sábado, 29 de agosto de 2020

Mateo 16, 21-27

 

 

 

Se nos presenta hoy un texto duro y que insiste en la paradoja evangélica.

Podemos suponer con suficiente certeza que las fuertes palabras que Jesús dirige a Pedro, salieron de la misma boca del Maestro: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (16, 23).

Mateo no se hubiera atrevido a transmitirnos palabras tan duras si no hubieran sido realmente pronunciadas por Jesús.

Son palabras tajantes que nos pueden sorprender, porque rompen la imagen evangélica de Jesús a la cual estamos más acostumbrados: un Jesús sereno, pacifico, atento, paciente.

 

¿Por qué Jesús reacciona tan duramente, casi violentamente?

Jesús, con toda probabilidad, percibe las palabras de Pedro como una amenaza a su fidelidad al Padre y a su misión.

Jesús se ha descubierto a sí mismo, a descubierto su misión y quiere ser fiel. Jesús percibe la voluntad del Padre no como algo externo o impuesto, sino como la voz de la conciencia, lo mejor de sí mismo, su don único y original. Sabe que la plenitud de la vida y la fecundidad de su misión dependen de ser fiel a esta voz y a su propia esencia.

Por eso su respuesta a Pedro fue tajante: ¡no me apartes de mi verdad! ¡No me distraigas!

Cuando está en juego la fidelidad a la propia verdad hay situaciones que exigen firmeza.

Tal vez en este sentido, hay que leer estas misteriosas palabras de Jesús: “el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt 11, 12).

 

Quiero recordar y subrayar que la voz de la conciencia tiene absoluta prioridad sobre otras voces.

El Santo Cardenal John Henry Newmann (1801 – 1890) hablaba de la conciencia como “el primero de todos los vicarios de Cristo” y esa misma cita la encontramos también en el catecismo de la iglesia católica al numero 1778.

 

Nos acostumbraron y nos hemos acostumbrado a no escuchar esta voz esencial, a obedecer con superficialidad y exterioridad y a seguir ciegamente los rebaños.

Sin duda esta es una opción más cómoda: esta “obediencia exterior” nos facilita la vida, las decisiones y nos da la oportunidad de descargar la responsabilidad sobre los demás, en general sobre la autoridad.

La primera y verdadera obediencia es la obediencia a nuestra propia verdad, a nuestra esencia, a ese lugar donde nos experimentamos uno con Dios.

La experiencia mística cristiana sugiere desde siempre que no existen “dos voluntades”: la de Dios y la nuestra. Desde la profunda unidad – la experiencia no dual – podemos percibir también una sola voluntad, divino-humana.

La metáfora y la comparación con la luz puede ayudarnos a comprender.

“Tu luz, Señor, nos hace ver la luz”, afirma el Salmo 35.

No vemos la pura luz, vemos las cosas iluminadas. Una sola y única luz, múltiples objetos iluminados.

 

Cuanto más nos acercamos a nuestra verdadera identidad y a nuestra esencia, más viviremos de acuerdo con esta voluntad y más se manifestará en nuestra estructura psicofísica.

En este sentido, “hacer la Voluntad de Dios” corresponde, ni más ni menos, en ser fiel a uno mismo.

Ser fiel a uno mismo no es – conviene aclararlo – ser fiel a los propios caprichos, a las propias ideas u opiniones.

No existe este tipo de fidelidad, justamente porque el objeto de esta fidelidad es algo ilusorio: el “yo”.

La fidelidad es a nuestra propia esencia, a nuestro ser, más allá y más acá del yo…

Eso vivió Jesús.

Esa fidelidad lo llevó a la entrega constante de la vida, hecha con serenidad y alegría.

La paradoja central evangélica es justamente esa.

El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará” (16, 25).

En la expresión de Jesús, “querer salvar la vida” es intentar vivir desde el ego, las ideas, las opiniones. Querer vivir aferrados al sentido ilusorio de identidad que nos proporciona el ego y que se mueve en la doble dirección del “apego” y la “aversión”.

 

“Perder la vida” en cambio es vivir desde la entrega amorosa que justamente arranca desde el descubrimiento del Amor que nos constituye y nos hace ser y de la fidelidad a ese mismo Amor.

“Perder la vida” se convierte entonces en un fluir amoroso con la Vida y desde la Vida.

Ya no hay “apego” ni “aversión”, sino solo entrega apasionada, serena y libre.

Somos fieles al Amor que somos y, siendo fieles al Amor, somos fieles a la expresión única y original del Amor que se revela en nuestra estructura psicofísica.

Somos “la Voluntad de Dios”: somos un inconfundible rayo de la misma y única Luz.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

viernes, 21 de agosto de 2020

Mateo 16, 13-20

  

El texto que se nos presenta hoy es un texto clave en el cristianismo primitivo ya que hace referencia a la identidad de Jesús; identidad de Jesús que fue el eje de los primeros Concilios ecuménicos de la iglesia.

En primer lugar es fundamental tomar conciencia que el texto refleja la fe de la comunidad del evangelista: las palabras de Pedro y de Jesús no podemos tomarlas en su sentido histórico o literal, sino como expresión de la fe de una comunidad.

Esta lucidez y comprensión nos libera del fanatismo dogmático y de interminables cuanto inútiles discusiones.

Jesús nunca hubiera pronunciado las palabras que Mateo pone en su boca en nuestro texto. El valor y la importancia de nuestro texto – como de cualquier texto – no depende tanto de su historicidad, sino de su valor simbólico actual y de la capacidad de generar una experiencia.

A lo largo de la historia, la iglesia se inclinó casi siempre a una interpretación literal y dogmática de estos textos para defender – consciente o inconscientemente – su poder y su control sobre los cristianos.

Ya no es posible esta postura y son muy pocos los fieles que continúan aferrados a esta visión. La mayoría está despertando y necesita otro alimento, otra interpretación, otra fidelidad a los textos y a la vida.

Liberados del dogmatismo se nos regala el don del Espíritu para reinterpretar los textos y crecer en comprensión y en auténtica fidelidad, no a la letra, sino justamente, al Espíritu.

Recordamos la admonición de San Pablo: “la letra mata, pero el Espíritu da vida” (2 Cor 3, 6).

 

Hecha esta fundamental aclaración podemos acercarnos al texto con serenidad, apertura y confianza.

 

La comunidad de Mateo se pregunta sobre la identidad de Jesús y las respuestas que el evangelista ofrece en su relato – citando a Juan Bautista, Elías, Jeremías – apuntan en la dirección del profeta: Jesús sin duda fue reconocido como un profeta. Un profeta era alguien que había tenido una profunda experiencia de Dios y la compartía con libertad y valentía.

Como Jesús estamos llamados a ser profetas: hombres y mujeres de Dios, hombres y mujeres que viven de la experiencia de Dios y se dejan guiar por el Espíritu.

La pregunta clave del texto es la que Mateo pone en los labios de Jesús y hoy se nos dirige a nosotros: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” (16, 15).

La pregunta sobre la identidad de Jesús es la misma pregunta sobre mi propia identidad: ¿Quién soy yo?.

¿Quién es que responde a la pregunta de Jesús?

No podemos contestar la una sin la otra. No podemos entrar en una busqueda sin entrar en la otra.

En el camino espiritual del hinduismo la pregunta “¿quién soy yo?” es la clave, el centro del camino y de la búsqueda espiritual.

La pregunta de Jesús “¿quién dicen que soy?” y la pregunta “¿quién soy yo”,  son preguntas que, en el cristianismo, hemos olvidado o hemos encerrados en conceptos teológicos y filosóficos, perdiendo la centralidad de la experiencia directa.

 

La pregunta “¿quien soy yo?” es la pregunta más importante de la existencia y de toda vida humana. Es “La Pregunta” que tiene que acompañarnos a lo largo de nuestra aventura y experiencia humana.

 

¿Quién dicen que soy?, pregunta Jesús. Es fundamental salir de los conceptos y las formulas aprendidas para poder dar una respuesta vital, encarnada, efectiva y transformadora.

Como afirma José Antonio Pagola:

“Por desgracia se trata con frecuencia de formulas aprendidas a una edad infantil, aceptadas de manera mecanica, repetidas de forma ligera y afirmadas verbalmente más que vividas siguiendo los pasos de Jesús. Confesamos a Cristo por costumbre, por piedad o por disciplina, pero vivimos con frecuencia sin captar la originalidad de su vida, sin escuchar la novedad de su llamada, sin dejarnos atraer por su amor apasionado, sin contagiarnos de su libertad y sin esforzarnos en seguir su trayectoria.”

 

La respuesta que Mateo pone en boca de Pedro es maravillosa: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (16, 16).

Es la respuesta de la iglesia primitiva, de las primeras comunidades que se interrogaban sobre su propia identidad y la identidad profunda del maestro y profeta de Nazaret.

 

¿Cómo comprender hoy esta respuesta de Pedro y de la comunidad de Mateo?

Jesús es el enviado, es el Hijo del Dios vivo.

Jesús nos revela al Dios de la Vida y que es Vida.

En su identidad nos encontramos todos. Lo que Jesús nos revela es también nuestra propia identidad.

Somos hijos, hijos del Dios de la Vida, hijos de la Vida que es Dios.

Somos – como Jesús – expresión única y original de la Vida de Dios en este mundo.

Este es el gran y único mensaje del cristianismo y de todas las religiones y tradiciones espirituales, cada una a su manera, con su matiz y a partir de sus coordenadas historicas y culturales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 15 de agosto de 2020

Mateo 15, 21-28

 


 

El texto que la liturgia nos propone hoy es extraordinario y único.

¡Mateo nos muestra la conversión de Jesús!

La mujer cananea que clama por la sanación de la hija no pertenece al pueblo de Israel y por eso Jesús no quiere atenderla.

La creencia de Israel era que el Mesías y la salvación tenían que llegar en primer lugar al pueblo de Dios; Jesús como buen judío acepta esta creencia. Jesús, plenamente humano, tenía también ego y creencias. ¡Qué buena y alentadora noticia! Estamos en buena compañía…

 

El acontecimiento que Mateo nos relata hoy produce la conversión de Jesús.

El Maestro, como todos los sabios, se deja cuestionar por la vida y suelta esta creencia para abrirse a la novedad del Espíritu.

El encuentro entre Jesús y la mujer cananea es un icono de la transformación y de la posibilidad siempre abierta de dejar nuestras creencias.

Las creencias son formaciones mentales que todos tenemos y que, en general, se configuran desde la infancia o posiblemente desde el vientre materno, como atestiguan estudios científicos. Tienen que ver con la familia, la educación, la cultura, la sociedad, la religión.

Las creencias pueden ser útiles – y a veces necesarias –  por un tramo del camino, para ubicarnos en la vida y tomar decisiones. Pero, en el camino espiritual, llega siempre el momento en el cual se nos pide soltar algunas creencias y, si no las soltamos, nos estancamos en el camino.

Cuando no logramos soltar una creencia y nos aferramos a ella como si fuera la verdad, nos convertimos en fanáticos, con las consecuencias trágicas y de dolor que todos conocemos.

Las creencias son reflejos de nuestro estado situado y concreto: siempre estamos mirando desde una perspectiva. Como ocurre a nivel físico y corporal, ocurre a nivel mental y psíquico.

Cuando miramos un paisaje, por ejemplo, siempre lo estamos mirando desde un punto concreto: no tenemos la visión a 360 grados y nuestra visión es limitada y parcial. Para tener una visión completa hay que moverse y este moverse es justamente – siguiendo la metáfora – la capacidad de soltar las creencias.

 

Solo el espíritu no conoce perspectivas, aunque se manifiesta y revela en ellas y a través de ellas.

El problema radica en creer que “mi” perspectiva y “mi” acercamiento a la verdad es el único y el más ajustado.

Así como debemos de evitar el absolutismo dogmático (“mi” perspectiva es la única o la mejor), también debemos de evitar el relativismo extremo (no existen perspectivas o no existen perspectivas o creencias más humanizantes que otras).

Cuanto más una creencia es reflejo del amor y nos humaniza, más cerca está de la verdad inaferrable del Espíritu.

 

Mantener la paradoja es esencial y nos conecta a nuestra esencia y a la libertad del Espíritu.

Jesús, hombre humilde y sabio, se deja cuestionar por la mujer cananea y logra dejar atrás su creencia: la salvación es para todos, aquí y ahora.

 

El camino espiritual y de sabiduría consiste en aprender a vivir la paradoja existencial: somos espíritu viviendo una experiencia humana concreta y situada.

El Infinito viviéndose a través de lo finito y los limites.

Lo Eterno expresándose en el tiempo.

El Silencio revelándose en palabras.

El Ser siendo en cada cosa.

 

Cuando nos percibimos y nos vivimos desde nuestra esencia somos capaces de ubicarnos correctamente en lo que nos toca vivir y tendremos la capacidad – cuando sea necesario – de soltar o cambiar las creencias.

 

sábado, 8 de agosto de 2020

Mateo 14, 22-33




 

Mateo insiste en la vida de oración y de soledad de Jesús. Después de la multiplicación de los panes, Jesús vuelve a la soledad y al silencio: “subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo” (14, 23).

La misión y la predicación de Jesús se enmarcan en este estilo silencioso y orante.

Jesús se vive y vive desde este Centro inmóvil que es su identidad más profunda y también la nuestra.

Volver a nuestro Centro una y otra vez y vivirnos desde ahí es la clave para una vida espiritual sana y fructífera.

 

El texto de Mateo continua con el relato de la barca sacudida por las olas y el viento. Es un relato extremadamente simbólico. Captar lo simbólico nos introduce en un nivel más profundo de comprensión y nos libera de una lectura literal que no conduce a ningún lado.

La barca de la comunidad y de la humanidad es sacudida. El mar representa el mal y las experiencias de dificultad.

Jesús camina sobre las aguas: en Jesús se nos revela nuestra identidad más profunda, nuestra auténtica naturaleza. Lo que somos no puede ser amenazado. Nuestra esencia está siempre a salvo. ¡Qué hermosa noticia! Esto es evangelio!

Jesús camina sobre las aguas y los discípulos se asustan. Entonces el maestro dice: “Tranquilícense, soy yo; no teman” (14, 27). Parece que la traducción más fiel al texto original griego sea: “tranquilícense, Yo soy, no teman…”. Es el “Yo soy” de Juan 8, 58 y que remite a la revelación de Dios a Moisés en Éxodo 3, 14.

Jesús nos revela y nos introduce a nuestra esencia eterna, enraizada en el Ser de Dios.

 

Pedro intenta también caminar sobre las aguas – siempre estamos en el terreno del símbolo – pero el miedo lo hunde.

 

El miedo es uno de los grandes protagonistas de nuestro texto y de todo el evangelio.

Podemos leer todo el evangelio en clave de aprender a trascender el miedo.

Parece que el miedo es la emoción dominante y común al ser humano, una emoción que siempre nos acompaña.

El miedo y los miedos nos hunden, no nos dejan vivir y disfrutar de la vida. Enfrentar y superar el miedo es esencial para una existencia plena y fecunda.

Solo superamos definitivamente el miedo cuando nos descubrimos en nuestra verdadera y común identidad. Ahí todo es paz, todo es calma. “El viento se calmó” (14, 32).

 

Pedro justamente simboliza nuestra fragilidad, nuestras existencias marcadas por el miedo.

Cuando el miedo nos atrapa, nos hundimos.

Negar el miedo es inútil, así como reprimirlo. La clave es siempre la conciencia. Ser cada vez más conscientes de nuestro miedo y de nuestros miedos: es el único camino para superarlos y trascenderlos.

Tal vez nos hundiremos en algún momento: no hay problema. Es la manera para aprender a confiar en nuestra esencia. Es la manera que la Vida tiene para mostrarnos el camino de regreso a Casa.

Siempre habrá una mano tendida, siempre. Es la mano tendida del Misterio amoroso que se nos presenta a través de personas y situaciones.

¡Qué importante es aprender a reconocer las manos tendidas y tener la humildad para agarrarlas!

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 1 de agosto de 2020

Mateo 14, 13-21




 Jesús se entera de la muerte de Juan el Bautista y se retira “a un lugar desierto para estar a solas”.

Jesús se regala tiempos de desiertos y de soledad.

Sabe que son esenciales.

A menudo las experiencias “fuertes” de la vida nos exigen estos tiempos. Los tiempos de soledad y silencio son fundamentales para poder ir en profundidad, para enfrentarse a los miedos, discernir los caminos, echar raíces.

No es sabio ni prudente esperar a estos “momentos fuertes” para tomarnos tiempos de silencio y de soledad: hay que practicar desde ya.

Aprendemos a estar a solas, estando solos.

Aprendemos a estar en silencio, estando en el silencio.

Aprendemos a amar el desierto, estando en él.

 

La soledad y el silencio constituyen la fuerza para el compromiso al servicio del que necesita.

Soledad y silencio son la clave de la comprensión, son el motor de la compasión.

Continua nuestro texto: la gente sigue a Jesús, lo “per-sigue”, no lo deja descansar. Quiere verlo, quiero escucharlo.

Muchas veces pasa esto con las personas iluminadas y disponibles: los perseguimos, sedientos de luz, hambrientos de la verdadera paz.

La muchedumbre busca al Maestro y sus palabras. La gente busca el silencio y la soledad de Jesús, fuente de sus palabras de vida.

 

El hambre de la gente no es solo hambre de pan: es hambre de escucha, hambre de sentido, hambre de una palabra auténtica.

Jesús puede responder al hambre humana porque respondió a la suya propia. Jesús se encontró a sí mismo, encontró su raíz divina y la raíz común y por eso puede actuar con sabiduría y desde una entrega amorosa.

Así lo entendió y lo explicó muy bien el teólogo Jürgen Moltmann: “Quien quiere colmar su propio vacío interior prestando ayuda a los demás, solo difunde su mismo vacío. ¿Por qué? Porque cada ser humano, a diferencia de lo que quisieran los individuos activos, obra para los demás más con su propio ser que con su hablar y actuar. Solamente quien se encontró a si mismo podrá también darse a si mismo.

 

El eje del actuar de Jesús es entonces la compasión.

Compasión que también es el eje de toda auténtica espiritualidad y camino religioso.

Todo camino espiritual que no conduzca a la compasión es un engaño y una mentira. Una actitud compasiva y amorosa es la verificación de la autenticidad del camino espiritual.

 

¿Qué es la compasión y de dónde surge?

La compasión no tiene nada que ver con la lástima, con un sentido de superioridad o con el activismo.

La compasión es el amor que se reconoce en el otro y surge desde la experiencia de la unidad.

 

-      ¿Cómo debemos amar a los otros?”, preguntó el discípulo.

-      No hay otros”, respondió el maestro.

 

Cuando logramos ver “al otro” como parte de nosotros mismos, extensión de nosotros mismos y expresión del mismo Amor, surge la compasión.

El Amor es la experiencia de la Unidad y de lo Uno: me reconozco en lo otro, en lo distinto.

Esta es la fuente de la compasión que es la clave de un mundo más justo, fraterno y solidario.

Una sociedad más justa y solidaria no se construye a partir del “hacer” o de una planificación política, por cuanto ambas puedan ser útiles y hasta necesarias.

Una sociedad más justa y solidaria se construye desde la comprensión espiritual del Amor Uno que nos engendra y sostiene a cada instante. Ese Amor Uno que también da valor y consistencia a lo distinto y a las diferencias.

Paradójicamente solo el reconocimiento de la radical Unidad que somos, permite valorar y respetar lo distinto.

 

Esta hermosa compasión tiene en el comer juntos una de sus más bellas expresiones.

Jesús hace sentar a la gente, bendice los panes y los peces y todos comparten el alimento.

Comer es mucho más que “introducir una determinada ración de calorías en el organismo”, afirma Xabier Basurko.

Comer es un acto humano, profundamente humano. Un acto que tenemos que recuperar en su hondura radical.

Comer nos recuerda nuestra indigencia y fragilidad.

Comer nos recuerda que todo es un regalo y fruto del trabajo, a la misma vez. Nos recuerda el valor de la tierra y la naturaleza.

Comer nos recuerda el valor del compartir, de la alegría, de la fiesta, de la comunión.

Comer, compartiendo la mesa en familia o con amigos, nos revela nuestra identidad más profunda y radical: seres en comunión y seres de comunión.

 

 

 

 

 

 

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