sábado, 31 de agosto de 2019

Lucas 14, 1.7-14



El texto de hoy nos presenta y nos regala el “eje” del mensaje evangélico: la gratuidad. El eje es esencial en el funcionamiento de un sistema, sin eje todo se derrumba. Sin gratuidad todo el mensaje de Jesús es malentendido y mal interpretado. Solo comprendemos a Jesús y al evangelio desde el eje de la gratuidad.
Hoy en día afincarnos en la gratuidad se convierte en algo fundamental, porque, como afirma José Antonio Pagola “en nuestra «civilización del poseer», casi nada hay gratuito. Todo se intercambia, se presta, se debe o se exige. Nadie cree que «es mejor dar que recibir». Solo sabemos prestar servicios remunerados y «cobrar intereses» por todo lo que hacemos a lo largo de los días.

Tal vez el juicio de Pagola es un poco pesimista. Soy testigo de muchos gestos de gratuidad y siempre me sorprende y me conmueve la capacidad de gratuidad del corazón humano.
Pero es también cierto que el mundo de la apariencia, de la fama, del éxito sigue bastante lejos de la gratuidad, así como los sistemas políticos y económicos.
Y estar lejos de la gratuidad es terrible y deshumano porque la gratuidad es nuestra esencia, es lo que somos. Somos amor y el amor – en su esencia – es pura gratuidad. Ser y Amor van de la mano: lo que es, es amor y el amor es lo que es.
Aprender a vernos a nosotros mismos y a ver el mundo desde los ojos de la gratuidad, activa un proceso de transformación enorme y maravilloso.
Al mundo no le falta gratuidad, le falta gente que lo mire desde ahí. Como afirma maravillosamente Romain Rolland: “En el mundo hay sólo un heroísmo: ver el mundo tal cual es, y amarlo”.
El Universo, tal cual es, es regalo gratuito. Mirarlo desde la gratuidad es el acto más heroico que podamos hacer.
Hay un peligro, siempre al acecho: el ego.
Jesús nos invita a estar atentos al ego, nuestro “falso yo”. El ego vive de la sensación de falta y siempre busca recompensa y reconocimiento. El ego no puede y no sabe ver la gratuidad. Por eso el ego busca cambiar el mundo, cambiar a las personas, cambiar las situaciones… para que el mundo “afuera” responda a sus ilusorias necesidades y a sus superficiales deseos.
En realidad el mundo – en su dimensión más profunda – no necesita transformación. Como dice el sabio Lao Tse: “El Universo es sagrado. No lo puedes mejorar. Si intentas cambiarlo, lo estropearás. Si intentas asirlo, lo perderás.
El mundo necesita ser reconocido, asumido y amado. La transformación vendrá sola, como desarrollo natural de su esencia gratuita.
La semilla de roble no necesita ser transformada. Necesita ser reconocida por lo que es – creando y favoreciendo las condiciones para su vida – y sola se desarrollará convirtiéndose en un enorme árbol.
Jesús lo expresó de manera estupenda: “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga” (Mc 4, 26-28).
A los cristianos nos cuesta mucho esta visión tanto estamos acostumbrados a ver lo negativo y lo que falta y tanto estamos obsesionados con mejorar el mundo. El mundo occidental y a menudo la iglesia están enfermos de racionalismo, opinionismo y activismo e intentan transformar la sociedad a base de ideas e ideologías lejanas de la vida.
La verdadera y única transformación surge poderosa desde la experiencia de la gratuidad. Por eso que – dicho sea de paso – los intentos de transformación de la sociedad en muchos casos fracasan y siguen fracasando. Las mesas de los diálogos políticos y las reuniones para negociar la paz, por poner unos jugosos ejemplos, esconden siempre fuertes intereses: desconocen la gratuidad y por eso fracasarán. Hasta que aprendamos.
Cada cual – individualmente o como grupos – cree saber como mejorar el mundo a partir de sus gustos, ideas, opiniones: hay mucho pensar y poca aceptación, muchas ideas y poca sencillez, muchas opiniones y poca apertura.
Tal vez falta una verdadera humildad.
Por eso en el texto de hoy Jesús proclama:
Todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (14, 11).
Descubrir la gratuidad de lo que somos y de lo que es nos instala en la verdadera humildad.
La humildad no es cosa del ego. El ego no puede “hacerse el humilde”. “Yo” no puedo ser humilde porque la única auténtica humildad es ausencia del “yo”. Por eso hay que entender en profundidad lo que es la verdadera humildad.
Me parece sumamente esclarecedora la explicación de Willigis Jäger:
La palabra latina es humilitas. Igual que la palabra humanitas tiene su raíz en el término humus, es decir, tierra, suciedad, estiércol. También humor procede de la misma raíz. Esto indica que en el mundo deberíamos aceptarnos a nosotros mismos con cierta alegría interior y con una sonrisa en los labios. Deberíamos no tomarnos demasiado en serio, conservar nuestro humor y entregarnos con humildad al camino. Pues humildad no es otra cosa que una aceptación amplia de uno mismo, lo cual no quiere decir que yo esté de acuerdo con todas mis debilidades y errores, pero sí que acepto haberlos heredado de la vida. No me obstino en sacudirme esa herencia o en reprimirla, puesto que esto significaría persistir en el egocentrismo.

Caminemos con profunda alegría entonces. La alegría de sabernos gratuidad, la alegría de la serena mirada que contempla el mundo desde los ojos del más puro amor.




sábado, 24 de agosto de 2019

Lucas 13, 22-30



En este “domingo XXI durante el año” se nos presenta uno de los textos más duros y exigentes del evangelio: entrar por la puerta estrecha.
Todo empieza por la pregunta de un persona anónima: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?” (13, 23).
Es la misma pregunta del hombre rico que quería seguir a Jesús: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” (Mc 10, 17).
Es la pregunta típica del “ego religioso”: el ego – la identificación con la mente – solo se preocupa de su seguridad y “su salvación”. El ego vive del miedo y de la sensación de separación. La creencia ilusoria de ser un “yo separado” activa el miedo, la necesidad de salvación y nos ciega frente a la Presencia Transparente del Amor.
Jesús en los dos casos no contesta directamente a la pregunta. Jesús va por otro camino: no le interesa el tema de la salvación en sí mismo, le interesa que las personas tengan una vida plena, que se sientan amadas, que descubran el amor de Dios en el aquí y en el ahora. Esta es Salvación, más allá de todos los conceptos y especulaciones que podamos hacer.

Traten de entrar por la puerta estrecha”, afirma Jesús.
¿Qué será esta puerta? En el evangelio de Juan, Jesús se identifica con esta puerta: “Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento” (Jn 10, 9).

Parece que la experiencia de plenitud, una vida realizada y dichosa, va de la mano con el atravesar una “puerta estrecha”.
Es la ley de la paradoja que nos envuelve y nos acompaña. Ley de la paradoja que descubrieron y vivieron todas las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad.
El evangelio la formula así: “Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24) y “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10, 39).
Afirma lucidamente Enrique Martínez Lozano: “La vida es una constante paradoja. Y cualquier persona que se aventura por el llamado «camino espiritual» es sorprendida por la presencia de la misma en cada paso de la marcha. Una paradoja es una contradicción aparente que, al ser asumida, se resuelve en una verdad mayor: perder y ganar, el rayo de tiniebla, la soledad sonora, la música callada, el vacío pleno, subir es bajar, morir es vivir. La paradoja, que aflora en cada palabra sabia, no es sino reflejo de la polaridad de lo real y de la naturaleza, también polar del ser humano. Y nos indica que la resolución adecuada no pasa por suprimir uno de los polos, sino por abrazar a ambos en una unidad mayor, en el nivel no-dual.
La “puerta estrecha” es asumir la paradoja de la existencia y aprender a abrazar la vida en su totalidad.
Asumir la paradoja y trabajarla es esencial para el desarrollo psiquico y espiritual: “Justamente las cosas que deseamos evitar, descuidar y abandonar resultan ser la «materia prima» de la que procede el verdadero crecimiento” (Andrew Harvey)

También indica la necesidad de disciplina. La tradición cristiana habla de ascesis. Hay un peligroso malentendido en cuanto a la vida espiritual y su crecimiento. Creemos que la vida espiritual crece por arte de magia, por pura gracia, sin necesidad de disciplina y práctica. Reducimos la vida espiritual a los sentimientos sin darnos cuentas que estos últimos no tienen consistencia ni solidez.
También en esta dimensión notamos la paradoja en acción: si es cierto que lo que somos está ya dado y ya lo tenemos no es menos cierto que el descubrimiento y el desarrollo de lo que somos necesita nuestro compromiso, cierta disciplina y cierta práctica. Nos disciplinamos y practicamos no para alcanzar algo que no tenemos, sino para vivir en plenitud lo que ya somos.
Los budistas lo tienen claro: la tarea diaria de la meditación es su práctica esencial y esta práctica es, al mismo tiempo, iluminación. El camino es la meta.
Los cristianos lo podemos comprender desde la vivencia del amor: cuando, en Cristo, nos descubrimos amor y amados no podemos hacer otra cosas que “amar”. Nuestro amor se convierte en nuestra más auténtica predicación y evangelización y todo lo demás se convierte en secundario y manifestación (celebración) del amor mismo. El camino es la meta.

La “puerta estrecha” indica también la presencia consciente. Aprender a estar presentes es un ejercicio diario. Crecer en conciencia es una verdadera “puerta estrecha”. A menudo somos victimas de la inconsciencia y de la identificación con el pensamiento; actuamos en piloto automático y vivimos simplemente reaccionando a los estímulos externos. Todo eso nos aleja de nuestra esencia, de nuestro auténtico ser. Salir de la identificación con la mente – el falso “yo” – es una práctica que requiere atención. Cada vez que nos sorprendamos en estado de inconsciencia podemos entrar por la “puerta estrecha”: estar presentes a nosotros mismos, ser más conscientes.

La puerta cerrada del dueño de casa (13, 25) es la puerta de la inconsciencia. Es la puerta de la Vida que se abre solo a los que están conscientes, abiertos, disponibles. Abrirse conscientemente a la Vida es entonces otra de las claves. No es suficiente una adhesión externa y superficial: “Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas” (13, 26). Para entrar en la plenitud de la Vida, aquí y ahora, no alcanza un conocimiento racional y un asentimiento intelectual: “¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. Los demonios también creen, y sin embargo, tiemblan” (San 2, 19).
La experiencia de la plenitud de Vida, del éxtasis de la Vida, es regalada a todo aquel que abre conscientemente las puertas del corazón. El éxtasis de la Vida se abre a todo ser humano que acepta y asume el regalo de la Vida en su totalidad.
No hay barreras de religión, de cultura, de raza para experimentar la maravilla de la Vida, la belleza infinita del Amor: “vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios” (13, 29).
La “puerta estrecha” de Jesús, la “puerta estrecha” que es Jesús (Jn 10, 9) en realidad es una puerta infinita, siempre abierta. Verla y entrar la convierte necesariamente en “estrecha”: es nuestro camino desde la plenitud y hacia la plenitud. Nuestro camino que ya es meta.










sábado, 17 de agosto de 2019

Lucas 12, 49-53



Yo he venido a traer fuego sobre la tierra”: así arranca el texto de hoy.
¿Qué es este “fuego” con el cual Jesús se identifica?

Es el fuego del anhelo interior, es el fuego del ser, el fuego de la Vida misma. Jesús se descubrió animado por este fuego y comprendió su misión como un compartir ese mismo fuego.

La imagen del fuego tiene una belleza y un poder único.
El fuego alumbra y calienta, consume y purifica.
El fuego arde: es pasión de amor y peligro de muerte.
En el lenguaje de los místicos y maestros espirituales la imagen del fuego está muy presente.
La misma Escritura utiliza la imagen del fuego para hablar de Dios: “Porque el Señor, tu Dios, es un fuego devorador, un Dios celoso” (Dt 4,24); porque nuestro Dios es un fuego devorador” (Hb 12, 29).
La experiencia clave de la vida y la vocación de Moisés tiene que ver con el fuego: “Allí se le apareció el Ángel del Señor en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza” (Ex 3, 2).

Encontrarse con este fuego es entonces esencial. El fuego que nos anima expresa a la vez nuestra identidad compartida – el amor que somos – y nuestra vocación única y original en cuanto manifestación de la Vida Una.
Paradojicamente descubrirse como expresión de la Vida Una no quita lo individual y original de cada uno: más aún, lo plenifica.
Es lo que ocurre con las personas realizadas, felices, plenas. Son plenamente ellas mismas, son fieles a su esencia, a su vocación única.
Experimentarse en profunda comunión con el Universo confiere más espesor a lo personal.
Jesús fue fiel a sí mismo, fiel al Amor Uno que lo animaba y por eso encontró su camino único y original.
Comprender esta dimensión paradojica es fundamental y nos permite comprender cabalmente el texto evangelico de hoy que, a una mirada superficial, podría sorprendernos o hasta asustarnos.

¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división” (12, 51)

Palabras fuertes, tajantes, contundentes. Palabras de fuego justamente. Palabras que surgen de un corazón fiel a su esencia y fiel al Amor.
El místico sufí Rumi había dicho de sí mismo algo parecido: “esta flauta es tocada por el fuego, no por el viento.

Jesús vino a revelarnos que la plenitud de vida consiste en ser fieles a nuestra propia esencia y originalidad. Siendo fieles a eso seremos fieles al Amor Uno y a la Vida Una y, por el otro lado, conectándonos con nuestra verdadera identidad – el Amor Uno y la Vida Una – descubriremos nuestra unicidad y originalidad.

Ocurre muy a menudo que esta fidelidad y coherencia suscite oposición en quien vive en la superficie, animado desde el ego y no desde el Espíritu.
Lo sabemos bien: las personas enteras, coherentes, fieles a su esencia son causas de conflicto.
Solo por citar unas pocas conocidas: Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela. También podemos nombrar los miles de mártires cristianos.
Muchas más son las desconocidas, gente sencilla y común.
Por eso Jesús dijo: ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división”.

La paz que Jesús descubrió y vivió no es la paz superficial e ilusoria del ego. Es la paz de la fidelidad a nuestro auténtico ser. Muchas veces para descubrir esta profunda y eterna paz hay que pasar por el conflicto, el dolor, el fuego.
El maestro zen Hakuin lo había expresado así: “Si lo que deseas es la gran tranquilidad, prepárate a sudar la gota gorda.

Hasta que la persona no trasciende el ego siempre estará en algún tipo de conflicto y división. El ego no conoce la verdadera paz porque el ego vive desde una identidad ilusoria y desde esta ilusión necesita del conflicto para reforzar la creencia en esa misma identidad.
El fuego de Jesús, el fuego de nuestro auténtico ser tendrá que quemar esta falsa y superficial identidad. El conflicto y las divisiones que experimentaremos – adentro y afuera – nos revelarán cuan lejos estamos de nuestro centro, nuestra esencia, la verdadera paz.
Por eso no hay que huir del conflicto: hay que asumirlo, comprenderlo, trascenderlo.

Hace pocos día tuve la posibilidad de ir al cine a ver la película “El Rey León”.
Uno de los ejes de la película – tal vez el principal – es la frase que Mufasa repite a Simba: “recuerda quien eres”.
El olvido de nuestra verdadera identidad es la causa de la falta de paz, de los conflictos y las divisiones.
Recordar nuestra esencia no es cuestión de memoria intelectual o de capacidades mentales. Es justamente lo opuesto: solo desde el silencio mental el ego es trascendido y la verdadera esencia aparece.
Desde el silencio lo que somos aparece y se transforma en fuego de vida.
Lo que somos es el Amor Uno y la Vida Una expresándose creativa y originalmente en nuestra estructura psicofísica individual y en cada cosa existente.
Se expresa desde el Silencio, como fuego, aliento y vida.
Deja que el fuego que te ilumine y te consuma.








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