“Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (14, 26).
Así empieza nuestro texto.
¿No notan algo extraño?
¿No les deja un sabor amargo?
Piensen un poco, antes de continuar leyendo…
Sigamos, entonces.
Hay por lo menos dos aspectos que tendrían que llamarnos la atención e invitarnos a una lectura más profunda del texto; una lectura en el Espíritu y desde el Espíritu.
Por un lado, es muy extraño que Jesús exija amor: “¡Tienen que amarme!”. No va muy en línea con su entrega, sus gestos, sus enseñanzas. Parece bastante egocéntrico.
Una cosa es que Jesús diga: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 37-40) y otra, bien distinta es: “¡Me tienen que amar a mí!”
Jesús no se pone en el centro. Nunca se puso. En el centro solo está Dios: “¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno” (Mc 10, 18). La referencia constante de Jesús es el Padre y al Padre.
Por otro lado, suena también extraña esta invitación a posponer – o poner en segundo plano – los afectos más importantes de nuestra vida. No creo que hubiera sido esta la intención del maestro. También porque no refleja – y hasta se opone – a uno de los principales mandamientos: “Honra a tu padre y a tu madre”.
Recordemos este pasaje muy fuerte, donde justamente notamos como Jesús insiste sobre el cuidado de los padres y critica la postura hipócrita de algunos fariseos: “Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y además: El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte. En cambio, ustedes afirman: «Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro «corbán» – es decir, ofrenda sagrada – todo aquello con lo que podría ayudarte...» En ese caso, le permiten no hacer más nada por su padre o por su madre” (Mc 7, 10-12).
Lo que Jesús está afirmando, es justamente lo opuesto a lo que parecería a una lectura superficial de Lucas 14, 26: no podemos posponer el amor a los padres, por una presunta prioridad del amor hacia Dios.
Y, subrayémoslo otra vez: Jesús, como buen judío y excelente rabino, observaba los mandamientos y los enseñaba.
Así que, con toda probabilidad, nos encontramos acá con una relectura teológica del evangelista que también podemos rastrear por la referencia a la cruz, signo evidente que no fueron palabras de Jesús. Jesús no sabía que iba a terminar en la cruz… Lucas, que escribe después de los acontecimientos pascuales, tenía los hechos y, por eso, pudo hacer referencia a la cruz.
¿Cuál es el mensaje esencial que se oculta?
Jesús, como todo místico y maestro espiritual, nos abre el camino al descubrimiento de nuestra más profunda identidad. Lo mismo que hace el Espíritu, inspirando al evangelista e inspirándonos a nosotros hoy. El mismo y único Espíritu que conducía a Jesús, inspiraba a Lucas y nos ilumina a nosotros hoy.
El Espíritu sugiere: el amor es tu identidad, lo eterno es tu casa, lo infinito te habita.
Cuando descubrimos y “tocamos con mano” todo esto – lo que llamamos experiencia – todo se transforma y todo encuentra una divina armonía, armonía que no se quiebra con las dificultades y el dolor.
Si vivimos desde la raíz, desde lo que somos, no habrá oposición en el amor, sino unidad y belleza. Terminaremos con las comparaciones absurdas, con las cuales estropeamos el amor.
¿Amar más a Dios o a mis hijos?
¿Amar más a mis padres o a mis hermanos?
¿Amar más a mi pareja o mis amigos?
Creo que entiendan lo absurdo y dañino de este planteamiento.
El Amor es Uno, porque Dios es Uno.
Es el mismo y único Amor, que se revela de maneras distintas y nos pide manifestaciones distintas, niveles distintos, expresiones distintas. Pero la distinción siempre surge del Amor Uno y regresa al Amor Uno.
Entendemos entonces la posterior invitación del evangelio al discernimiento: “¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?” (14, 28).
El amor se convierte en sabiduría, en capacidad de discernir, de calcular, de elegir. El amor entra al servicio de la vida, de la plenitud a la cual estamos llamados. El amor involucra todas las dimensiones de la vida y de nuestra humanidad: cuerpo, mente, espíritu, materia, sociedad, relaciones, naturaleza, anhelos, proyectos, pasado, presente y futuro, alegrías y dolores.
Todo cobra sentido, un sentido divino. Todo el amor se convierte en camino de crecimiento, en belleza y armonía.
Es el milagro que ocurre cuando dejamos de insertar la dualidad en el Amor: ¿esto o aquello? ¿más o menos?
Es el milagro de lo Uno y la Unidad: esto y aquello. Punto.
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