sábado, 13 de noviembre de 2021

Marcos 13, 24-32

 



Hoy Jesús en el evangelio nos regala una hermosa imagen: “Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano” (13, 28).

Hace unos meses, en pleno invierno, vinieron unos días de calor y mi amado ciruelo empezó a brotar; después volvieron los fríos y quemaron todos los brotes y todavía no volvió a brotar: mi ciruelo está en crisis y ya no entiende nada del clima.

El clima está cambiando y el preocupante cambio climático está afectando al planeta y a los seres vivientes que en él viven. La comparación de Jesús ya no es tan segura y certera.

 

Todo esto nos lleva al mensaje central de nuestro texto: todo cambia, todo pasa. Es la “impermanencia” del budismo: todas las formas son pasajeras, nada es permanente. San Pablo lo expresa así: “la apariencia de este mundo es pasajera” (1 Cor 7, 31).

El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”, dice Jesús en nuestro texto.

Comprender y aceptar la impermanencia es una de las claves de la paz interior y nos abre la puerta a lo que es permanente, a lo eterno.

Por eso afirma muy bellamente el maestro zen Shunryu Suzuki: “Cuando entendemos la verdad de la impermanencia y hallamos nuestra serenidad dentro de ella, nos encontramos en el nirvana”.

En términos cristianos podríamos decir: cuando comprendemos y aceptamos que todo pasa, nos encontramos en Dios.

Es la paradoja de la existencia: amar la impermanencia nos introduce en lo permanente; aceptar que todo pasa, nos instala en lo eterno.

¡Maravilloso!

 

Intentemos adentrarnos en este Misterio y profundizar.

¿Qué es lo que pasa?

¿Qué es lo que queda, lo eterno?

 

Pasan las formas, pasa todo lo que vemos y percibimos con nuestros sentidos: las personas, las cosas, la naturaleza. Pasan nuestros pensamientos, emociones, sentimientos. Todo lo que tiene “forma” pasa.

¿Qué es “forma”?

“Forma” es algo que mi mente puede identificar y nombrar. “Forma” es “algo”, identificable y limitado.

¿Qué es, en cambio, lo que no pasa?

Todo lo que no tiene forma, todo lo que mi mente no puede identificar ni nombrar. El budismo lo llama “vacío”. San Juan de la Cruz habla de la “nada”. La mística en general se refiere al silencio. El silencio no pasa, porque no tiene forma. Por eso que la mente no puede atraparlo ni manipularlo.

Jesús en el texto de hoy nos dice: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. “Cielo” y “tierra” expresan las formas; las “palabras” lo eterno, la no-forma.

“Las palabras” en su sentido más exterior y superficial también son formas y también pasan. Jesús, diciendo “mis palabras no pasarán”, no se está refiriendo a este sentido más superficial que le otorgamos a la palabra. Jesús se está refiriendo al lugar silencioso y eterno, de donde surgen las palabras.

Podemos entender las palabras de Jesús – y en general toda la Escritura de la revelación judeo-cristiana – como un “puente”: conectan lo eterno con lo pasajero, lo invisible con lo visible. Un “puente” en realidad cumple una función y casi desaparece en su función. Lo que importa es la conexión, la comunicación. Un puente “está ahí” para unir, para conectar.  

Por eso que, en realidad, y como afirma el budismo zen, “forma es vacío y vacío es forma”. En nuestra experiencia humana, histórica y concreta, vivimos en una constante tensión entre el vacío y las formas, entre el silencio y las palabras, entre lo eterno y lo pasajero. No podemos escaparnos de las formas y tampoco podemos escaparnos del vacío que sostiene las mismas formas.

¿Cómo alcanzamos la paz interior, esta paz que no tiene precio?

Viviendo las formas desde el vacío, viviendo las palabras desde el silencio, viviendo el tiempo desde lo eterno.

Siendo este “desde”, siendo puente, siendo cauce.

San Juan de la Cruz diría: siendo nada y siendo todo.

Más no se puede decir: la mente es forma y no puede comprender ni explicar lo que no tiene forma.

Simple y maravillosamente hay que vivir, experimentar, caer, levantarse, intentar de nuevo.

Simple y maravillosamente hay que conectar con el silencio antes de usar las palabras.

Simple y maravillosamente hay que ser fuego para regalar chispas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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