sábado, 27 de marzo de 2021

Marcos 15, 1-39

 

 

Domingo de ramos: entramos en la Semana Santa.

Vamos a comentar la versión breve del texto evangélico de hoy que nos propone la liturgia.

Leemos todo el relato de la pasión de Jesús, como se leerá el Viernes Santo.

En todos los textos que relatan la pasión y muerte de Jesús, sobresale una dimensión muy evidente: el silencio de Jesús.

Jesús dice muy pocas palabras. A menudo no responde a los interrogatorios. Siempre lo vemos en actitud silenciosa. Parece no estar interesado en defenderse.

El silencio es el hilo conductor de las últimas horas de Jesús.

¿Por qué Jesús calla?

¿Por qué tan pocas y contadas palabras?

Jesús está en actitud contemplativa y receptiva. Es pura interioridad.

Frente al dolor, a la injusticia, a la incomprensión, Jesús se refugia en su interior.

El maestro se ancla en la verdad de su alma.

El maestro se aquieta en el “Yo Soy” que siempre lo sostuvo.

Se hunde en el Misterio de la raíz y de la fuente.

El refugio seguro de Jesús es el silencio interior y la conexión con el Padre.

Cuando todo oscurece, el silencio nos llama a volver a Casa.

Cuando la injusticia y la soledad golpean, hay que volver a Casa con más celeridad.

Jesús calla. Jesús se hunde en el silencio.

¡Qué maravillosa grandeza! ¡Qué silencio tan elocuente!

 

Jesús casi no se defiende. Su respuesta es el silencio. Un silencio que habla más que mil palabras. Un silencio que grita más fuerte que toda la violencia. Un silencio poderoso e invencible.

Es el silencio que no juzga. Es el silencio de la aceptación radical de la realidad.

Es el silencio que se hace perdón y Casa para todos.

El silencio de Jesús es el silencio de un Dios que ama y respeta su creación. Es el silencio mismo de la creación.

Este silencio nos espera. No hay experiencia de lo divino que no pase por el silencio.

Vivamos esta Semana Santa desde el silencio de Jesús.

Sumerjámonos en su silencio.

Es el silencio abismal de su corazón amante.

Es el silencio infinito de las manos creadoras de Dios.

Es el silencio mismo de la noche de pascua.

Es un preludio: el silencio que anuncia la resurrección.

Es el silencio pleno y fecundo de la vida verdadera.

 

sábado, 20 de marzo de 2021

Juan 12, 20-32

 


 

Unos griegos suben a Jerusalén para la fiesta y quieren ver a Jesús. Son extranjeros – “gentiles” en la terminología judía – pero se sienten atraídos por la figura de Jesús. Quieren verle, quieren conocerle personalmente.

Detrás de todo esto se esconde el gran tema de la búsqueda.

Todo camino espiritual empieza por una búsqueda. Esta búsqueda responde al anhelo de infinito y de eternidad que nos constituye. Somos este anhelo, disfrazado de humanidad. Este anhelo – “la sed” de San Juan de la Cruz – es tal vez la “prueba” más poderosa y subjetiva de “la existencia de Dios”, por decirlo de alguna manera.

Como nuestra “sed” atestigua que hay agua en algunas partes, el “anhelo” de infinito es una huella del mismo Infinito.

Esta anhelo puede tomar varias formas, dependiendo de cada persona y su contexto cultural y religioso. Este anhelo de infinito y de plenitud, se puede manifestar como un deseo de eternidad, de belleza, de amor, de unidad, de paz, de comunión, de fraternidad, de justicia, de armonía.

Es el mismo anhelo de Dios que toma formas y colores distintos.

Cuando el anhelo se manifiesta empieza la búsqueda. Una búsqueda que nos llevará por caminos tortuosos e insospechados. En muchos casos esta búsqueda se topará con personas que ya encontraron y se convirtieron en instrumentos de luz.

Es el caso de hoy. Es el caso del maestro de Nazaret.

Todos lo buscan porque en él encuentran el fin de la búsqueda y la paz radical.

Es la raíz de la atracción irresistible que ejercen las personas “iluminadas”.

De cierta forma la búsqueda compulsiva tiene que terminar. Terminará cuando caeremos en la cuenta de que “somos lo que buscamos”, como afirman todas las tradiciones místicas de la humanidad. Lo que buscamos no está “afuera”, es nuestra esencia.

Cuando termina esta búsqueda seguirá el deseo de crecimiento y el anhelo de unidad, pero ya desde una paz profunda y no desde necesidades psíquicas de seguridad y de amor.

 

A la búsqueda de los griegos, Jesús responde con uno de los versículos más conocido de todo el evangelio: “Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (12, 24).

Jesús no nos da una receta moral, sino explica una ley universal.

Es la ley fundamental de la existencia.

Intentamos penetrar su profundo significado.

La muerte es parte de la dinamica de la Vida. La Vida Una se manifiesta en la vida y en la muerte. Hasta que no logremos captar este Misterio se nos hará dificil entender la metafora de Jesús.

Lo que – desde nuestro plan existencial – etiquetamos como “vida” y como “muerte” en realidad son las dos caras de la misma y única moneda: La Vida. La Vida Una, el Misterio divino.

La Vida Una eligió revelarse, expresarse y manifestarse a través de nacimiento y muerte.

La muerte entonces, es un momento del revelarse de la divinidad.

Podemos entender así más cabalmente, la Pascua de Jesús.

La fisica cuantica – desde su visión cientifica – lo explica hablando de la energía y de la luz. La energía ni nace ni muere, sino que se transforma generando siempre nuevas formas de vida.

¿Qué significa entonces “morir”?

¿Qué expresa la metafora del grano de trigo?

 

“Morir” significa entrar conscientemente en la dinamica de la Vida Una. Significa comprender y aceptar esta dinamica, esta ley universal.

“Morir” como el grano de trigo no significa entonces renunciar a nuestra esencia, a lo que somos. Esto, por otra parte, es imposible. Nuestra esencia es eterna porque está conectada indefectiblemente con el Misterio divino.

“Morir” como el grano de trigo significa vivir desde la ley universal del amor. Significa desplazar el “ego” – el falso sentido de identidad – que solo quiere afirmarse y apropiarse de la vida.

“Morir” así, entonces, es la única y verdadera forma de vivir.

Por eso que todos los caminos místicos nos invitan a “morir antes de morir”.

El silenciamiento mental es fundamental para descubrir y conectar con esta ley de vida. No por nada el grano de trigo “muere” en el silencio y la oscuridad de la tierra.

Cuando la mente calla, el ego vuelve a su lugar y aparece la Vida Una.

La Vida Una que fluye por tus venas, la Vida Una que a través de ti se expresa, revela y manifiesta.

La Vida Una que no nace, ni muere. La Vida Una que eres tú.

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 13 de marzo de 2021

Juan 3, 14-21

 


 

Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (3, 16): según muchos estudiosos este versículo podría resumir el mensaje de Jesús y de la fe cristiana en su totalidad.

Dios amó tanto al mundo. Dios ama el mundo.

No podría ser de otra manera. Este el gran y único mensaje.

¿Por qué no podría ser de otra manera?

La razón es sencilla cuanto profunda.

El mundo no está separado del Misterio que llamamos “Dios”. El mundo, el universo y cada cosa existente es expresión, manifestación y revelación del mismo Misterio.

Este es el eje de la visión mística y no-dual. Esta es la clave del cambio de época. Clave que nos empuja a salir del sueño y de la pesadilla de la separación.

No hay separación. Esta es la ilusión fuente de todos los males.

El Misterio de Vida y de Amor que anunció Jesús y que llamamos “Dios” es la raíz y la fuente de todo lo existente.

El Universo no existe “afuera” de Dios y separado de Dios.

El Universo existe y se desarrolla “adentro” de Dios y es revelación del mismo Dios… como una ola de agua no está separada del océano, sino que lo revela de una forma particular.

¿La ola “es” el océano? Si y no.

Hay que mantener la paradoja de lo real. La ola “es” el océano en cuanto está inseparablemente unida a él y lo revela y “no es” el océano en cuanto es una forma única que no lo agota.

Si decimos que el Universo “es” Dios, caemos en el panteísmo y reducimos el Misterio infinito e inabarcable a lo finito.

Si decimos que el Universo “no es” Dios, caemos en la separación, la angustia y el vacío existencial.

Dios amó tanto al mundo”: ¡claro! El mundo lo revela y lo manifiesta. El mundo es su visibilidad y exterioridad.

Nada existe afuera del Amor, nada hay que no sea amor. Esta es la percepción correcta y Jesús vino a mostrarnos esta percepción.

Jesús tuvo esta conciencia de lo real, esta visión mística.

Sus palabras y sus actos nos revelan fehaciente y constantemente esta visión.

Estamos llamados a entrar en esta visión, a purificar nuestra percepción.

Estamos llamados a ver el Amor oculto que sostiene cada cosa y realidad. Estamos llamados a ver lo Uno debajo del disfraz de lo múltiple.

La unidad es el camino.

Siempre nos tenemos que preguntar:

¿Estoy viendo lo Uno debajo de las diferencias?

¿Estoy viendo el Amor debajo de cada cosa?

 

Por todo eso, el juicio no tiene lugar: nunca.

Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (3, 17): el juicio lo inventamos los humanos cuando nos desconectamos de la Fuente y nos creemos poseedores de la verdad. Los cristianos y la iglesia en muchos casos – tal vez más sutilmente – seguimos juzgando, etiquetando, separando.

Seguimos, en general, con un bajo nivel de conciencia y todavía no hemos comprendido el alcance del amor de Dios.

Quién descubre con su propia experiencia personal que “Dios amó tanto al mundo”, sale del juicio para siempre.

 

Solo un crecimiento del nivel de conciencia nos permite escapar del juicio.

Este es el camino de la luz y hacia la luz. La conciencia es luz, luminosidad que logra ver lo profundo de lo real.

Por eso que nuestro texto termina con una invitación a caminar desde la luz y en la luz.

La luz es el más potente símbolo de la conciencia. La luz nos permite ver. La luz es visión y comprensión.

Cuando se ve y se comprende, el juicio cae por si solo.

 

Como afirma maravillosamente la filosofa española Mónica Cavallé: “Esa atención amorosa e imparcial es la fuente de la comprensión. Esta comprensión es el germen de la transformación. Ambas constituyen la esencia de la sabiduría.

O como afirma el místico sufí Rumi: “Cada uno ve lo invisible, en proporción a la claridad de su corazón.

 

 

 

 


sábado, 6 de marzo de 2021

Juan 2, 13-25

 


En este tercer domingo de Cuaresma, se nos presenta un texto sorprendente y muy fuerte: Jesús echa del templo con cierta violencia, a vendedores y cambistas.

El acontecimiento inusual es transmitido por los cuatro evangelistas, signo seguro de un fundamental anclaje histórico. Además los evangelistas no hubieran compartido un acontecimiento que rompe con el actuar “normal” del maestro, si no hubiera ocurrido realmente.

 

Se nos quiebra la imagen de un Jesús esencialmente dócil, tolerante, pacifico.

Dejémonos cuestionar por el relato evangélico, intentando penetrar en su significado y dejando de lado una actitud defensiva para que la imagen de Jesús que nos hemos construido no se destruya.

Es bueno y necesario que la vida nos destruya las imágenes y las creencias.

Afirma el rabino Abraham Kook: “Todas las definiciones de Dios llevan a la herejía”.

Esta advertencia nos viene muy bien a los cristianos, tan acostumbrados a encerrar al Misterio divino en definiciones, dogmas y ritos.

Después de esta necesaria introducción intentamos descubrir el mensaje que nos reserva el texto.

Jesús actúa con cierta violencia. Sin duda nos sorprende.

Me parece descubrir dos vertientes que se unifican en el gesto de Jesús.

Por un lado Jesús se enoja y pierde la paciencia: ¡qué maravilla! Jesús es un ser humano como nosotros! Jesús tiene ego!

La teología cristiana repitió hasta el hartazgo la plenitud humana de Jesús de Nazaret, pero en la practica muchas veces la fe de la iglesia es “monofisita”: prioritariamente se considera en Jesús su divinidad.

Jesús es radicalmente y plenamente humano y también él tuvo que asumir y trabajar su parte oscura. Lo hemos visto en su experiencia en el desierto.

Por otro lado, podemos interpretar el gesto violento de Jesús en sentido simbólico y profético.

Juan nos sugiere una pista cuando, para justificar a Jesús, cita un salmo: “el celo de tu Casa me devora” (Sal 69, 10).

Sin duda Jesús tenía en la mente el famoso y tajante texto de Isaías:

¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios? dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de carneros y de la grasa de animales cebados; no quiero más sangre de toros, corderos y chivos. Cuando ustedes vienen a ver mi rostro, ¿quién les ha pedido que pisen mis atrios? No me sigan trayendo vanas ofrendas; el incienso es para mí una abominación. Luna nueva, sábado, convocación a la asamblea... ¡no puedo aguantar la falsedad y la fiesta! Sus lunas nuevas y solemnidades las detesto con toda mi alma; se han vuelto para mí una carga que estoy cansado de soportar. Cuando extienden sus manos, yo cierro los ojos; por más que multipliquen las plegarias, yo no escucho: ¡las manos de ustedes están llenas de sangre! ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!” (Is 1, 11-17).

Setecientos años antes, Isaias decía las mismas cosas con la misma fuerza.

 

Jesús quiere purificar el Templo. El Templo de Jerusalén es sin duda la institución central del judaísmo y, como ocurre siempre con el nivel institucional, el tiempo va degradando la inspiración original.

No puedo no pensar en nuestros Santuarios cristianos desparramados a lo largo y ancho del planeta: alrededor de santuarios y basílicas el comercio de lo religioso es contundente. En algunos y puntuales casos, la situación es escandalosa.

Todo se comercializa, todo se vende, todo se compra. Logramos tratar de esta manera el mismísimo Misterio divino.

Por eso perdemos el eje, el centro: la gratuidad.

Jesús nos invita con fuerza a volver al eje, a la gratuidad.

La Casa del Padre es Casa de oración, nos dice.

Lo mismo que decir que la relación con Dios pasa por la interioridad, la disponibilidad, la entrega.

Por eso Juan nos sugiere una hermosa interpretación: el nuevo Templo es el cuerpo de Jesús (2, 21).

Jesús abre una vía directa de comunicación y relación con Dios.

Esta es la gran noticia del evangelio.

Estamos llamados a vivir como Jesús. El “cuerpo” no es solo el cuerpo de Jesús, obviamente. El cuerpo es también nuestro cuerpo y, en su pleno sentido simbólico, el “cuerpo” es la realidad.

La realidad – lo que es, aquí y ahora – es el terreno del encuentro con Dios.

Toda la realidad es metáfora y símbolo de lo divino. La realidad es la mediación esencial hacia lo divino que empapa y sostiene la misma realidad.

Una última e importante acotación.

El gesto violento de Jesús me hace recordar sus mismas palabras: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).

Es uno de los versículos de más difícil interpretación y sin duda no es una apología de la violencia.

A mi entender y a la luz de nuestro texto de hoy una posible interpretación sería la siguiente.

Hay situaciones que requieren y exigen limites claros. Educar es saber poner los limites. En situaciones puntuales poner unos limites claros pasa por la firmeza y por la “mano dura”.

Todos los padres lo saben. Jesús también lo sabía… tal vez hoy se pasó un poco.

 

 

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