viernes, 26 de noviembre de 2021

Lucas 21, 25-28.34-36.

 

 

Hoy empieza el camino del Adviento y la iglesia nos propone – como todos los años – un texto del genero apocalíptico.

El genero apocalíptico – usando imágenes y metáforas de catástrofes – nos habla de un profundo cambio y de la situación de miedo e incertidumbre que vivían las primeras comunidades cristianas; comunidades que estaban convencidas del inminente regreso de Jesús y del fin del mundo.

Obviamente estos textos no hay que tomarlos literalmente: no son profecías de eventos actuales y/o futuros, ni tienen la función de asustarnos.

El evangelio – su etimología griega es diáfana – es “buena noticia”: todo hay que leerlo desde este criterio, también los pasajes más duros e incomprensibles.

Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Rom 8, 28), afirma San Pablo en la carta a los romanos.

 

Encuentro una clave de lectura de nuestro texto en el último y hermoso versículo:

Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre” (21, 36).

Otra y, para mi gusto mejor traducción, dice así: “Estén siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manténganse en pie ante el Hijo del hombre”.

Estamos en uno de los ejes del evangelio y de todas las tradiciones espirituales: vivir despiertos. ¡Despertar!

¿Qué significa “vivir despiertos”?

¿Qué significa “despertar”?

Muchas tradiciones, especialmente orientales, hablan del “despertar” como el giro radical de la existencia: hay un antes y un después.

En ocasiones este “despertar” (también llamado “iluminación”) es instantáneo y repentino; la mayoría de las veces – y especialmente en nuestra cultura occidental – es un proceso lento y cotidiano.

“Vivir despiertos” es vivir desde un nivel de conciencia y lucidez más profundo e integral. Es salir del “sueño” mental que nos atrapa, encandila, esclaviza.

Cuando estamos “atrapados en la mente” estamos dormidos: creemos que “somos la mente”, creemos que somos los pensamientos que nos invaden y no podemos salir de los vaivenes emocionales.

Como afirma brillantemente la doctora Joan Borysenko, “la mente es un siervo maravilloso, pero un amo terrible.”

 

“Despertar” es “darse cuenta”.

“Despertar” es un reencuadre.

“Despertar” es darse cuenta que no somos la mente ni las emociones. Somos algo más, algo mucho más profundo, bello y estable.

Vivir despiertos es aprender a ver la vida desde otra perspectiva, desde la visión interior, desde una conciencia lúcida y ecuánime.

¡Qué liberación!

 

El texto de hoy nos regala unas hermosas metáforas.

Levanten la cabeza” (21, 28): expresa una actitud atenta, digna, despierta. Esta expresión empalma armónicamente con nuestro ultimo versículo: “manténganse en pie”.

“Cabeza levantada” y “de pie”: metáforas de la persona despierta. Actitudes corporales que denotan una conciencia lucida.

Estas actitudes “despiertas” hay que ejercitarlas, con paciencia y disciplina.

Son las actitudes que nos hacen salir de una “mente embotada”: nuestro texto traduce con “aturdir”. Parece más correcto “embotar”.

Una mente “embotada” es justamente lo opuesto al vivir despierto: es una mente ofuscada, perdida, sin percepción clara.

El texto original griego en realidad habla de “corazón embotado, ofuscado.”

Sin duda Jesús usaba la palabra “corazón” desde su comprensión y cultura judía.

La palabra hebrea para “corazón” – lev (לב) se encuentra muchísimas veces en la Biblia. En la cultura hebrea y en la Biblia, el lev es mucho más que simplemente el órgano que bombea incansablemente la sangre por nuestras venas. El lev es el órgano humano central. Representa nuestra interioridad más profunda y es la sede de las decisiones. Es lo que nos hace amar, llorar, pecar y sentir empatía.

 

Desde nuestra cultura occidental podemos comprender entonces el “corazón” como una armoniosa síntesis entre “corazón” y “mente”.

Comprendemos entonces la profundidad y urgencia de la invitación del texto evangélico: “Estén atentos a que su corazón/mente no quede ofuscado, nublado”.

El embotamiento afecta a todo el ser y a todas las dimensiones: racionalidad, afectividad, emociones, sentimientos.

Por eso que cuando perdemos la lucidez en una dimensión, es muy fácil perderla en todas las demás.

“Vivir despiertos”: es la gran invitación de hoy.

Vivir despiertos para recuperar el dominio sobre nosotros mismos, sobre nuestras sensaciones, pensamientos, emociones.

Vivir despiertos para ir por la vida con la “cabeza levantada” y “de pie”: en plena conciencia, en la luz, en el amor.

 

 

 

 

 

 

viernes, 19 de noviembre de 2021

Juan 18, 33-37

 


 

Dentro del proceso a Jesús en el evangelio de Juan, ocupa un lugar central el tema de la verdad.

La verdad es uno de los grandes ejes del cuarto evangelio. Tenemos citas memorables y centrales que se refieren a este tema tan esencial:

La verdad los hará libres” (8, 32)

Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6)

 

El gran desafío se concentra y resume en la pregunta de Pilato a Jesús que sigue a nuestro texto de hoy: “¿Qué es la verdad?” (18, 38).

Pilato no espera para escuchar la respuesta de Jesús. Tal vez no quiso escuchar y tampoco sabemos si Jesús hubiera o no respondido.

 

¿Qué es la verdad?

Es la pregunta central de la historia de la filosofía y de la búsqueda de las religiones y tradiciones espirituales.

Nuestro texto asocia el tema de la verdad a la imagen de Jesús como rey. Es el versículo que cierra el texto: “yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (18, 37).

 

¿Cuál es la relación entre “rey” y “verdad”?

Un rey es alguien que no depende de los demás, es dueño de su territorio, tiene dominio y poder absoluto.

Me parece descubrir una hermosa clave de lectura: Jesús es rey porque es dueño de sí mismo y es dueño de sí mismo porque conoce su verdad y es fiel a esta verdad.

Jesús no se cree dueño de “La Verdad”, sino testigo. Jesús es tan honesto y sincero consigo mismo que puede ser “testigo de la verdad”.

¿Cuál verdad? La suya, su propia experiencia, su visión.

Jesús sabe que “La Verdad” es inaprensible, inafferable; porque “La Verdad” en sentido estricto, es Dios mismo.

¿Y qué ser humano puede ser tan soberbio y pretensioso de querer abarcar y comprender la infinitud de Dios?

El ser humano no tiene acceso a “La Verdad”, sino tiene acercamientos desde distintas perspectivas.

Por eso que no podemos encerrar a “La Verdad” en conceptos, dogmas y doctrinas: es totalmente absurdo y también la tradición de la iglesia lo afirma y reitera.

Afirma, por ejemplo, San Agustín: “Estamos hablando de Dios, ¿qué tiene de extraño que no lo comprendas? Pues, si lo comprendes, no es Dios. Antepón la piadosa confesión de tu ignorancia a una temeraria profesión de ciencia. Tocar en alguna medida a Dios con la mente es una gran dicha; en cambio, comprenderlo es absolutamente imposible” (Sermón 117).

Todo lo que los conceptos y el lenguaje pueden decir son simples y humildes pistas, son “el dedo que apunta a la luna”, pero no la luna; son el mapa, no el territorio.

Un mapa me ayuda a moverme y ubicarme, pero no es en absoluto el territorio. Confundir “mapa” con “territorio” es la gran equivocación en la cual cayeron y caen las religiones; confusión que genera fanatismos, intolerancia, violencia, discriminación.

 

Por eso que La Verdad siempre se nos escapa, siempre hay que buscarla humildemente y cuando creemos haberla atrapado nos encontramos desnudos otra vez.

Como afirma el poeta: “Tu verdad no, la Verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela” (Antonio Machado).

 

De todo esto sacamos unos criterios fundamentales en nuestra amorosa búsqueda de “La Verdad” y “las verdades”:

 

·     La verdad tiene que ver con la totalidad, no con lo parcial. Algo parcial no puede ser totalmente verdadero. Nuestro acercamiento a La Verdad es siempre desde una perspectiva: ampliar y asumir distintas perspectivas nos da un acercamiento más real e integral.

·     La verdad tiene que ver con “lo que es”. “Lo que es” es lo que hay, aquí y ahora. La verdad es lo real y lo real es lo verdadero. La verdad de este momento es tu estado de animo, tu entorno y la lectura de estas líneas.

·     La verdad tiene que ver con la experiencia personal y subjetiva. Solo la fidelidad a tu experiencia te abre a La Verdad.

·     La Verdad, por otro lado, siempre supera y trasciende la experiencia personal y subjetiva. Esta es la dimensión paradójica de la verdad. Por eso afirma brillantemente el físico cuántico Niels Bohr: “El opuesto de una frase correcta, es una frase errónea. Pero el opuesto de una verdad profunda, puede muy bien ser otra verdad profunda.

 

Toda esta reflexión nos invita al silencio. Frente a “La Verdad” lo mejor es siempre el silencio; un silencio que no es pasividad, sino un silencio que es reconocimiento de nuestra finitud, un silencio que es humilde apertura y serena búsqueda.

Por eso que tal vez ni Pilato ni Jesús se atrevieron a discutir sobre la verdad; desde posturas completamente distintas sobre la vida, los dos callaron. Y le embocaron.

 

sábado, 13 de noviembre de 2021

Marcos 13, 24-32

 



Hoy Jesús en el evangelio nos regala una hermosa imagen: “Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano” (13, 28).

Hace unos meses, en pleno invierno, vinieron unos días de calor y mi amado ciruelo empezó a brotar; después volvieron los fríos y quemaron todos los brotes y todavía no volvió a brotar: mi ciruelo está en crisis y ya no entiende nada del clima.

El clima está cambiando y el preocupante cambio climático está afectando al planeta y a los seres vivientes que en él viven. La comparación de Jesús ya no es tan segura y certera.

 

Todo esto nos lleva al mensaje central de nuestro texto: todo cambia, todo pasa. Es la “impermanencia” del budismo: todas las formas son pasajeras, nada es permanente. San Pablo lo expresa así: “la apariencia de este mundo es pasajera” (1 Cor 7, 31).

El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”, dice Jesús en nuestro texto.

Comprender y aceptar la impermanencia es una de las claves de la paz interior y nos abre la puerta a lo que es permanente, a lo eterno.

Por eso afirma muy bellamente el maestro zen Shunryu Suzuki: “Cuando entendemos la verdad de la impermanencia y hallamos nuestra serenidad dentro de ella, nos encontramos en el nirvana”.

En términos cristianos podríamos decir: cuando comprendemos y aceptamos que todo pasa, nos encontramos en Dios.

Es la paradoja de la existencia: amar la impermanencia nos introduce en lo permanente; aceptar que todo pasa, nos instala en lo eterno.

¡Maravilloso!

 

Intentemos adentrarnos en este Misterio y profundizar.

¿Qué es lo que pasa?

¿Qué es lo que queda, lo eterno?

 

Pasan las formas, pasa todo lo que vemos y percibimos con nuestros sentidos: las personas, las cosas, la naturaleza. Pasan nuestros pensamientos, emociones, sentimientos. Todo lo que tiene “forma” pasa.

¿Qué es “forma”?

“Forma” es algo que mi mente puede identificar y nombrar. “Forma” es “algo”, identificable y limitado.

¿Qué es, en cambio, lo que no pasa?

Todo lo que no tiene forma, todo lo que mi mente no puede identificar ni nombrar. El budismo lo llama “vacío”. San Juan de la Cruz habla de la “nada”. La mística en general se refiere al silencio. El silencio no pasa, porque no tiene forma. Por eso que la mente no puede atraparlo ni manipularlo.

Jesús en el texto de hoy nos dice: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. “Cielo” y “tierra” expresan las formas; las “palabras” lo eterno, la no-forma.

“Las palabras” en su sentido más exterior y superficial también son formas y también pasan. Jesús, diciendo “mis palabras no pasarán”, no se está refiriendo a este sentido más superficial que le otorgamos a la palabra. Jesús se está refiriendo al lugar silencioso y eterno, de donde surgen las palabras.

Podemos entender las palabras de Jesús – y en general toda la Escritura de la revelación judeo-cristiana – como un “puente”: conectan lo eterno con lo pasajero, lo invisible con lo visible. Un “puente” en realidad cumple una función y casi desaparece en su función. Lo que importa es la conexión, la comunicación. Un puente “está ahí” para unir, para conectar.  

Por eso que, en realidad, y como afirma el budismo zen, “forma es vacío y vacío es forma”. En nuestra experiencia humana, histórica y concreta, vivimos en una constante tensión entre el vacío y las formas, entre el silencio y las palabras, entre lo eterno y lo pasajero. No podemos escaparnos de las formas y tampoco podemos escaparnos del vacío que sostiene las mismas formas.

¿Cómo alcanzamos la paz interior, esta paz que no tiene precio?

Viviendo las formas desde el vacío, viviendo las palabras desde el silencio, viviendo el tiempo desde lo eterno.

Siendo este “desde”, siendo puente, siendo cauce.

San Juan de la Cruz diría: siendo nada y siendo todo.

Más no se puede decir: la mente es forma y no puede comprender ni explicar lo que no tiene forma.

Simple y maravillosamente hay que vivir, experimentar, caer, levantarse, intentar de nuevo.

Simple y maravillosamente hay que conectar con el silencio antes de usar las palabras.

Simple y maravillosamente hay que ser fuego para regalar chispas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 6 de noviembre de 2021

Marcos 12, 38-44

 

 

El evangelio – todo lo sabemos y mucho también se reitera – “es” o “puede ser” (dependiendo de nuestra apertura y recepción), un mensaje de vida para nosotros hoy.

El gran peligro y el gran riesgo es la manipulación de los textos: lo que “nos sirve” lo tomamos y lo que no, lo encerramos en una historia ya pasada.

Ocurre claramente con el texto de hoy.

La critica muy dura de Jesús a los escribas y a su superficialidad y apariencia, la encerramos en su contexto histórico y la reservamos a los escribas y fariseos del tiempo de Jesús… ¡y no nos damos cuenta que caímos en lo mismo!

Eso ocurre especialmente a los que detienen la autoridad en la iglesia: vestimentas especiales, lugares especiales en reuniones, títulos redundantes, primeros puestos en los templos: ¡Se repite lo mismo! … más allá de las intenciones individuales que pueden ser muy buenas.

Obviamente se justifica todo desde elucubraciones teológicas y/o pastorales o haciendo hincapié en el tema de los signos. Creo que no es honesto y el momento actual nos invita a un cambio radical. Además parece evidente que para Jesús y el evangelio los signos no son exteriores, sino interiores: el amor, la alegría, la paz.

Afirma lucidamente Enrique Martínez Lozano: “¿qué sentido tiene que, todavía hoy, la jerarquía de la iglesia siga vistiendo capisayos que producen vergüenza ajena y que, para más inri, tienen su origen en los que vestían los poderosos del Imperio romano? Indudablemente, la resistencia a abandonarlos, parece indicar la necesidad, consciente o inconsciente, de manifestar una posición de poder.

La iglesia está en tiempo de Sínodo – “caminar juntos” – y es la gran oportunidad para implementar cambios estructurales y volver a la frescura del evangelio.

 

En nuestro texto Jesús critica a la simple forma exterior, a una religiosidad aparente y desconectada de la vida.

Por otro lado Jesús alaba a la viuda; una pobre viuda que entrega lo poco que tiene y lo mucho que es. El escriba entrega apariencia y superficialidad; la viuda entrega el ser, lo que es. ¡Maravilloso!

 

Para no caer en la hipocresía y en la tentación del juicio necesitamos dar un paso más.

El “escriba” y la “viuda” conviven en nuestro interior, como la luz y la sombra.

“Escriba” y “viuda” son símbolos del ego y del ser, símbolos de lo superficial y efímero y de lo profundo y eterno.

El proceso de crecimiento consiste en reconocer el “escriba” que vive en nosotros y trascenderlo para conectar con la “viuda”, nuestro ser verdadero y autentico.

Somos “la viuda”: extrema pobreza y fragilidad que se entrega total y radicalmente.

La pobreza que todos experimentamos es una invitación a una entrega generosa de nuestro ser. Es una invitación a darnos cuenta del amor que somos y que nos habita.

¿Por qué la pobre viuda da todo?

Porque se vive desde otra plenitud que la habita: en ella “todo” y “nada” coexisten.

Esa es la paradoja del amor: sumamente frágil y vulnerable y sumamente poderoso.

Cuando entregamos nuestra pobreza y nos vivimos desde el amor que nos habita nos volvemos luminosos y poderosos.

La cruz del maestro es el mejor ejemplo: la máxima desnudez y pobreza se convierte en una luz indefectible y salvadora.

 

 

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