viernes, 24 de noviembre de 2023

Mateo 25, 31-46


 

Una joya. La parábola metafórica de hoy nos lleva al centro. Es la conocida parábola del “juicio final” o “juicio universal”. En realidad, es una hermosa metáfora a través de la cual el evangelio quiere revelarnos el núcleo de lo real: el amor.

 

Es una metáfora: estamos invitados a no quedarnos con lo literal y superficial, porque en este caso iremos por mal camino y no captaremos el mensaje esencial. Las pobres cabras, por ejemplo, quedarían como “las malas de la película”. Más grave sería una lectura simplemente moralizante del texto o una visión de un Dios como el juez supremo que nos espera para castigarnos. Tal vez, justamente, fue esta visión parcial y sesgada de Dios – a veces hasta perversa – la que llevó a muchos cristianos a vivir desde el miedo al castigo y a caer en una imagen de Dios exterior y amenazante.

 

La metáfora evangélica no quiere decirnos lo que pasará en un futuro, ni quiere darnos una clase de moral.

La metáfora evangélica de Mateo quiere revelarnos el secreto de la realidad: somos uno en el amor y desde el amor; el Amor es Uno, lo Uno es Amor.

 

Por eso, el eje del texto, bien podrían ser estas palabras del Rey a los benditos: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (25, 40).

 

Esta intuición la encontramos – de distintas formas y en diferentes expresiones – en todas las religiones y tradiciones espirituales de la humanidad: ¡tan central y tan importante es!

 

¿Qué es lo que nos viene a decir esta intuición?

 

No hay separación. Lo que haces o no haces a alguien lo haces o no lo haces, al mismo Dios y a los demás. Más allá de la interconexión que somos y que nos habita – Thich Nath Hanh propuso la hermosa expresión interser – hay algo aún más profundo: somos realmente UNO. Esta Unidad que somos se revela y manifiesta en la interconexión de todo y de todos. “Inter-somos”, somos juntos. Nadie puede ser solo, solo existimos porque inter-somos.

eres y estás siendo juntos a tus padres y a tus ancestros, juntos al sol y al agua, juntos a los demás y a la comida…

El Ser solo existe en infinitas modalidades de revelación.

Recuerdo la expresión de Ken Wilber: “el manto sin costuras del universo”.

Las costuras que vemos en el universo son nuestras y derivan de nuestra visión herida, parcial, egoísta. Las costuras, los confines, los muros, los ponemos nosotros porque creemos que debemos defendernos… y no olvidemos que los muros mentales y emocionales son mucho más fuertes y peligrosos que los muros de ladrillos. Como afirmaba también Albert Einstein: “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.

 

La metáfora de Mateo nos lleva a otro plan; otro plan que es el único plan de la humanidad si queremos seguir como especie y si queremos crecer en consciencia, tanto a nivel individual, como colectivo.

 

El manto sin costuras del universo es el amor infinito que somos y que nos habita, silencioso y paciente. Es el manto alegre y sereno de cada madre para con sus hijos. Es el manto del trabajador honesto y entregado que hace de su trabajo una obra de arte. Es el manto de cada gesto que une, perdona, alienta. Es el manto consciente de nuestra respiración: todos respiramos, todos exhalamos. Una respiración, infinitas respiraciones. También es el manto del dolor inocente y la desesperanza, de la muerte y del olvido… todo abraza este manto amoroso, infinito, divino.

 

Cada vez que eliges el amor, estás viendo el manto sin costuras. Cada vez que arriesgas en el amor, estás enraizado en este manto. El Amor está ahí, está allá, está acá. En las esquinas, el Amor me espera, en cada ser viviente, en cada mirada, en cada dolor. El Amor te llama, el Amor que eres y te vive. Abre tus ojos al manto sin costuras. Déjate armar por este manto, déjate purificar. Deja que el manto te ubique en tu lugar, inter-siendo con todo y con todos.

 

 

 

viernes, 17 de noviembre de 2023

Mateo 25, 14-30

 

Se nos regala hoy, la conocida parábola de los “talentos”. El mensaje más exterior y literal parece bastante claro: a los servidores que invirtieron sus talentos y los duplicaron se les recompensa y al servidor miedoso y perezoso que no invierte se le castiga, quitándole hasta lo poco que tenía.

 

Una lectura superficial del texto, nos puede llevar a caer en la trampa de una comprensión de la relación con Dios en clave de mérito y recompensa. Esta comprensión marcó y sigue marcando el cristianismo y afecta a todas las dimensiones de la relación con Dios. La oración, por ejemplo, se convierte en “mercantilista”: manipulamos a Dios para que se ajuste a nuestros deseos o proyectos; en un nivel más práctico y moral, intentamos “ganarnos” a Dios, cumpliendo exteriormente con todas las reglas o los preceptos rituales para tranquilizarnos la consciencia y exorcizar el miedo.

 

Sin duda la parábola nos revela una verdad: más allá de la gratuidad del amor de Dios, el esfuerzo es necesario y juega un rol importante en nuestro crecimiento y desarrollo.

Como siempre la clave está en mantener unidos y relacionados los dos términos – aparentemente opuestos – de la paradoja; en este caso la gratuidad y el esfuerzo.

 

La mística hebrea nos habla del “pan de la vergüenza”: el pan que llega a tu mesa sin esfuerzo y sin trabajo, es una vergüenza, algo que no te mereciste. Sin duda la referencia es al texto del Génesis: “te ganarás el pan con el sudor de tu frente” (3, 19).

 

Sabemos de lo importante, educativo y satisfactorio de ganarse la vida con nuestro trabajo y esfuerzo. Tal vez es uno de los problemas educativos más urgentes hoy en día: en las sociedades del bienestar a los niños y los jóvenes se les da todo sin exigirle un esfuerzo, un compromiso… “todo ya” es el lema, y se pierde el sentido y el valor de las cosas, del trabajo, de la paciencia y de la espera.

 

Recuperar un estilo educativo que valore el esfuerzo y el trabajo, es una de las claves para crecer como sociedad.

 

Todo esto no puede hacernos caer en una visión exterior y mercantilista de nuestra relación con Dios.

La gratuidad queda como fundamento de la existencia. Todo es gratis. El ser se nos regala, la vida se nos regala. Las cosas más importantes y hermosas de la vida no se pueden comprar.

 

¿Cómo “comprar” el amor?

¿Cómo “comprar” el afecto de alguien?

¿Cómo “comprar” o “merecer” un atardecer o la belleza de una flor?

 

Entonces, nos preguntamos:

¿Cómo armonizar esta doble verdad?

¿Cómo armonizar “gratuidad” y “esfuerzo”?

 

La gratuidad que somos y que se manifiesta en todo hay que conquistarla; solo comprendemos la gratuidad, a través del esfuerzo: ¡tremenda paradoja!

Es otra perspectiva de la dialéctica entre el “ser” y el “deber ser”: ¡Sé lo que eres!, es la gran invitación del sabio hindú Ramana Maharshi y de muchos otros místicos.

 

El esfuerzo tiene que ir en el sentido de revelar y llevar a cumplimiento lo que ya somos: ¡qué extraordinario!

Esta hermosa verdad nos quita toda la presión psíquica y emocional para nuestro crecimiento y desarrollo.

¡Solo la sabiduría divina hubiera podido inventar algo tan perfecto, sorprendente y extraordinario!

 

Ya somos amor, ya que el amor es lo único que hay y es nuestra esencia. Este amor que ya somos – pura gratuidad – tiene que revelarse en mí a través del esfuerzo y del compromiso con mi crecimiento.

La filosofía taoísta tiene una hermosa expresión para todo eso: “wu wei”. Wu wei resume lo que venimos diciendo. Significa justamente “no acción”. La acción correcta es la que surge sola, sin esfuerzo. Es la paradoja del “esfuerzo sin esfuerzo” o, desde nuestra parábola, del “esfuerzo de la gratuidad”.

La pequeña semilla del roble, “ya es” el imponente roble, aunque tenga que crecer y desarrollarse a través de varias etapas, a menudo dolorosas.

Comprendemos entonces el enigmático versículo al final del texto: “a quien tiene, se le dará y tendrá de más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene” (25, 29).

Quien vive desde la gratuidad descubre que ya lo tiene todo; para quién se queja de la carencia y vive desde el apego, nunca nada será suficiente.

 

Lo que nosotros – desde lo concreto de nuestra humanidad – experimentamos y etiquetamos como “esfuerzo”, en realidad se traduce en “vivir lo que somos”.

¿Y que somos?

El éxtasis de Dios. Silencio.


sábado, 11 de noviembre de 2023

Mateo 25, 1-13


 


Llega el esposo” (25, 6) nos dice el texto de hoy: es el grito que despierta a las diez jóvenes que se habían dormido por la larga espera.

Llega el esposo” exclamó Teresa de Lisieux a los primeros síntomas de la enfermedad que la llevó a la muerte.

 

Llega el esposo”: ¡que extraordinario poder interpretar simbólicamente este texto y este grito de júbilo! Nos revela, así, una profundidad y una belleza insondables.

 

Llega el esposo”; siempre está llegando. El evangelio de Marcos lo dice así: “El Reino de Dios está cerca” (1, 15), está ahí, al alcance de la mano, de un suspiro, de una mirada, de un “sí” sincero.

 

Estamos viviendo desde el Misterio, en el Misterio y hacia el Misterio: “en el vivimos, nos movemos y existimos”, afirman los hechos de los apóstoles (17, 28).

 

Lo que escasea, a menudo, es el “aceite”. Las cinco jóvenes necias, se lo habían olvidado del todo. “Necio” deriva del latín “nescio” que significa “no sé”, “ignorancia”. El camino va de la ignorancia a la comprensión, de la ignorancia a la sabiduría… ¡sabiendo que, en el fondo, permaneceremos ignorantes!

 

Nos falta el “aceite” de la consciencia y de la atención, que bien podrían ser casi sinónimos.

 

Nuestras lámparas pueden que estén apagadas o con poco combustible: apagadas por el ruido, lo superficial, la búsqueda del placer, las efímeras apariencias. En las “lámparas” podemos descubrir nuestra común humanidad, lo humano que nos une. Se nos regaló nuestra hermosa humanidad para que podamos vivirla como una experiencia de aprendizaje, de crecimiento, de expansión del amor y de la luz. Para eso necesitamos de consciencia, necesitamos urgente de un buen aceite.

 

Nuestra humanidad – personal y colectiva – necesita del aceite de la consciencia y de la atención. Sin este aceite, la humanidad queda renga, no puede alcanzar la plenitud deseada.

¿Cuál es la cumbre de la experiencia humana?

 

Sin duda la experiencia de la Unidad y de lo Uno, que es lo mismo que decir, la experiencia del amor. El amor es siempre unitivo, viene de la unidad y ahí regresa.

Cuando el ser humano se experimenta “uno” con la totalidad, su humanidad se ensancha a una dimensión infinita, transpersonal, mística. Es la cumbre. Es la cumbre que nos relatan todos los místicos de todas las tradiciones. Es la cumbre de la belleza y de la profundidad. Cumbre disponible y abierta para todos. Afirma Raimon Panikkar que “la mística no es el privilegio de unos cuantos escogidos, sino la característica humana por excelencia.

Solo tenemos que aprender a usar las herramientas correctas, solo tenemos que poner “aceite” en las lámparas: consciencia y atención.

 

Crecer en consciencia es aprender a ver la realidad desde otro lugar, un lugar espiritual que está “más acá” y “más allá” del ego, de las emociones, de los sentimientos. Es la consciencia que nos viene del “tercer ojo”, de la visión espiritual, la consciencia que va de la mano de una comprensión más profunda de la vida, de las cosas, de los acontecimientos.

 

La atención nos permite enfocarnos, evitar las distracciones, salir de la superficie. Cuando estamos verdaderamente atentos, se nos abre la puerta de la percepción y comenzamos a ver la realidad, saliendo de las apariencias.

La atención nos regala vislumbrar la esencia de cada cosa y descubrir y conectar con el Misterio divino que en cada cosa se manifiesta y se revela.

 

Llega el esposo”: ¡es el amado del cántico de los cantares!

 

¡La voz de mi amado! Ahí viene, saltando por las montañas, brincando por las colinas. Mi amado es como una gacela, como un ciervo joven. Ahí está: se detiene detrás de nuestro muro; mira por la ventana, espía por el enrejado. Habla mi amado, y me dice: «¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía!

 

Llega el esposo”: es el Espíritu que viene a nuestro encuentro en cada emoción y sentimiento, en cada encuentro, en cada persona y acontecimiento.

 

Viene el Amado, viene el Amor: necesitamos de consciencia y de atención para poder reconocerlo y dejarnos transformar.

¡No olvidemos el aceite!

 

 


sábado, 4 de noviembre de 2023

Mateo 23, 1-12


 


El capítulo 23 de Mateo recoge las duras críticas de Jesús a la manera hipócrita de vivir la religiosidad; nos hemos acostumbrado, erróneamente, a etiquetar de fariseísmo esta actitud y a poner a todos los fariseos en la misma bolsa, olvidando que Jesús también era fariseo y que muchos fariseos eran excelentes personas y auténticos religiosos.

El movimiento fariseo del primer siglo quiso democratizar el acceso a Dios y descentralizar el Templo de Jerusalén. Había muchos maestros que eran aclamados por el pueblo ya que no existía todavía la ordenación rabínica. La gente reconoce a Jesús como “rabí”, como atestigua el evangelio con frecuencia. San Pablo mismo era fariseo: “yo soy fariseo, hijo de fariseos” (Hec 23, 6)… y se puede decir todo de San Pablo, ¡menos que era hipócrita!

 

Al tiempo de Jesús era muy común y normal el debate entre rabinos y es muy probable que, durante estos debates, Jesús quiso llamar la atención sobre una manera hipócrita de vivir la religión y la relación con Dios.

Nuestro texto, que abre el capítulo, va justamente en este sentido y se centra particularmente en el tema de las apariencias y de los títulos. Si este texto es duro, lo que le sigue lo será aún más.

 

Como siempre el riesgo consiste en creer que estas palabras tan contundentes del maestro, iban dirigidas a la gente religiosa de su tiempo y que tienen poco que ver con nosotros hoy… en realidad es una advertencia perenne, que nos conviene tener bien presente.

El corazón humano es siempre el mismo, así como las inclinaciones del ego y sus sutiles trampas.

 

La advertencia del evangelio entonces nos cuestiona hoy y cuestiona especialmente a los que tienen algún tipo de autoridad. La autoridad “religiosa” es la más peligrosa, porque corre constantemente el peligro de manipular a Dios mismo, para defender sus supuestos privilegios, su poder y sus beneficios. El “ego religioso” se escuda en Dios y si un ego se cree amparado por el mismísimo Dios, no habrá forma de detectarlo y menos, de desterrarlo. A menudo confundimos un llamado del Espíritu para una misión o un servicio, con una elección que nos pone por encima de los demás.

 

Más allá de las buenas intenciones – en general no dudo de ellas – seguimos víctimas de las apariencias, de los títulos y de los roles, sea en campo religioso, como político y civil.

 

Al ego les encantan los títulos rimbombantes, las placas, los lugares reservados y especiales, los focos de la prensa y la notoriedad y toda clase de apariencia: todo esto refuerza la supuesta e ilusoria identidad, por la cual el ego lucha tanto y se defiende.

 

En la misma iglesia seguimos con vestimentas especiales, en muchos casos anacrónicas, y con títulos muy poco evangélicos.

 

¿Por qué no volver a la sobriedad evangélica?

¿Por qué no volver a la sencillez de los lirios y las aves (Lc 12, 24-27)?

¿Por qué no volver a una fraternidad real y radical?

 

 

Es fuerte y claro el texto de hoy: “En cuanto a ustedes, no se hagan llamar «maestro», porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen «padre», porque no tienen sino uno, el Padre celestial” (23, 8-9).

 

El Maestro es Uno, el Padre es Uno, el Doctor es Uno, la Vida es Una, el Espíritu es Uno. Todos somos hermanos.

 

Nadie es más que nadie: en lo teórico lo sabemos bien y lo afirmamos constantemente, en la práctica nos cuesta vivirlo.

 

¿Cómo crecer?

¿Cómo reconocer y desterrar las manipulaciones del ego?

 

 

Solo el descubrimiento de nuestra verdadera identidad y vivir desde esta profunda conexión nos libera de las trampas del ego y de la mente, de la búsqueda de reconocimiento, de la necesidad de destacar, de la obsesión de aparentar y de sentirse “más”.

 

Por eso Jesús insiste en el servicio. El servicio va desarmando de a poco el ego y nos ayuda a conectar con nuestra verdadera identidad.

El evangelio de Marcos hace del servicio el eje de la vida misma y de la misión de Jesús: “Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mc 10, 45).

 

Quién se descubre amado, amor, amante, solo puede servir y todo lo demás – títulos, roles, beneficios – pasa a ser secundario o hasta a desaparecer.

Tenemos un buen y económico antídoto al entusiasmo del ego por destacar y aparentar: un cómodo paseo por un cementerio.

 

Los cementerios están llenos de gente con títulos: hay emperadores, reyes, papas, actores, premios nobel, empresarios, dictadores, luminares de la ciencia, deportistas de élite. El cementerio nos baja a tierra, nos recuerda que todo es pasajero. El cementerio nos recuerda que nuestra verdadera y eterna identidad es espiritual y se encuentra solo en el amor: “El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá” (1 Cor 13, 8).

 

Por eso todos los místicos nos invitan a amigarnos con la muerte. La muerte es maestra. La muerte pone al ego, a las apariencias y a los títulos, en su lugar.

Frente a la muerte, ¿qué nos queda? ¿Qué es lo que importa?

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