sábado, 27 de mayo de 2023

Juan 20, 19-23

 


 

¡Celebramos hoy la fiesta del Espíritu! La fiesta del Espíritu es la fiesta de la Presencia, de la Vida, la fiesta del Amor.

 

La fiesta del Espíritu es la fiesta de la apertura. El Espíritu abre, quiebra, sostiene, renueva.

 

Los discípulos están con miedo, puerta cerrada y corazón cerrado.

El miedo es, tal vez, – lo afirman muchos expertos – la emoción básica del ser humano. Eso es así porque el miedo tiene que ver, de manera esencial, con la supervivencia de nuestro organismo psicofísico. Estamos diseñados para la vida y el miedo nos protege contra los peligros que atentan a la vida, física y psíquica.

En este sentido el miedo es parte de la sabiduría de la vida y de las leyes universales.

Así que: ¡no tengamos miedo de tener miedo!

 

El problema es cuando el miedo se instala y se enquista y no nos permite vivir: justo lo opuesto de su función. El miedo se convierte en irracional, ilógico, patológico.

 

Este asombroso y paradójico aspecto nos confirma en una de las constantes de las leyes universales: no hay nada terminantemente “bueno” o “malo”. Todo es “bueno” cuando cumple su función y generalmente esta función se encuentra en una tensión dinámica entre los opuestos y siempre evitando los extremos.

 

Nos dice Jeff Foster:

Nunca juzgues un sentimiento como «negativo».

Simplemente siéntelo.

Deja que su energía se mueva en tu cuerpo.

Respira en la incomodidad,

oxigena la tristeza,

satura la ira con presencia,

empapa el miedo con tierna curiosidad.

No encontrarás «negatividad»;

solo una parte preciosa de ti,

anhelo de aceptación.

No tienes que actuar en consecuencia.

No tienes que consentirlo.

No tienes que crear drama a su alrededor.

Pero es un movimiento de Dios.

Nada más y nada menos.

Así que inclínate ante eso. Siéntelo.

Deja que su energía se mueva en tu cuerpo.

Ámalo como a un niño.

Y se revelarán sus antiguos secretos.”

 

El miedo de los discípulos es un miedo enfermizo, como muchos de los nuestros. Los discípulos se cierran, cierran las puertas de su casa: no pueden vivir, no pueden amar, no pueden disfrutar del amanecer: ¡es el miedo que paraliza!

 

En estos últimos años la humanidad experimentó ese mismo miedo: el Covid nos encerró y el miedo se instaló. Habrá que cuestionarse – con honestidad y transparencia – cuanto de ese miedo fue impuesto; cuando alguien está con miedo es fácilmente manipulable.

 

El miedo que encierra, es siempre un miedo patológico, inhumano; un miedo que bloquea nuestro crecimiento y desarrollo.

 

El Espíritu abre las puertas. El Espíritu siempre abre, siempre cuestiona, porque el Espíritu es Infinito, es pura luz, pura expansión amorosa. El Espíritu todo lo penetra, todo lo envuelve. Nada lo detiene, nada lo controla, nada lo manipula.

Afirma San Pablo: “el Espíritu lo penetra todo, hasta lo más íntimo de Dios” (1 Cor 2, 10).

 

¿Cuáles son los miedos que bloquean mi vida?

 

Entreguemos estos miedos al Espíritu y salgamos a vivir. Honramos el don de la vida, aprovechemos nuestros dones, no escondamos la luz debajo de la cama.

 

La Vida nos vive. No tenemos nada bajo control y, menos, nuestra supervivencia biológica. El miedo “sano” se preocupará, él solo, de cuidarnos.

Nosotros salgamos a honrar la vida, a amar a cada paso, a cada rostro. Salgamos de la cueva de un corazón cerrado. Salgamos a sonreír a los niños y a las flores, al viento y a la a noche.

 

El Espíritu nos regalará dos dones maravillosos: la paz y la reconciliación.

 

Nuestro texto lo expresa bellamente: el “soplo” de Jesús infunde paz y perdón.

Este soplo sigue. Jesús sigue soplando el Espíritu. Nuestra propia y continua respiración – lo que nos mantiene vivos – es signo y símbolo de este Soplo.

Dios es al “Aliento de todo aliento”: tal vez la “definición” que más me gusta del Misterio divino.

 

El Espíritu vive en tu corazón; el Espíritu te vive.

Déjate vivir, déjate respirar, por favor.

Se abrirán puertas, se abrirán corazones, se abrirán mentes, se abrirán posibilidades.

 

Tu vida florecerá. Tu vida será una primavera de colores.  

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 20 de mayo de 2023

Mateo 28, 16-20

 



Hoy celebramos la ascensión de Jesús al cielo y el texto evangélico que la relata es el final del evangelio de Mateo.

Es más que probable que las palabras de Jesús en nuestro texto no sean del él mismo, sino de Mateo, que la recoge de las experiencias y la reflexión de las primeras comunidades; una referencia tan explicita al bautismo y a la formula trinitaria indica claramente una reflexión teológica posterior, donde se nota la influencia de la ya conocida – en este I siglo – teología de San Pablo. El judaísmo de Jesús no le hubiera permitido una formulación trinitaria.

Hay otro importante signo que nos revela el origen posterior de las palabras que Mateo pone en la boca de Jesús: el sentido universal.

Jesús dice: “hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (28, 19). El mismo Mateo nos había transmitido palabras de Jesús que iban en sentido contrario: “No vayan a regiones paganas, ni entren en ninguna ciudad de los samaritanos. Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel” (10, 5-6).

Sin duda la experiencia de la resurrección y del resucitado supusieron un quiebre en la comprensión de Jesús y de sus enseñanzas, pero no deja de sorprender el fuerte contraste y el cambio tan radical del sentido misionero: ¡desde la exclusividad de Israel, al universo entero!

Sin duda la reflexión cristológica de Pablo y su apertura universal tuvo una fuerte influencia en Mateo.

 

Todo esto nos sirve para reflexionar y rever el sentido de la misión y de la evangelización.

 

¿Qué significa evangelizar?

¿Qué sentido tiene la misión?

 

Temas muy actuales en una iglesia y un cristianismo en crisis y en disminución y en un mundo también en un cambio y una transformación radical.

 

La evolución de la consciencia ya no nos permite entender la misión desde el proselitismo o desde la creencia de poseer la verdad, de ser los detentores únicos de la verdad y los únicos depositarios de la revelación divina. Estas posturas han llevado y siguen llevando al conflicto, a la discriminación, a la manipulación, a la intolerancia… ¡justo a lo opuesto del mensaje de Jesús y del testimonio de su vida!

 

No creo necesario recordar los atropellos que la iglesia hizo con la excusa o el pretexto de la evangelización.

 

La evangelización – y con ella la misión – hay que entenderla y vivirla desde la experiencia y la irradiación.

 

La experiencia es algo que abarca todo nuestro ser, no solo lo racional. Encontrarse con Jesús y con el mensaje salvador del evangelio tiene que ver con toda nuestra vida. Es una experiencia radicalmente renovadora y transformadora. Si el evangelio no transforma la vida, significa que quedó estancado en un nivel meramente mental.

 

La irradiación indica una luz que se desparrama por sí sola. La luna no hace nada para brillar, se deja iluminar por el sol e irradia su luz. El cristiano se deja iluminar por Cristo y brilla por su luz. Dejarse iluminar, dejarse alcanzar por la luz. La luz no puede no iluminar. Cuando nos dejamos alcanzar por la luz, la evangelización ocurre casi por sí sola.

 

Conviene acá recordar una máxima medieval – atribuida al Pseudo Dionisio –  que dice: “Bonum est diffusivum sui”, el bien se difunde por sí mismo, está en su misma naturaleza expandirse.

 

La misión y la evangelización se dan, de manera extraordinaria y bellísima, por irradiación.

 

Esta irradiación nos viene de la Presencia. Dios es Presencia, es Presente; fue la experiencia más radical del mismísimo Jesús de Nazaret. Por eso Mateo cierra su evangelio con la famosa expresión: “yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (28, 20).

La Presencia nos envuelve y nos sostiene. En esta Presencia, somos y existimos. No hay manera de escaparse.

 

El discípulo le preguntó a su maestro: “Venerable maestro, ¿dónde está Dios?”. El maestro le contestó: “¿Dónde no está?”.

 

Vivamos la Presencia. Seamos puro reflejo de la Presencia.

sábado, 13 de mayo de 2023

Juan 14, 15-21

 

El evangelio de Juan es el evangelio más asombrosamente místico y profundo. Juan quiere llevarnos de la mano a dejarnos penetrar por la consciencia de Jesús, a dejarnos atravesar por su experiencia, su visión, su amor. ¡Qué extraordinario y que belleza!

 

Cuando se trata de experiencias tan radicales y profundas no podemos olvidar la tajante advertencia de una de las mentes más brillantes de nuestro tiempo, Ken Wilber: “Así pues nos encontramos ante dos opciones en cuanto al enjuiciamiento de la cordura, o de la realidad, o del nivel deseable de la mente, o del conscienciamiento místico: podemos creer en quienes lo han experimentado, o proponernos experimentarlo por nosotros mismos, pero si no somos capaces de hacer lo uno ni lo otro, lo más sensato es no formular ningún juicio prematuro”.

 

Atrevámonos, desde la confianza que Jesús nos infunde y nos inspira, a entrar en esta experiencia; experiencia de desnudez, de entrega, de radicalidad, que nos abre a una luz insospechada.

 

Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes” (14, 20) nos dice Jesús.

 

Aquel día” puede ser hoy; “aquel día” es el eterno presente, el eterno presente de la Presencia.

Aquel día” es la pura posibilidad, la pura apertura y frescura de este momento.

 

No estamos solos. Nunca. “El Espíritu de la verdad” nos guía, nos sostiene, nos habita, nos re-crea a cada instante.

El Espíritu es la Verdad: la verdad no es un concepto, una idea, una opinión. El Espíritu nos advierte de lo peligroso que es confundir la verdad con algo mental. La mente es un sub-producto y un despliegue de la Consciencia y esta Consciencia es el mismo Espíritu manifestándose y revelándose.

 

El Espíritu nos revela nuestra más profunda y verdadera identidad: somos Uno con Dios.

En un sentido estricto y profundo, no somos nuestro nombre, nuestra historia, nuestra biografía, nuestro cuerpo/mente: estas dimensiones son una manifestación temporal de nuestra verdadera y más profunda identidad, son el despliegue del Espíritu en nosotros para que aprendamos a vivirnos desde nuestra esencia, desde nuestra eterna y divina identidad.

Todo eso no significa, obviamente que “nombre”, “historia”, “biografía”, “cuerpo/mente” no sean importantes: lo son en cuanto camino a nuestra identidad profunda y en cuanto revelación de esta misma identidad. Por eso hay que cultivaros y cuidarlos, sin absolutizarlos, agradeciendo siempre.

 

De eso se trata el camino místico y espiritual; de eso se trata el evangelio de Juan. Es un camino para todos, es el camino del desarrollo de todo nuestro potencial humano.

Los ortodoxos hablan de “divinización”: el camino espiritual es el camino de la divinización. Humanidad divinizada, divinidad humanizada. Esto fue Jesús. Este fue su camino y es también el nuestro.

Teilhard de Chardin lo expresó brillantemente: “No somos seres humanos en un viaje espiritual, somos seres espirituales en un viaje humano.

Nuestro nombre pasará, nuestra historia pasará, nuestra biografía pasará, nuestro cuerpo/mente pasará.

¿Qué es lo que queda?

¿Qué es lo eterno en nosotros?

 

Hoy responde Jesús: “yo estoy en mi Padre, ustedes están en mí y yo en ustedes.”

Eso es lo que somos. Desde ahí estamos llamados a vivir la vida, a recorrer la existencia, a sembrar amor, a destilar luz.

 

“Somos templo del Espíritu” afirma San Pablo: “¿No saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? Por lo tanto, ustedes no se pertenecen” (1 Cor 6, 19).

No nos pertenecemos: mi “yo” verdadero no es lo que pienso. ¡Mi “yo” verdadero es el Espíritu!

Mi “centro” está afuera de mí: esta es la paradoja esencial, extraordinaria y asombrosa de la mística y del camino espiritual.

 

 

 

 

 

 

sábado, 6 de mayo de 2023

Juan 14, 1-12


 


El evangelio de hoy empieza con esta profunda y provocativa invitación de Jesús: “No se inquieten”. El texto griego es más explícito: “No se agite su corazón”. El verbo original se puede traducir como “agitar”, “perturbar”, “confundir”, “inquietar”. Algunas traducciones dicen: “No pierdan la calma”. Podríamos traducir entonces: “Su corazón no pierda la calma”. Es importante no perder la referencia al corazón presente en el texto original: el corazón como sede de las decisiones de la persona y como centro afectivo y emotivo.

Es maravillosa y revolucionaria esta invitación a la calma del corazón.

¡Tener un corazón calmo, en calma!

 

¿No es nuestro deseo más hondo?

¿Hay algo más urgente y más bello?

 

Me fascina esta invitación del Maestro. Es una invitación radical a la confianza, a vivir la vida desde esta confianza, desde la entrega, desde el abandono en las manos de Dios.

Me resuenan las otras palabras de Jesús en el evangelio de Mateo: “Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos?” (6, 26).

 

La calma del corazón puede convertirse en el eje del camino espiritual. Esta calma va de la mano con la paz. Un corazón calmo es un corazón pacifico.

 

¿Mi corazón está en calma, está en paz?

 

Esta pregunta puede revelarnos si tenemos heridas para sanar, dimensiones a perdonar en nosotros y en los demás y puede mostrarnos nuestro “grado” de confianza.

 

Vivir desde la calma y la paz es extraordinario. Cuando vivimos y actuamos desde la calma, nuestras decisiones serán casi siempre acertadas y fecundas.

 

La calma está ahí, en tu corazón. Es la calma de la Presencia, la calma de sabernos amor y amados.

Confía en tu corazón, confía en la calma que te habita y susurra a tu alma.

¿Puedes escuchar su susurro?

 

La calma, además, nos permite ver. Felipe quiere ver al Padre y le dice a Jesús: “muéstranos al Padre y eso nos basta” (14, 8): ¡se conforma con ver a Dios el buen Felipe! Claro que nos basta… y es el deseo de nuestro corazón. Vivimos del anhelo de ver a Dios, de la plena comunión con Él. En el fondo todo lo que hacemos, lo hacemos “para ver a Dios”; detrás y en el fondo de cada deseo, se esconde “El” Deseo: volver a Casa, volver a lo Uno, la plenitud de la Luz y del Amor. ¡Hagamos consciente este Deseo! Por todo eso, nuestro texto une admirablemente en una triada: calma, deseo, casa.

 

En esta tierra, ¿es posible ver a Dios?

 

Gran pregunta. Jesús responde a Felipe: “El que me ha visto, ha visto al Padre” (14, 9).

 

¿Es posible ver a Dios entonces?

La respuesta, como siempre, en estas dimensiones tan profundas, solo puede ser paradójica: sí y no.

 

Mucha gente vio a Jesús, pero muy pocos reconocieron en él el rostro del Padre y el libro del Éxodo nos recuerda las palabras de Dios a Moisés: “tú no puedes ver mi rostro, añadió, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo” (Ex 33, 20).

La “visión” de Dios en esta tierra es siempre “por reflejo”.

 

Desde la perspectiva y la visión mística, la Presencia de Dios está en todo, sostiene todo y a todo da consistencia. Jesús vivió así la Presencia y en todo descubrió y vivió la Presencia divina.

 

En todo, Dios se manifiesta y se oculta a la vez: es el hermoso secreto de la palabra “revelar”: la realidad revela la Presencia y re-vela la Presencia; “revela” en cuanto saca el velo y “re-vela” en cuanto oculta, vuelve a poner el velo.

Por eso nos cuesta descubrir a Dios en lo real.

 

En nuestra dimensión espacio-temporal y material la revelación de Dios no puede ser radicalmente evidente: nuestra estructura mental y física no puede soportar tanta intensidad de luz; la finitud no puede contener lo Infinito. Dios tiene que ocultarse para que el mundo pueda existir.

Por eso la realidad es también, el ocultamiento de Dios. Se nos regala la luz que podemos soportar y el camino espiritual se resume en la capacidad cada vez mayor de captar esta luz. Esta luz que es, a la vez, luminosa y oscura.

¡Qué Misterio tan fascinante y extraordinario!

Una certeza nos invade: la Presencia.

Por eso Jesús invita a la calma y esta misma calma nos regalará – como unos de sus más sabrosos frutos – una percepción más lucida de esta misma Presencia.

 

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