para eso he llegado a esta hora”.

No es una negación superficial y masoquista de la voluntad: es el descubrimiento de la Vida Una detrás de todo.

Ahora podemos entender mejor el famoso versículo: “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (12, 24).

 

La muerte es metáfora, como todo.

Lo que tiene que “morir”, es el ego.

Lo que tiene que “morir”, es nuestra percepción superficial de la realidad.

Lo que tienen que “morir”, son nuestros miedos y nuestros apegos.

Cuando todo eso “muere”, o sea, lo asumimos y trascendemos, estamos resucitando; aparece la Vida, se muestra lo que somos.

 

Rumi lo expresa bellamente:

Si pudieses liberarte, por una vez, de ti mismo, el secreto de los secretos se abriría a ti. El rostro de lo desconocido, oculto más allá del universo, aparecería en el espejo de tu percepción.

 


sábado, 9 de marzo de 2024

Juan 3, 14-21

 



El texto de hoy, en este cuarto domingo de Cuaresma, nos regala una de los versículos clave de todo el evangelio: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (3, 16).

 

Desde nuestra perspectiva mística no-dual, podemos aplicar este texto a nosotros mismos ya que, en Jesús, nos reflejamos todos y percibimos la Unidad fontal de lo Real.

 

Cada uno, cada ser humano, es una entrega de Dios y Dios se sigue entregando a través de ti.

 

Tu eres la entrega de Dios y, simultáneamente, Dios te entrega a ti mismo.

 

Somos la entrega de Dios y cada cual se recibe de Dios a cada instante, para vivir esta entrega.

 

Por eso que el camino espiritual va siempre en un doble sentido: hacia dentro y hacia afuera. Me recibo y me doy. No me puedo dar, si no me recibo.

 

Toda la vida de Jesús fue un constante recibirse amoroso de parte del Padre y un constante darse. El centro del camino espiritual es entrar – de a poco – en esta dinámica divina.

 

Entrar en la Vida eterna es vivir desde esta dinámica. No nos referimos a un supuesto “tiempo” después de la muerte. En Dios no hay tiempo y esta vida que experimentamos en el tiempo, en realidad es ya Vida eterna. Ya estamos en la Vida eterna, pero la estamos experimentando a través del tiempo.

Como experimentamos el espacio infinito desde un punto.

 

Cuando entramos en la dinámica de la entrega – me recibo y me doy – estamos en el Amor y, bien lo sabemos, cuando estamos en el Amor se termina el tiempo y se anula el espacio.

 

La vivencia del Amor nos hace vislumbrar desde ya la Vida eterna, nos hace tomar consciencia de que ya estamos en la Vida.

Desde el Amor y desde la Vida se cae todo juicio. Por eso el evangelio nos dice: “porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (3, 17). Y lo que vale para Jesús, vale también para nosotros. No estamos acá para juzgar el mundo y no estoy hablando de juicios morales. Es el juicio que nos pone en lugar de Dios: el mundo no debería ser así, la realidad no debería ser así, las reglas del Universo están mal, etcétera… en el fondo es el juicio que nos atrapa cuando no aceptamos la realidad que, en definitiva, refleja la tentación de ponernos en lugar de Dios. No estamos acá para juzgar, estamos acá para amar la realidad y extraer luz de la oscuridad, nuestra y del mundo. Esta es salvación.

 

El otro tema de nuestro texto gira alrededor del símbolo de la luz.

 

La luz vino al mundo” (3, 19), nos dice el evangelio, y sigue viniendo. El Espíritu que animó a Jesús, ese Espíritu que es luz, es el mismo Espíritu que te habita y que te ilumina.

 

Vivir en la luz, en este plano, no significa la búsqueda del perfeccionismo: una búsqueda imposible y que nos llevará a frustraciones y neurosis.

 

Vivir en la luz es vivir en la verdad. Y nuestra verdad es que tenemos también sombras.

Vivir en la luz entonces es aprender a reconocer, aceptar y transformar nuestras sombras y las sombras del mundo.

 

Si no hubiera sombra, ¿Qué estaríamos haciendo acá?

 

Estamos acá para asumir la sombra y convertirla en luz.

 

¿No es extraordinario?

 

Por eso no olvidemos las palabras de Rumi: “La herida es el lugar por donde entra la luz”. En palabras de San Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad.

 

Cada experiencia de oscuridad, dolor, dificultad, fragilidad es una invitación a descubrir la luz.

No apartemos la mirada de la herida, no apartemos la mirada de la debilidad: la luz entra por ahí.

 

 

 

sábado, 2 de marzo de 2024

Juan 2, 13-25


 


Hoy se nos presenta un texto complejo, un texto que nos devuelve una imagen de Jesús a la cual no estamos acostumbrados.

 

Es el texto conocido como “la purificación del templo”: Jesús entra en el templo de Jerusalén con un látigo y saca a todos los vendedores.

 

Y surge una interesante e inevitable pregunta: ¿Qué haría Jesús con todo el comercio actual que gira alrededor de los grandes santuarios cristianos, como Lourdes, Fátima, Guadalupe, San Pedro, Santiago de Compostela…?

 

La “purificación del templo” tiene una raíz histórica indudable, esencialmente por dos motivos: en primer lugar, es uno de los pocos acontecimientos relatados por los cuatro evangelistas y, por otro lado, como dijimos, transmite una imagen bastante violenta de Jesús que no le hace buena propaganda; si los evangelistas, que justamente escriben para que nos apasionemos a Jesús, nos relatan algo que aparentemente distorsiona su imagen amorosa, sin duda el acontecimiento ocurrió.

 

Intentemos penetrar en el sentido profundo del texto a partir de dos vertientes: violencia y templo.

 

Muchos comentaristas y estudiosos intentan de muchas maneras matizar el gesto de Jesús, evitando hablar de violencia y centrándose en su celo por el Padre y por el templo. Tenemos que ser honestos, cueste lo que cueste.

 

Derribar las mesas y sacar la gente a latigazos es un acto violento, hay que reconocerlo.

 

¿Por qué Jesús cae en la violencia?

 

Sugiero, brevemente, dos pistas.

 

Jesús, como todo ser humano, tenía ego. En este caso su ego le ganó y Jesús perdió el control. Me parece maravilloso… ¡Es como nosotros! ¡Es plenamente humano!

En segundo lugar, el texto nos invita a reflexionar sobre la violencia y a preguntarnos: ¿no existen situaciones que justifiquen cierta y puntual violencia?

 

Las madres y los padres, las maestras y maestros y todo educador lo saben.

Cuando el niño se empecina en no querer cepillarse los dientes, a veces no hay más remedio que obligarlo, usando cierta violencia, aunque no queramos llamarla así.

 

Cuando un niño se mete en un peligro no dudamos en usar cierta violencia para salvarlo.

Si unos ladrones intentan coparnos la casa o llevarnos a nuestros hijos, nos defendemos con violencia.

Cuando un peligroso delincuente es una amenaza pública, la policía tendrá que detenerlo con cierta violencia.

En ocasiones tenemos que “hacernos violencia” a nosotros mismos para controlar reacciones inoportunas.

 

 

Hay relatos bíblicos que sugieren que la pedagogía divina es, a veces, algo violenta. Para nuestro bien, obviamente… pero violenta.

Y no olvidemos, por último, la enigmática expresión del maestro: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).

 

Tal vez tenemos que asumir que, desde nuestra experiencia humana concreta y limitada, a veces hay gestos puntuales de violencia que son necesarios.

Reconocemos también que hay personas con un llamado radical a la no-violencia como, por ejemplo, Gandhi.

Sería interesante un estudio comparativo entre Gandhi y Jesús:

¿Qué hubiera hecho Gandhi en la situación de Jesús?

¿Qué hubiera hecho Jesús en la situación de Gandhi?

 

Pasamos al templo.

 

El evangelista Juan no le tiene mucha simpatía al templo, ya que, para él, el templo fundamental es la humanidad de Jesús. Recordemos la frase de Jesús a la samaritana: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre” (Jn 4, 21-23).

 

Las religiones siempre tuvieron y tienen la tentación de “encerrar” a Dios en los templos. Es la tentación siempre recurrente, de querer manipular y controlar el Misterio. Los peligros son muchos. En el cristianismo, esta tendencia de hace siglos, ayudó a crear la famosa y terrible brecha entre “fe” y “vida”: en el templo me “encuentro (supuestamente) con Dios” y afuera del templo la vida sigue alienada del corazón del mensaje evangélico.

 

Por eso que, desde siempre, la mística y los místicos son la voz crítica al encierro de Dios en los templos. Dios no puede ser encerrado… ni en templos, ni en culturas, ni en los corazones, ni en conceptos y teorías.

 

La mística abre. En estos tiempos revueltos y conflictivos es esencial volver a escuchar la voz de la mística.

 

Por eso terminemos escuchando a uno de los más grandes místicos del cristianismo, Maestro Eckhart:

 

El que posee a Dios, lo tiene en todos los lugares, en la calle y en medio de la gente lo mismo que en la iglesia, en el desierto o en la celda; con tal de que lo tenga en verdad y solamente a Él, nadie podrá estorbarle. ¿Por qué? Porque posee únicamente a Dios y pone sus miras sólo en Dios, y todas las cosas se le convierten en puro Dios.


viernes, 23 de febrero de 2024

Marcos 9, 2-10

 


 

En este segundo domingo de Cuaresma vamos a dejarnos iluminar por el hermoso texto de la transfiguración. Es un texto de una profundidad y un simbolismo únicos.

 

Jesús se lleva al monte a Pedro, Santiago y Juan. Los demás apóstoles se quedan a los pies del Tabor.

 

¿Jesús tenía preferencias?

 

San Pablo nos dice en la carta a los romanos (2, 11): “Y habrá gloria, honor y paz para todos los que obran el bien: para los judíos, en primer lugar, y también para los que no lo son, porque Dios no hace acepción de personas.

 

Como siempre la respuesta no puede ser definitiva, ni categórica. También Pablo cae en la contradicción cuando, por un lado, nos dice que los judíos están en primer lugar y después sugiere que “Dios no hace acepción de personas”.

 

Sin duda Jesús, como todo ser humano, tenía sus simpatías y sus amistades y, en este sentido, podemos hablar de preferencia. Esto no significa que su amor, obviamente, no fuera universal.

 

También podemos comprender la preferencia como llamado y misión. Jesús se lleva al Tabor a Pedro, Santiago y Juan porque ellos tienen una misión particular y tienen que vivir esta experiencia. Sospecho que los demás que quedaron al pie del monte, no habrán quedado muy conformes… otros textos evangélicos nos sugieren cierta rivalidad y celos entre los apóstoles del maestro.

 

Esta dinámica de rivalidad y celos continua en muchos casos adentro de la iglesia, casi siempre de manera proporcional a los lugares de poder y responsabilidad.

 

Por eso es fundamental comprender que la preferencia de Jesús va en el sentido de la vocación única y original de cada cual.

 

Por eso no tiene sentido la comparación. La madurez espiritual comienza cuando termina la comparación.

Lo fundamental es comprender el llamado único y original y ser fiel a este llamado. Cada llamado es un llamado a la plenitud, más allá de cómo se manifieste exteriormente: no hay ninguna diferencia entre ser Papa y ser la encargada de barrer el templo de la capilla más humilde del planeta.

La única diferencia radica en la respuesta a la pregunta: ¿Soy fiel al llamado único y original del Espíritu?

 

Para eso me parece maravilloso el símbolo de la carpa/tienda que nuestro texto nos ofrece.

 

Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»” (9, 5).

 

La carpa/tienda es un símbolo bíblico extraordinario y fascinante que hunde sus raíces en la cultura nómada pastoril de Israel.

En mi adolescencia y juventud escalábamos las montañas del norte de Italia con mi papá y mi hermano y, en ocasiones, llegados a la cumbre de la montaña, nos quedábamos en carpa de noche para poder disfrutar del amanecer.  

 

La carpa es intimidad, silencio, asombro.

 

Nos relata el libro del Éxodo:

 

Moisés tomó la Carpa, la instaló fuera del campamento, a una cierta distancia, y la llamó Carpa del Encuentro. Así, todo el que tenía que consultar al Señor debía dirigirse a la Carpa del Encuentro, que estaba fuera del campamento. Siempre que Moisés se dirigía hacia la Carpa, todo el pueblo se levantaba, se apostaba a la entrada de su propia carpa y seguía con la mirada a Moisés hasta que él entraba en ella. Cuando Moisés entraba, la columna de nube bajaba y se detenía a la entrada de la Carpa del Encuentro, mientras el Señor conversaba con Moisés. Al ver la columna de nube, todo el pueblo se levantaba, y luego cada uno se postraba a la entrada de su propia carpa. El Señor conversaba con Moisés cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo. Después Moisés regresaba al campamento, pero Josué –hijo de Nun, su joven ayudante– no se apartaba del interior de la Carpa” (Ex 33, 7-11).

 

También los Salmos nos proponen la imagen de la carpa/tienda:

 

Sí, él me cobijará en su Tienda de campaña

en el momento del peligro;

me ocultará al amparo de su Carpa

y me afirmará sobre una roca” (Sal 27, 5).

 

Abandonó la Morada de Silo,

la Carpa donde habitaba entre los hombres” (Sal 78, 60).

 

Y San Pablo nos recuerda:

Nosotros sabemos, en efecto, que si esta tienda de campaña – nuestra morada terrenal – es destruida, tenemos una casa permanente en el cielo, no construida por el hombre, sino por Dios” (2 Cor 5, 1)

 

Terminamos con la cita más contundente y esencial para nuestra fe cristiana:

 

La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).

 

La traducción más fiel al original sería justamente: “la Palabra se hizo carne y puso su carpa entre nosotros” o “acampó entre nosotros”.

 

¡Qué Misterio de Amor inefable!

Dios habita el mundo. Dios te habita. Tú eres su carpa.

Toma consciencia de esta verdad. Siéntelo. Tu vida se transformará.

 

 

 

 

 

 

sábado, 17 de febrero de 2024

Marcos 1, 12-15

 



En este primer domingo de Cuaresma se nos ofrece, como siempre, el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto y, en la versión de Marcos, el primer y gran anuncio del evangelio: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (1, 15).

 

El texto original griego subraya un matiz que se pierde en la traducción: el Espíritu “empuja” a Jesús al desierto. No es un simple “llevar”, como afirma la traducción. El texto griego sugiere que el Espíritu tiene que hacer cierta fuerza para llevar a Jesús al desierto.

 

La experiencia de Jesús es la nuestra y la nuestra es la de Jesús: instintivamente rechazamos la incomodidad, las pruebas, las dificultades.

Podemos decir que Jesús no tenía mucha gana de ir al desierto a pasar mal y este es un buen signo, un signo de salud mental.

 

Si en un desayuno nos dieran a elegir entre un pedazo de pan duro y por otro lado una suave y crocante tostada con mermelada, elegiríamos lo segundo obviamente.

 

El problema surge cuando la búsqueda de comodidad se instala y se vuelve lo único o lo prioritario. La tendencia normal a rechazar lo difícil y lo incomodo nos conduce al estancamiento y el sofá – real o simbólico – se convierte en nuestro sepulcro espiritual.

 

Por eso el Espíritu nos desinstala. El Espíritu es el gran desinstalador: nos saca de nuestras comodidades y nos empuja al crecimiento, a la búsqueda, a superarnos.

Cambia radicalmente la dinámica espiritual cuando nos buscamos nosotros las dificultades y cuando dejamos que sea el Espíritu que nos empuje y nos elija las dificultades.

 

La experiencia de Jesús en el desierto fue sumamente importante y transformadora.

Así también nuestras propias experiencias de desierto.

 

¿Acaso no crecimos en los pasajes más duros de nuestra existencia?

¿No hemos aprendido de nuestros desiertos?

 

Este es el camino que nos marca Jesús y el texto de hoy: dejarnos empujar por el Espíritu.

No estamos llamados o invitados a buscarnos neciamente los problemas y las dificultades, como tal vez invitaba, cierta espiritualidad del pasado. La vida no es una prueba a superar. La vida es un regalo hermoso a vivir y aprender a disfrutar de la existencia es también una tarea espiritual, a menudo no tan fácil como pareciera.

Este maravilloso regalo, para poder desarrollarse en plenitud, necesita del fuego del Espíritu, necesita de pasajes duros.

Es casi una regla del existir: se crece a través de las dificultades.

Hay algo de misterio ahí, pero es así y asumirlo nos instala en la paz.

 

El Espíritu es Él que sabe. Por eso, como ya lo subrayé, es mucho mejor dejar que sea Él que nos empuje, que nos elija los desiertos.

Cuando somos nosotros que nos elegimos los desiertos surgen los problemas: no crecemos, nos amargamos, nos entristecemos.

 

Cada cual es único y original. Cada cual tiene su propio y bellísimo desierto, donde el Espíritu nos hará florecer.

Por eso el camino espiritual justamente se centra en aprender a dejarnos empujar por el Espíritu; aprender a leer, detrás y en el fondo de nuestros desiertos, la Presencia amorosa del Espíritu que nos quiere conducir a la plenitud del Amor.

 

Vivirnos desde el Espíritu es la aventura más extraordinaria, una aventura que nos lleva al Corazón del Misterio, una aventura que nos conducirá de sorpresa en sorpresa y de asombro en asombro.

Una aventura que hará florecer hasta los desiertos más áridos.

Animémonos: de la mano del Maestro.

 

 

 

 

 

sábado, 10 de febrero de 2024

Marcos 1, 40-45


 


La lepra al tiempo de Jesús no era solo una terrible enfermedad física, sino también social: el leproso quedaba marginado y excluido de la sociedad y de los vínculos. El leproso se sentía solo y abandonado a su suerte. Por eso entendemos el grito desesperante que el leproso de nuestro texto le dirige al maestro: “Si quieres, puedes purificarme”.

 

Jesús se conmueve, nos dice Marcos.

 

Jesús se deja afectar por el dolor; su corazón es un corazón tierno, sensible, abierto. Jesús siente. No tiene miedo de sentir. El budismo subraya con fuerza que el ser humano es un ser sintiente. Estamos hechos para sentir, pero a menudo no queremos sentir y huimos. Nos desconectamos de nuestras emociones, nos desconectamos del sentir y perdemos la cita con la vida. La vida hay que sentirla. Jesús se abre, siente, asume sus emociones.

 

¿Y qué ocurre cuando nos dejamos sentir y no huimos?

 

Surge la compasión. El sentir nos abre a la compasión, porque la compasión vive en nosotros. La compasión va de la mano con nuestra propia esencia, porque nuestra esencia es común y compartida. Somos uno: por eso surge la compasión. Cuando sentimos no podemos quedar indiferentes frente al sufrimiento de otro ser viviente, porque lo percibimos como parte de nosotros, expresión del mismo Espíritu y de la misma Vida.

 

La compasión la podemos también entrenar, junto con el sentir. Podemos aprender a no huir frente a la realidad, al sufrimiento nuestro o ajeno. Podemos aprender a recibir sin miedo y con ternura, las emociones y los sentimientos que aparecen.

Todo esto, de a poco, nos irá haciendo más humanos, más completos, más integrales. Nos irá unificando con la Vida.

 

Y veremos milagros. El leproso se cura. La compasión cura, bien lo sabemos.

La compasión abre el espacio que permite la sanación. La compasión devuelve la dignidad y la consciencia de ser amados, así como somos.

 

Nos queda un detalle sorprendente para analizar.

 

Jesús ordena al leproso de no divulgar la sanación, pero el leproso curado, desobedece.

 

Me gusta y es muy sugerente esta sana desobediencia del leproso. El leproso no puede callar; su alegría desborda. Más allá de la sanación física, fue tocado, fue visto, fue amado.

¡Alguien lo vio, por fin!

 

La compasión de Jesús le devolvió su plena dignidad y lo reincorporó a la familia, a los vínculos, a la sociedad.

 

¿Cómo callar?

¿Cómo callar cuando el amor nos devuelve la vida?

 

La desobediencia del leproso curado, generó tanta vida que Jesús tuvo que esconderse en el desierto.

¡Cuántas personas se habrán encontrado con Jesús a motivo de la desobediencia del leproso!

Gracias a la desobediencia del leproso, muchos conocieron a Jesús y pudieron disfrutar también de sus palabras y del toque amoroso y sanador de su mano.

 

El Espíritu también actúa en la desobediencia y en la rebeldía.

 

Me imagino la sonrisa cómplice del maestro al enterarse de la desobediencia del leproso… tal vez fue uno de los acontecimientos que lo llevó a decir: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8).

 

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