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domingo, 20 de junio de 2021

 

         ¿Qué es el amor? 

¿Por qué nos cuesta amar y dejarnos amar?

 

La sensación de ser amado es una de las sensaciones más lindas y pletóricas. Tal vez la sensación más buscada y la que más nos da seguridad y paz.

En realidad el amor – el amor verdadero – es más que una sensación, un sentimiento, una emoción. Mucho más. El amor coincide con lo real; y lo real coincide con “lo que es” y “lo que es” a su vez, con “lo que está siendo”.  Por eso que una buena “definición poética” del amor podría ser: un paisaje completo. El amor es totalidad y si no hay totalidad no es amor. Por eso que cada amor “parcial” o “particular” – por personas, cosas, animales, proyectos, trabajos – tiene que ser escrito en el amor total, es una participación subjetiva a la totalidad. Es un matiz del paisaje.

El amor es. Solo el amor es.

La sensación es camino a la búsqueda y reconocimiento de que solo el amor es real y de que solo el amor existe.

Todos buscamos el amor, que seamos conscientes o no. Basta un mínimo de consciencia y honestidad para con uno mismo, un mínimo de lucidez, para caer en la cuenta de esta verdad universal.

Y no puede ser de otra manera. Somos amor. El amor nos constituye. Es nuestra esencia, nuestro destino, nuestra casa.

Pero, ¿qué es el amor?

¿Se puede definir?

Tal vez unas definiciones a nivel psicológico se pueden intentar. Pero su esencia se nos escapa continuamente, así como se escapa la realidad. Es sumamente interesante y sugerente que la física cuántica – por lo menos hasta el momento – no pueda “atrapar” lo que en mínima esencia constituye la realidad, es decir, los fotones. Cuando se observan se nos escapan. Es el “principio de indeterminación de Heisenberg” que podemos resumir así: no se puede determinar, en términos de la física cuántica, simultáneamente y con precisión arbitraria, ciertos pares de variables físicas, como son, la posición y el momento lineal. Dicho en términos espirituales: la divinidad, cuando queremos verla, se oculta.

No podemos atrapar el amor, así como no podemos atrapar lo real. Porque en el amor se oculta el secreto de la vida, el secreto de la divinidad. “Dios es amor” dice la Escritura y todas las religiones y las tradiciones espirituales de la humanidad asocian de una manera u otra la esencia divina al Misterio del Amor y de la bondad.

Decir que “somos amor” es reconocer nuestra procedencia, nuestro radical misterio y nuestro destino. Es reconocer que todo está bien y que ya somos salvados. No hay nada que temer. Por eso que la mística de todo tipo y color insiste en subrayar que “todo está bien y cada cosa está bien y cada cosa estará bien”, en palabras de Juliana de Norwich.

La mística es el camino para captar y percibir el paisaje completo. Por eso es tan esencial y por eso en la actualidad hay un retorno y una búsqueda de los caminos místicos. La humanidad está cansada de lo particular, de la fragmentación. Lo particular – el matiz del paisaje – no dio los resultados esperados y la plenitud tan anhelada. Solo el paisaje completo nos regala la plenitud y ubica cada cosa en su lugar y armonía.

La certeza de saber que “somos amor” no nos alcanza para transitar en este mundo y para poder vivir los pocos años que nos tocan con fecundidad y desde la paz.

En sentido estricto esta “certeza” no nos alcanza porque a menudo es una certeza más bien mental y no una comprensión integral, desde nuestras fibras más profundas.

Si esta “certeza” surgiera desde un conocimiento y comprensión integral – es decir si fuera vida – alcanzaría sin duda.

Seguimos profundizando.

Este misterioso amor que nos constituye se encarna en una estructura extremadamente frágil y débil: esencialmente en nuestro cuerpo y nuestra psique. Con todo lo que significa.

Nuestra esencia amorosa y espiritual se asocia a una determinada estructura psicofísica, sumamente limitada y limitante.

Esta estructura tiene la capacidad de oscurecer profundamente nuestra esencia amorosa. Aunque nunca la puede apagar.

A esta estructura limitada – cuerpo/mente – se suman más limitaciones y más desafíos: la familia, la cultura, la educación, las creencias, la religión o la no religión, la sociedad, etcétera.

Nuestra estructura limitada y los demás condicionantes llegan con tremendo poder a oscurecer nuestra profunda, eterna y verdadera realidad: somos amor.

¿Por qué ocurre esto?

¿Por qué a menudo es tan difícil el juego de la vida y el reconocer nuestra esencia amorosa?

En el corazón de esta pregunta se oculta – otra vez – el Misterio divino.

Dios quiere reconocerse en su esencia amorosa a través de nuestro esfuerzo de regreso de la estructura psicofísica personal a la esencia. Es el camino inverso de la creación.

En la creación Dios se exilió de sí mismo para crear un mundo “separado” e “independiente” de él. En realidad – es importante decirlo desde ya – está separación e independencia son relativas, ya que la creación y el Universo acontecen “adentro” de Dios mismo y son expresión y revelación del mismo Dios.

Ahora – “este ahora” único y eterno – es Dios mismo que está volviendo a casa a través de nuestro regreso consciente, a través de nuestro recorrido desde la estructura psicofísica a la esencia.

En realidad es Dios mismo que regresa a través de nosotros.

Solo en este proceso de exilio y regreso se puede dar la creación y nuestro existir.

El amor entonces es lo que somos y es nuestro regreso.

Todo el Universo y toda la historia de la humanidad es este proceso de manifestación de la esencia divina, de exilio y de regreso a Casa.

Nuestra esencia amorosa y divina se encarna en nuestra estructura psicofísica limitada y condicionada por el entorno.

El amor se achica, se oscurece, se oculta. Surge la búsqueda. Búsqueda a menudo inconsciente y casi siempre temblorosa, hecha de caídas, errores, sangre y sudor.

Buscamos el amor que somos, porque sabemos o intuimos que solo este hallazgo nos regalará la deseada paz y plenitud que anhelamos.

El caminante y peregrino que sube una montaña se puede perder, puede caerse y lastimarse, puede hasta no llegar a su destino, en la esplendida cumbre desde donde la vista se pierde en lo infinito y se enamora. Al final no importa mucho o importa relativamente. Porque el camino es la meta. El camino, y toda la montaña está indestructiblemente conectada a la cumbre. Los caminos son la cumbre que se hace camino. Y así las caídas, los extravíos, los cansancios del peregrino. La montaña es cumbre y camino y todo lo que ocurre en ella.

 

Somos caminantes y peregrinos que buscamos el “amor que somos”.

Nuestra historia personal es la historia de esta búsqueda y este regreso. No es una simple historia individual. Es la misma historia de Dios contigo y a través de ti. Recuerda que es Dios que vuelve a casa, a su esencia amorosa, a través de tu regreso.

Las limitaciones y los condicionantes nos hacen sufrir y no nos permiten ver: no es esto un problema, inicialmente. Es parte del juego, es parte del regreso. En el caminar es nuestra percepción limitada la que nos hace “perder” en las caídas y los extravíos. Hay que alzar la mirada y cambiar de percepción, una y otra vez. Una y otra vez.

Nuestra estructura limitada se tiene que expandir y se expande a través de todas las experiencia de la vida. Cuanta más expansión, más amor y más conexión con la esencia amorosa.

El amor es totalidad, como Dios es totalidad e infinitud. El amor, en su esencia, es infinito y total. No puede ser de otra manera. Este Amor infinito y total se limita a sí mismo cuando se encarna en nuestra estructura limitada y finita. Por eso el dolor, por eso el anhelo y el deseo.

¡Queremos serlo todo y para siempre! ¡Queremos ser Amor pleno, eterno, total! Y es lógico, porque lo somos. Simplemente ahora lo estamos experimentando y viviendo a partir de las limitaciones y restricciones que el mismo amor se puso, para poder crear y revelarse. En la creación – y por ende en todo lo creado – el Amor Infinito se autolimita. Sin esta autolimitación no podría existir nada “separado” de lo Infinito. Lo Infinito tuvo que restringirse para dar lugar a “otra cosa”. La luz infinita tuvo que oscurecerse para que se pudiera ver. Este mundo no es solo la revelación de Dios, sino su ocultamiento. En nosotros mismos Dios se limita y oculta: no podríamos soportar la luz.

 

Moisés dijo: Por favor, muéstrame tu gloria. El Señor le respondió: Yo haré pasar junto a ti toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor, porque yo concedo mi favor a quien quiero concederlo y me compadezco de quien quiero compadecerme. Pero tú no puedes ver mi rostro, añadió, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo. Luego el Señor le dijo: Aquí a mi lado tienes un lugar. Tu estarás de pie sobre la roca, y cuando pase mi gloria, yo te pondré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después retiraré mi mano y tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro.” (Ex 33, 18-23)

 

El regreso entonces es el camino de la finitud y limitación a lo Infinito e ilimitado. Por eso, amar es expandirse y englobar cada vez más, a más personas, aspectos, dimensiones, cosas.

Los limites del yo psicológico se ensanchan y van abarcando más y más. Se derrumban de a poco las limitaciones y la luz crece y la conexión con la esencia amorosa se hace más directa y más fácil.

Amar cuesta porque expandir los limites es derrumbar al “yo” y sus muros, sus apegos, sus falsas seguridades.

El “yo” quiere estar seguro y no quiere emprender el viaje de regreso. Se cree el dueño y se conforma con muy poco. Confunde la plenitud y el amor con posesión, seguridad, afectos, bienes, éxitos. Por eso, en realidad, nunca se conforma y quiere más y más… pero sufre porque está confundido y busca afuera lo que solo se encuentra adentro.

No hay que confundir esta expansión del amor, este romper los limites del “yo” para englobar más realidad, con la sensación o el sentimiento de amor. No podemos sentir “amor” por todos y con la misma intensidad… no es humano y no se nos pide esto.

“Amar a todos” y “amar todo” no significa “sentir” amor por todos y por todo.

Significa vivir desde la comprensión que todo es amor. En lo concreto cada uno hará su camino, un camino en el aquí y en el ahora, discerniendo y aceptando las limitaciones.

El amor incondicional es una comprensión espiritual, no es un sentimiento.

Estamos llamados a amar la totalidad y universalmente porque somos este mismo amor, pero no estamos llamados a “sentir” amor por todos (cosa además imposible) y tampoco a expresarlo y vivirlo de la misma manera, compromiso e intensidad.

 

Nos cuesta dejarnos amar. Tal vez nos cuesta más dejarnos amar que amar a los demás. Dejarse amar supone el reconocimiento de los limites, la finitud, la vulnerabilidad. El “yo” que se cree omnipotente y quiere serlo, no puede dejarse amar. No quiere dejarse amar. A menudo el amar a otros se convierte en una búsqueda peligrosa de sí mismo, donde el “yo” queda atrapado en el mismo egoísmo y la misma ceguera.

Dejarse amar es dejar que los demás, las cosas, la realidad me revele a mí mismo mi esencia amorosa y así me invite delicadamente al viaje de regreso.

 

Amar a los demás, en un movimiento sincero y auténtico, es regresar a la esencia amorosa. Dejarse amar es lo mismo.

Fundamental es la intención y la actitud interior. Es la honestidad consigo mismo.

Solo una honestidad psicológica e intelectual nos permite emprender el viaje de regreso y la expansión del amor, hacia fuera y hacia dentro.

Amar y dejarse amar entonces representan y significan la doble dimensión de la misma vida: dar y recibir. Exilio y regreso. Ir y venir. Es ley universal, ley de Dios y ley del amor. Ley que late en cada suspiro y cada instante de esta vida y este universo.

Amar y dejarse amar tienen un mismo y único objetivo: salir de la fragmentación y volver a la unidad, a lo Uno. Lo Uno es la Casa.

Se vuelve a casa a través de la fragmentación. Por eso también la fragmentación – que marca y expresa el mundo dual – es bendición. Gracias a sentirnos fragmentados y separados escuchamos el anhelo del amor y de lo Uno. Y el caminante hará la experiencia que este sentir es “solo un sentir”, el sentir que permite la vida y el manifestarse de la Luz. La realidad es que, desde esta misma Luz, desde lo Infinito, nunca existió separación. La ilusión de la separación es necesaria para nuestro existir, nuestro crear, nuestro amor.

La separación es ilusoria, la ilusión es real: ¡aquí otra paradoja esencial!

Intento aclarar más y mejor: la percepción de la separación, de estar separados de la divinidad, del cosmos, de los demás es una percepción errada o, por lo menos parcial. Ken Wilber habla del “manto sin costura del universo” y la física cuántica aclaró fehacientemente que todo es energía y hay un campo energético que une todo, como una “malla” invisible que todo une y sostiene. En esto podemos sin duda vislumbrar al Espíritu.

Cuando digo que la “ilusión es real” quiero expresar que en lo concreto de nuestra existencia y de nuestra cotidianidad vivimos como si la separación fuera real. La ilusión se hace real porque sino no podríamos vivir, ni comunicar, ni crecer, ni crear. La sabiduría de Dios nos supera por completo y está exquisitamente presente en cada detalle… ¡no podría ser de otra manera!

El proceso del vivir humano lo vivimos y experimentamos como real pero, de cierta manera, todo ya está custodiado y a salvo en el corazón de Dios.

 

El viaje de regreso es entonces un viaje desde lo Uno, en lo Uno, hacia lo Uno… atravesando la fragmentación. Por eso que, a nivel psíquico, las experiencias más extáticas y de plenitud son siempre experiencias de unidad. Cuando estamos enamorados, por ejemplo, “nos sentimos uno” con la persona amada. Normalmente esta primera percepción es superficial y necesita purificación y poder pasar a nivel más profundos. Por eso las crisis.

La experiencia de la unidad tiene que migrar de lo psíquico a lo espiritual, de lo exterior a lo interior, de lo particular a lo universal, de lo parcial a la totalidad, de las ramas a las raíces, de la apariencia a la esencia.

El movimiento del amor hacia fuera, del dejarse amar y conectar con nuestra esencia amorosa (nuestra más profunda y verdadera identidad) son un mismo y único movimiento. Los tres movimientos reflejan, para los cristianos, el dinamismo trinitario que también se revela en la percepción unitaria de las tres dimensiones de la realidad: cosmos, humanidad, divinidad.

Según las etapas de la vida un movimiento tiene prioridad sobre otro o se empieza por uno en lugar de otro. Pero siempre están presente los tres.

La conexión con nuestra esencia amorosa es la clave que nos instala en la paz y nos capacita y entusiasma para seguir creciendo, dando y recibiendo amor, dando y recibiendo luz.

 

 

lunes, 7 de octubre de 2019

La ternura salvará al mundo





En estos últimos días la Vida me regaló presenciar distintos y profundos momentos de ternura. ¡Qué agradecido estoy!
Me acordé de la sentencia del genial novelista ruso Dostoyevski (1821-1881): “La belleza salvará al mundo” y me atreví a transformarla en: “la ternura salvará al mundo”.

No hay edad para la ternura: unas manos cansadas y arrugadas que acarician otras y más jóvenes manos y al revés… la fresca sonrisa de una niña, unas miradas llenas de amor, un abrazo, una palabra, un gesto. Siempre hay espacio para la ternura.
Tal vez hay dos etapas en la vida humana que necesitan y requieren más ternura: la niñez y la vejez. Son etapas de vulnerabilidad y fragilidad, donde la ternura puede jugar un papel sanador y reconciliador.

De todas maneras la ternura es realidad humana, profundamente humana. No podemos vivir sin ternura y una sociedad o un grupo humano que no deja espacio a la ternura está próximo a desaparecer.


La ternura se refleja en la creación entera y la podemos vislumbrar y descubrir en todo momento. La creación emana ternura, en cada instante y en cada detalle. Basta estar abiertos y atentos.

La ternura manifiesta la belleza y la gratuidad del amor.
La ternura revela el rostro femenino y materno del Amor.
La ternura es el Amor que se hace pequeño y se conmueve.
Es la sensibilidad del Amor.
No hay amor sin ternura como no hay ternura sin amor.
La ternura puede convertirse en la fuerza transformadora del corazón humano y de la sociedad. La ternura es resurrección.

La ternura se entrena y se puede desarrollar, como cualquier otra dimensión espiritual humana.
Basta salir de los miedos y abrirse. La ternura está ahí, siempre. Porque la ternura es otro nombre de nuestra esencia, es otro nombre del Ser que nos alienta y nos hace ser. La ternura es otro nombre del Misterio divino. Tal vez el nombre más lindo.


viernes, 19 de abril de 2019

¿Arde el Amor?




La Semana Santa 2019, probablemente, quedará marcada por el incendio de la Catedral de Notre Dame de París.
Una Catedral que no es solo una catedral: es símbolo, historia, arte, cultura, fe.

Ardió Notre Dame bajo el implacable fuego. Ardió Notre Dame, en otros tiempos ardió Roma y hoy en día siguen ardiendo hogares, victimas de la pobreza o la guerra. También se caen aviones, descarrilan trenes, chocan autos, se sacude la tierra, se agitan las aguas y el egoísmo humano sigue generando sufrimiento inútil.

Ardió Notre Dame: tanto dolor, tanta amargura, alguna polémica como siempre y tantas preguntas sin respuestas.

¿Qué enseñanza nos deja el incendio devastador?
¿Qué nos hace vislumbrar la Pascua entre llamas y humo?

Todo es frágil y pasajero. Basta un poco de fuego, un descuido. Basta poco, realmente muy poco, para que una existencia se apague, una flor se marchite, una Catedral se derrumbe, se calle la sonrisa de un niño, barrios enteros desaparezcan.
La apariencia de este mundo es pasajera” (1 Cor 7, 31), recuerda Pablo.

Es la hermosa fragilidad de la existencia misma, la maravillosa fragilidad del vuelo de las mariposas, del canto del ruiseñor, de la colorida hoja otoñal que se desprende y cae.  
Fragilidad que se convierte en hermosa y maravillosa cuando es reconocida, amada, asumida.
Fragilidad que invita a vivir la existencia con liviandad y desapego.

La liviandad del ser que no tiene nada que ver con superficialidad o falta de responsabilidad. Es la liviandad de la gratuidad, de quien recibe el existir como regalo y lo entrega, día tras día, sin quejas ni afán de posesión.
Es la liviandad de quien pisa la tierra con respeto y ternura, de quien mira la realidad con amor, de quien se tiñe de paciencia, de quien honra a todo ser viviente.

El desapego de quién ha conocido al Amor y se ha entregado a Él. El desapego de quien ha aprendido a soltar todo, para vivir el presente en su plenitud y belleza.
El desapego de quién vive de lo invisible, de quien se deja respirar. El desapego de quien descubrió el Ser eterno que late en el seno mismo de la fragilidad.

Así, es Pascua. Así sopla el Espíritu eterno que alienta en la fragilidad, la sostiene y en ella se expresa y en ella, también, arde.
Entonces la pregunta que la fragilidad nos hace se hace más esencial: ¿arde el Amor? ¿Arde en ti, el Amor?

Más allá de todo lo que se muere, derrumba y cae, ¿arde el Amor?
Seguirá existiendo la fragilidad y seguirán derrumbándose catedrales.
¿Arde el Amor que no se derrumba?
Esta es la pregunta pascual y la única pregunta a la cual vale la pena responder.
El fuego consumió Notre Dame y consume nuestros días. Otros fuegos y otros incendios afectan a nuestras existencias.

¿Somos lo suficientemente sabios para aprender de estos fuegos?
¿Somos lo suficientemente sabios para transformar estos fuegos en el Amor que arde y no consuma (Ex 3, 2)?
Es este el Amor Pascual. Es este el Misterio de Cristo resucitado que late en cada rincón de fragilidad.
Es este el mensaje pascual que resuena glorioso: en el seno mismo de la Cruz, invisible y silencioso, arde el Amor y en la oscuridad y en el silencio del sepulcro, arde la Vida.
En el corazón de la fragilidad y el dolor humano, habita lo único real: el Amor. ¿Ya lo viste? ¿Estás en Casa?
¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!



viernes, 25 de mayo de 2018

Vida pura en el Espíritu


“Nuestra vida debería ser tan pura como para no necesitar de ninguna ley escrita: la gracia del Espíritu Santo debería sustituir los libros, y así como estos están escritos con tinta, nuestros corazones deberían estar escritos con el Espíritu Santo.
Solo porque hemos perdido la gracia, tenemos necesidad de utilizar normas escritas. Pero cuanto mejor sería la otra manera, nos lo ha mostrado Dios mismo: en efecto, a sus discípulos Jesús no dejó nada por escrito, sino que les prometió la gracia del Espíritu Santo: “El – les dijo – les sugerirá todo!”, y ya antes, por boca del profeta Jeremías, Dios había dicho: “Haré una nueva alianza, y la escribiré en sus corazones!”; y también San Pablo, queriendo expresar esta misma verdad, decía haber recibido la ley “no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, es decir, en su corazón”.
De modo que nuestra vida debería ser tan pura que, sin necesidad de escritos, nuestros corazones estuviesen siempre abiertos a la guía de Espíritu Santo. Como los apóstoles, que bajaron del monte no llevando – como Moisés – tablas de piedra en sus manos, sino llevando el Espíritu Santo en sus corazones: y porque se habían convertido, por su gracia, en ley y libro vivo!”
Juan Crisostomo (347-407)

Juan de Antioquía es uno de los grandes padres de la iglesia. “Crisostomo” – significa “boca de oro” – es un apodo que le fue dado por la brillantez de sus homilías y su capacidad oratoria. Fue patriarca de Costantinopla desde el 398. También fue perseguido y exiliado.
Crisostomo nos regala hoy un texto exquisito y de una profundidad insospechada: había visto bien, había comprendido el núcleo del evangelio. Por una serie de motivos – históricos y teológicos –  el cristianismo y la iglesia se fueron alejando de esta visión espiritual y mística. Las leyes, las reglas, las doctrinas, los catecismos, los documentos y un sinfín de palabras se fueron apoderando del cristianismo, reduciéndolo a religión, rito, culto y a un moralismo deshumanizante.

Obviamente el Espíritu no se puede embretar y a lo largo de los siglos hubo sabrosas y numerosas excepciones. Esta es la verdadera historia de la iglesia: historia de santidad y espiritualidad.

La crisis del cristianismo y de la iglesia es la crisis de esta manera estéril y superficial de vivir el evangelio. Es la crisis de la forma que ya no es fiel a la esencia. Es la crisis de una huida hacia el exterior y lo superficial.
Está surgiendo una nueva espiritualidad y una nueva mística: nueva en cuanto a la expresión, antigua porque es la misma de Jesús y de Crisostomo.
Hemos perdido la gracia” anota nuestro autor. La perdimos porque salimos de Casa – la parábola del Padre misericordioso es un maravilloso ícono – siguiendo los deseos compulsivos de nuestro ego. Pero en realidad es una perdida ilusoria, por cuanto dolorosa pueda ser y por cuantos efectos negativos pueda producir.
Como dice Maestro Eckhart: “Dios está en casa, somos nosotros que salimos a dar un paseo”. Es la tremenda verdad de toda la mística.
Dios está siempre ahí. El Amor está siempre disponible. La Presencia está siempre presente. El proceso evolutivo de la humanidad – y con ella del cristianismo – recorrió el camino que va desde el corazón a la mente. En otras palabras: desde la interioridad a la exterioridad (la mente es siempre “externa” a la consciencia), desde el silencio a las palabras.
Es hora de recorrer el camino inverso, con todo lo aprendido.
Es el momento de volver a Casa: de la mente al corazón, de lo exterior a lo interior, de las palabras al silencio, de la voluntad al amor, de las formas a la esencia, de lo visible a lo invisible.

El lenguaje queda corto. Como siempre. El lenguaje – y con él todo lo que se puede expresar – es un simple indicador, el dedo que apunta a la luna. Nunca la verdad. La verdad – por definición – es siempre inaprensible.  

Retoma prioridad absoluta la experiencia: el amor vivido, tocado, palpado. Que fue – sobraría decirlo – lo central de la vivencia cristiana: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos” (1 Jn 1, 1).
Eso hace falta, urgentemente. Sobran palabras, leyes, documentos, dogmas y catecismos. Y – a menudo – falta el amor: “hay que practicar esto, sin descuidar aquello” (Mt 23, 23).
Falta “la vida pura” de Crisostomo: vida pura que poco tiene que ver con una intachabilidad moral, por lo menos en primera istancia.
Es la vida pura de la verdad de sí mismo, la vida pura que es aceptación humilde de sí mismo y por ende aceptación del otro.
La vida pura de quien se conoce a sí mismo y tuvo experiencia de lo divino.
La vida pura de quien se atreve a dejar las seguridades que otorga la ley -¡a que precio! – para adentrarse en los caminos muchas veces oscuros de la incertidumbre del amor.
La vida pura que da prioridad absoluta a las más genuinas expresión del amor: la acogida sin juicio, el abrazo fraterno, la mirada transparente, la palabra sincera. Realidades imposibles para quien prioriza dogmas y doctrinas.

La vida pura es para valientes. Es para gente libre. Hay que atreverse: dejar seguridades, comodidades y confiar. Confianza y amor van de la mano, como miedo y esclavitud.
Es hora de regresar al Espíritu, a la interiorad, a la esencia, al Ser.
Jesús lo había sugerido: “Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre” (Jn 4, 23).

“Palpada la esencia” y “vista la luz” lo demás recobrará su justo sentido y valor: también las palabras, los dogmas, los documentos y los catecismos.
Una vez estemos en Casa, todo se transformará en manifestación, revelación y expresión del Amor.







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