sábado, 28 de septiembre de 2019

Lucas 16, 19-31




El conocido relato – llamado del “rico epulón” – es exclusivo de Lucas. “Epulón” viene de “Epulo” que era el encargado de presidir los banquetes romanos.
El texto nos abre los ojos a uno de los grandes males de la sociedad y a un peligro siempre presente en la vida del cristiano: la indiferencia.
Lo que Jesús quiere mostrarnos con la parábola es la profunda indiferencia del rico hacia el pobre. No se dice del rico que actúe con maldad, simplemente y terriblemente se subraya su completa indiferencia hacia el pobre.
No es menor el detalle de los nombres: el rico no es nombrado y no tener nombre en la cultura judía equivalía a no existir. El pobre en cambio si tiene nombre: Lázaro, “Dios ayuda”.
Otra vez se nos presenta la gran pregunta: ¿dónde radica el verdadero existir? ¿Dónde, realmente, somos?

Sabemos que la indiferencia es una de las realidades más dolorosas. A menudo duele más la indiferencia que un acto hostil o un conflicto. Ser indiferente es “no ver” al otro, negar su existir.
La indiferencia nos destruye como seres humanos porque va justamente en contra de lo que somos: compasión. La compasión es el amor atento al otro, es el amor que justamente se da cuenta que el otro existe, reconoce su existencia, asume su existencia y al final se da cuenta de que – en su sentido más real y profundo – “el otro soy yo”.

Quisiera aclarar otro concepto de indiferencia para evitar malentendidos. Es el concepto muy usado en la tradición cristiana y especialmente en la espiritualidad ignaciana. Cuando se habla de “indiferencia” en este contexto no nos estamos refiriendo a la indiferencia que el evangelio condena como antihumana.
Esta indiferencia la podemos comprender mejor si la asociamos al concepto budista de ecuanimidad. En este sentido “ser indiferente” es vivir profundamente abierto a la Vida, asumiendo lo que viene y dejando ir lo que se va. Es la indiferencia/ecuanimidad de la persona radicalmente libre y que vive en perfecta unidad con la Vida. No es una indiferencia por falta del amor, sino por la plenitud del amor. La persona toca la raíz de su propio ser y descubriendo en el amor su propia fuente, descubre que el mismo amor es la fuente de todo.
Si todo es amor se puede vivir en la indiferencia y ecuanimidad emocional y afectiva: lo que viene es amor y viene por amor y lo que se va es amor y se va por amor. Esto vale por la realidades que percibimos como “interiores” (pensamientos, sentimientos, emociones) y por las que percibimos como “exteriores” (personas, situaciones, acontecimientos).
En sentido estricto entonces esta indiferencia/ecuanimidad es la otra cara de la compasión.
La compasión es la percepción lucida y radical de la unidad que todo lo sostiene, lo abraza, lo consume.

La indiferencia del rico en el texto evangélico es la indiferencia del ego, la indiferencia del que se percibe aislado del otro y del mundo. Es la indiferencia de aquel que confunde su verdadera identidad con su ilusorio “yo”, la indiferencia de la ceguera.
La compasión – el eje del mensaje evangélico – es la percepción de la Vida Una y del Amor Uno desde donde surge toda forma de existencia.
Aprender a ver es entonces la clave de la transformación. Porque “ver” es “comprender” y la comprensión lleva al amor.
Sin este ver hasta los milagros y los signos son inútiles y no transforman a nadie: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán” (16, 31).

¿Cómo entrenar y practicar esta forma de ver?
Tenemos unas hermosas e indispensables herramientas: silencio y quietud.
Solo el silencio y la quietud nos permiten ver la ilusión del ego y la ilusión de la separación. El silencio y la quietud nos conducen al lugar de la unidad, a nuestra Casa común, a la Fuente.
El Silencio interior nos lleva al abismo de luz y de amor que somos.
No es el abismo de indiferencia y soledad que el rico crea y percibe: “entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo” (16, 26).
Es el abismo infinito del Amor que es la plenitud en la cual todos nos encontramos y somos.




martes, 10 de septiembre de 2019

Consideraciones sobre el documento de los obispos españoles “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo”




Quisiera compartir unas consideraciones a partir del documento de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe de la Conferencia episcopal española. El documento, con fecha 28 de agosto de 2019, se llama «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42, 3). (https://www.conferenciaepiscopal.es/wp-content/uploads/2019/09/DF-Nota-doctrinal-sobre-la-oracioìn_AFINT-1.pdf)

El documento quiere presentar los fundamentos de la oración cristiana y prevenir contra eventuales peligros y desviaciones. En especial se cita la meditación zen.
La mía no es una respuesta. Es un simple compartir a partir de mi experiencia y visión. Espero que si algún obispo español entre en contacto con mis consideraciones – lo veo difícil – las tome así y no se ponga nervioso.
Soy un simple sacerdote, amante de la meditación y del silencio, un poco poeta y un poco escritor. Tal vez más poeta que escritor.
Creo que es mi derecho y deber compartir lo que vivo y siento. Tal vez advertir también a los señores obispos y al orden episcopal en general que “gracia de estado” no es igual a “estado de gracia”. Sin duda los obispos, como cualquier ser humano, tiene la gracia para vivir en plenitud su vocación, pero esto no lleva directamente al “estado de gracia”, es decir, a un estado de iluminación e infalibilidad. Es importante recordarlo, para que el compartir y la escucha se pueda dar en un clima de igualdad y humildad.

Vamos al grano. El documento está muy bien hecho y tiene cosas interesantes. Cada cual sabrá descubrir cuales son y alimentarse de ellas.
Mis consideraciones quieren cuestionar unos puntos que considero importantes y a mi parecer necesitan unas revisiones y profundizaciones.
1)   Superar/trascender el dualismo
El documento deja en evidencia un importante dualismo. Se sigue proponiendo la fe cristiana y con ella la oración a partir del dualismo. El dualismo supone una separación entre persona, Dios y mundo que en realidad no existe. La mística siempre lo supo. También la mística cristiana: tal vez sería bueno profundizar el enorme material que la mística cristiana nos regaló a lo largo de los siglos. Sorprende, en el documento, la ausencia de referencias a la inmensa tradición mística cristiana: Clemente de Alejandría, Orígenes, Evagrio Pontico, Juan Casiano, Benito, Hildegarda de Bingen, Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Maestro Eckhart, Juliana de Norwich, Juan de la Cruz, Thomas Merton, Bede Griffiths, John Main… todos maestros espirituales que de cierta manera enseñaron el camino místico y mostraron lo fundamental de trascender el dualismo. La ciencia contemporánea confirma la superación del dualismo: física cuántica, psicología transpersonal, medicina, pedagogía. Solo para citar unas pocas ciencias.
Sospecho que atrás del obstinado dualismo está el miedo a perder el “Tú” divino. La “personalidad” de Dios es uno de los temas teológicos que necesita una profunda revisión. No podemos continuar aferrados a las categorías griegas. Es trágicamente paradójico que la pretensión de universalidad del cristianismo quede embretada y aferrada a las categorías filosóficas griegas. En el mundo hay mucho más que Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. ¿Por qué no abrir el mensaje cristiano desde un encuentro con otras cosmovisiones, filosofías, pensamientos?
Podemos preguntarnos: ¿Qué significa ser persona hoy? ¿Acaso no evolucionó la comprensión del concepto de persona desde que se formularon los dogmas cristológicos y trinitarios hace 1600 años?
El miedo además no es nunca un buen consejero. Aferrarse a la doctrina puede dar una sensación de seguridad pero sin duda aleja de la vida real. La gente lo percibe y se aleja también. Tal vez acá radica uno de los motivos de la crisis de la iglesia y del cristianismo y del abandono de la practica religiosa de muchos cristianos.
Superar el dualismo no significa perder una relación personal con la divinidad. Significa recomprenderla, reformularla y vivirla a partir de la experiencia de la Uno y de la unidad. Experiencia mucho más integral, plena, humana.
2)   Mirada honesta sobre la realidad: la centralidad de la experiencia
Todas las preguntas que se hacen los obispos en el párrafo 3. del documento están marcadas por el dualismo y lo doctrinal.
La vida es mucho más que experiencia dual y doctrina.
Sospecho que ninguno de los obispos españoles tuvo una seria experiencia de meditación zen. En este caso es bueno recordar la advertencia de Ken Wilber: Así pues nos encontramos ante dos opciones en cuanto al enjuiciamiento de la cordura, o de la realidad, o del nivel deseable de la mente, o del conscienciamiento místico: podemos creer en quienes lo han experimentado, o proponernos experimentarlo por nosotros mismos, pero si no somos capaces de hacer lo uno ni lo otro, lo más sensato es no formular ningún juicio prematuro”.
Planteo mis preguntas: ¿Cómo juzgar entonces lo que no se conoce? ¿Cómo juzgar una tradición desde otra? ¿Qué se entiende por “Dios vivo y verdadero”? ¿Qué se entiende por “uno mismo”? Cuando la neurociencia advierte que lo que comúnmente definimos como “yo” en realidad es una ficción mental: ¿Qué entendemos por “yo”?
Volver a la experiencia es entonces una de las claves para el crecimiento en la vida espiritual y para respetar el camino del otro.
En el párrafo 12 los obispos escriben:
“Desde la idea de que el sufrimiento tiene su origen en la no aceptación de la realidad y en el deseo de que sea distinta, la meta de la meditación zen es ese estado de quietud y de paz que se alcanza aceptando los acontecimientos y las circunstancias como vienen, renunciando a cualquier compromiso por cambiar el mundo y la realidad. Por tanto, si con este método la persona se conformara solo con una cierta serenidad interior y la confundiera con la paz que solo Dios puede dar, se convertiría en obstáculo para la auténtica práctica de la oración cristiana y para el encuentro con Dios.”
Unas acotaciones.
En primer lugar es totalmente falsa la idea de que la quietud y la paz, frutos de la meditación, llevan a renunciar “a cualquier compromiso por cambiar el mundo y la realidad”. Si bien es cierto que la aceptación de la realidad es uno de los ejes de la meditación, esta misma aceptación, lleva al compromiso y al amor concreto. Eso sí, liberado del ego y de las visiones parciales y superficiales de la realidad. Lo esencial de la aceptación, además, la encontramos en innumerables textos cristianos. Parece ser una clave de todo camino espiritual.
En segundo lugar la idea de que la paz solo la puede dar “nuestro Dios” es también falsa. Más allá que habría que discutir que entendemos cuando hablamos de “Dios”, decir que la paz solo viene del Dios de Jesucristo no responde a la realidad. En todas las expresiones religiosas de la humanidad hay experiencias de profunda y verdadera paz y de profundo y verdadero amor.
¿Por qué somos tan arrogantes al pretender que tenemos la exclusividad de la paz?
Simplemente no responde a la verdad. Aceptación es también reconocer la verdad y dejarse cuestionar por ella.
¿Por qué si un budista o un hinduista me comparte su experiencia de paz y plenitud no tendría que creerle?
Otro aspecto de la realidad que los obispos parecen no considerar es la experiencia viva de muchos sacerdotes, consagrados y laicos que a partir del encuentro con la meditación zen u otras tradiciones religiosas renovaron y renuevan su propia fe cristiana y su amor a Cristo y al evangelio.
Mirar con apertura y honestidad a la realidad nos hace más humildes, más auténticos y más creíbles.

3)   Cuestionarse lo dogmático
La iglesia jerárquica está como obsesionada por mantener el “deposito de la fe”. Ya la palabra “deposito” no habla de frescura, novedad, creatividad. Habla más de aire estancado, humedad, cerrazón. Reinterpretar y reformular la misión de la iglesia en clave de compartir la vida y la experiencia de Jesús es fundamental.
La teología necesita una renovación y descubrir el verdadero sentido de la “tradición”.
Los obispos hacen referencia al método histórico-crítico que se utilizó para estudiar el evangelio e intentar llegar lo más cerca posible de la persona histórica de Jesús. Más allá de los logros del método quedaron también al descubierto sus fallas y sus limites.
No creo necesario recordar que los evangelios no son libros de historia, a pesar obviamente de tener raíces históricas. El evangelio es anuncio de fe, compartir de una experiencia, relato de un encuentro.  
Remontar a la misma persona de Jesús de Nazaret y poder encontrar sus exactas palabras y sus gestos concretos es prácticamente imposible. Separar la historia de Jesús de la interpretación de sus seguidores y de los evangelistas es una operación tanto inútil cuanto estéril.
Lo que necesitamos es encontrarnos con el Cristo viviente hoy. Sin olvidarnos, por supuesto, del Jesús “histórico”.
La experiencia de la meditación nos regala admirablemente esta posibilidad. Trascendiendo lo mental nos conecta con el eterno Presente que, para nosotros los cristianos, adquiere el nombre del Cristo viviente.
¿No será más fecunda esta postura que seguir defendiendo conceptos teológicos obsoletos?
A partir de una verdadera experiencia del Cristo viviente se nos abrirán las puertas para reinterpretar, resignificar y reformular los dogmas cristianos que tanto preocupan a los obispos.
Sin duda las doctrinas que más necesitan ser reinterpretadas, recomprendidas y reformuladas son: la Revelación, la Encarnación, la Trinidad, la unicidad de la salvación en Cristo, la misión de la iglesia.
4)   La sencillez
En el párrafo 40, el último, los obispos invitan a los cristianos “a que tengan en cuenta estos principios y no se dejen «arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas» (Heb 13, 9) que desorientan al ser humano de la vocación última a la que ha sido llamado por Dios, y llevan a la pérdida de la sencillez evangélica, que es una característica fundamental de la oración cristiana.
Propiamente la meditación tiene la gran ventaja de la sencillez. Se podrá “acusar” al zen de todo, menos que de complejo.  El zen es entrar en la plenitud de la vida, aquí y ahora: punto. ¿Algo más simple? Todos pueden meditar: no se necesitan títulos universitarios ni capacidades especiales. Todos: desde la niñez hasta la muerte.
Es la oración “cristiana” que la hemos complicado excesivamente: la liturgia usa un lenguaje arcaico y muchas veces incomprensible, rezar la liturgia de las horas a menudo se convierte en un ejercicio de paciencia para encontrar las distintas antífonas y salmos, la verborragia aturde y confunde.
La meditación puede ayudarnos a recuperar la sencillez perdida.
·     Conclusión
Espero que estas consideraciones puedan ser recibidas desde el amor y con amor. Así las ofrezco, sin ninguna otra intención. ¡Qué lindo e importante es aprender a dialogar sin miedo, sin nerviosismo, sin crispaciones, sin pretensiones de poseer la verdad!
En mi experiencia la meditación zen, que en mi persona coincide con meditación cristiana, no crea ningún tipo de conflicto.
Me siento profundamente unificado, feliz, en paz.
Me siento profundamente cristiano y realmente uno con mis hermanos ateos o de otras tradiciones religiosas.
¿Por qué no tendría que ser así?




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