domingo, 26 de junio de 2016

Lucas 9, 51-62



Lucas nos presenta hoy la decisión de Jesús de emprender el viaje hacia Jerusalén, viaje que sabía riesgoso y peligroso.
Es el viaje de la vida, el viaje a nuestro interior, al descubrimiento de nuestra más profunda identidad, el viaje que nos enfrenta con la muerte: ¿emprendiste este viaje?

Jesús se atreve, es libre de los miedos que tantas veces nos bloquean. Jesús mira la realidad con valentía y profundidad, la acepta y la ama.
En este nivel de profundidad Lucas justamente nos presenta un viaje más simbólico que geográfico.
Los cuatro episodios que nos relata Lucas en este viaje hacia Jerusalén pasando por Samaria revelan justamente la mirada de Jesús.

Los apóstoles quieren destruir a los que no los reciben, en los cuales podemos leer los distintos, los que piensan diferentes.  Los apóstoles no descubren la unidad, rechazan la unidad y viven desde la separación. Jesús ve la realidad desde una dimensión más profunda: se percibe uno con la vida y percibe todo en esta única raíz. Por eso dijo: “Yo vine para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10, 10). Jesús se sabe Uno con la Vida y por eso solo puede ofrecer vida.

Los demás episodios muestran la libertad radical de Jesús y su profundo desapego afectivo y efectivo. El viaje hacia el Amor, lo que somos, no puede ser vivido desde apegos, miedos y prejuicios. Hay que soltar para viajar.
Soltar para ser Uno con la Vida y desde la Vida. Somos Uno con la Vida: ¿qué más necesitamos?
Cuando nos cuesta soltar, la vida misma nos va sacando cosas: tendríamos que agradecer cada vez que la vida nos despoja de algo o alguien.
Hay que emprender el viaje con pocas cosas. San Francisco decía: “necesito pocas cosas y las pocas que necesito las necesito poco.” 
Y, como siempre, lo esencial es interior.

El evangelio nos transmite un estilo de vida, no conceptos o ideales.
Dice justamente el teólogo J.B. Metz: “el saber sobre Jesús no se transmite primariamente en el concepto, sino en estos relatos de seguimiento.
Conocemos a Jesús viviendo como él y desde él: Uno con la Vida para la vida.


domingo, 19 de junio de 2016

Lucas 9, 18-24



El evangelio de hoy es central. Mateo, Marcos y Lucas relatan el acontecimiento (Mt 16, 13-20, Mc 8, 27-30, Lc 9, 18-24). En el evangelio de Marcos reviste una importancia especial ya que hace de eje encontrándose justo en la mitad. Todo el evangelio del Marcos se centra en esta pregunta: ¿Quién es Jesús?

El acontecimiento es fundamental porque tiene que ver con una de las preguntas centrales del ser humano: la pregunta sobre la identidad. ¿Quién soy? Pregunta que hace un paquete único con las demás: ¿De dónde vengo? ¿Adonde voy? ¿Qué hay después de la muerte?

Sumamente interesante lo que Lucas nos dice: Jesús plantea la pregunta sobre su identidad en un momento de oración solitaria. Solo desde la vivencia del silencio y la interioridad surgen las preguntas claves y solo desde ahí podemos intentar respuestas coherentes y humanizantes.
Por eso nuestra sociedad actual – muy superficial en varias de sus expresiones – no se plantea las preguntas claves. La sociedad de lo banal se interesa de otros asuntos: los divorcios de los famosos, la vida privada de los futbolistas, como gastar el dinero en estupideces y como sacar el máximo provecho con el mínimo esfuerzo.

En nuestro texto podemos vislumbrar dos niveles de profundidad, entrelazados entre ellos. En un primer nivel se trata de la identidad histórica del Maestro de Nazaret.
Identidad histórica a la cual la iglesia a través de los siglos dio respuestas interesantes que quedaron condensadas en fórmulas. Esto puede resultar peligroso. Nos dice con lucidez José Antonio Pagola:
Por desgracia se trata con frecuencia de fórmulas aprendidas a una edad infantil, aceptadas de manera mecánica, repetidas de forma ligera y afirmadas más que vividas. Confesamos a Jesús por costumbre, por piedad o por disciplina, pero vivimos con frecuencia sin captar la originalidad de su vida, sin escuchar la novedad de su llamada, sin dejarnos atraer por su proyecto, sin contagiarnos de su libertad, sin esforzarnos en seguir su trayectoria.
La respuesta a la pregunta de Jesús tendría que partir de la vida y a servicio de la vida, de la confianza y a servicio del amor, del amor y a servicio de la alegría.

Pero hay otro nivel, más profundo aún y por ende, según mi parecer, más esencial.
La pregunta de Jesús: “¿Quién dice la gente que soy yo?” está indisolublemente ligada a la otra: ¿Quién eres tú? No podemos contestar quien es Jesús si ni sabemos quienes somos nosotros: es la pregunta única y clave sobre la identidad. ¿Quiénes somos? ¿Quién soy?
Jesús apunta a algo esencial: descubre quien eres y sabrás quien soy. El evangelio de Juan nos revelará la afirmación de Jesús: “Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy” (Jn 8, 58).
Jesús se sabe uno con el Padre, expresión única de la vida divina. Sabe que Dios es la raíz de todo lo existente. Nos invita a descubrirnos ahí, en esta unidad. Jesús con su pregunta nos dice: descúbrete Uno con la Vida, Uno con el Amor. Descubre que vos y yo somos una cosa sola.

Nuestra real identidad no está separada de Jesús ni de nada y nadie: es identidad compartida. Vida divina que fluye y se tiñe de un color único y especial.
Descúbrete ahí y todo se transformará: eso es, en esencia, vivir.
Recién vislumbrada esta verdad, entendemos más cabalmente los últimos y famosos versículos: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará.

Jesús no pide renunciar a lo que somos: sería absurdo e inhumano. Jesús pide renunciar justamente a lo que no somos.
Jesús nos dice: si descubriste que tu última y radical identidad es al amor, vive a partir de ello.

Renuncia a lo que no eres: tu egoísmo, tu yo superficial con sus necesidades y deseos compulsivos, tus ideas y proyectos.
Vives tu humanidad a partir de su raíz única y compartida: amor y vida.













martes, 14 de junio de 2016

¿Luchar, resistir o alinearse?





¿Qué hacemos con la violencia, el odio, la opresión? ¿Qué hacemos con el sistema inhumano que está implantado en esferas importantes del poder?
Son las grandes preguntas que desde su origen se plantea la teología de la liberación en América Latina. Teología de la liberación que justamente reflexiona a partir del dolor inocente e intenta transformar la sociedad, apuntando a un mundo más justo, fraterno y solidario.

En el fondo estas simples y tajantes preguntas son las mismas preguntas que se plantea toda la iglesia y el cristianismo en varias partes del planeta, dejando tal vez de lado esta porción de cristianismo burgués y ritual que poco tiene que ver con el evangelio.

¿Cómo el mensaje liberador del evangelio puede realmente transformar?
En su raíz es la famosa pregunta sobre el mal: ¿cómo erradicar el mal?

En general se quiso dar una respuesta pragmática y moral: haciendo el bien, luchando contra el mal, resistiendo al mal.
Sin querer ofrecer una respuesta que no quiero ofrecer y tampoco tengo, estoy convencido que el camino va por otro lado.
El mal se transforma alineándose con la vida y no luchando en contra o resistiendo.
Unas aclaraciones pueden ayudar:

1) Cuando hablamos de “sistema perverso e inhumano” no estamos hablando de una realidad externa. Todos pertenecemos de alguna forma al sistema y todos hemos contribuido a su existencia. En el fondo cuando compramos una Coca Cola estamos alimentando el sistema, así de simple. Y con eso no quiero decir que no se pueda tomar, de vez en cuando, una Coca Cola. Hay que salir del terrible error de separar: los buenos y los malos, los responsables del mal y los buenos que luchan en su contra. Hay una sola humanidad, un solo ser humano.

2) Esto nos lleva a un nivel más profundo aún. El sistema no se construyó por sí solo. El sistema en su raíz nace del corazón humano y de un corazón humano herido y hambriento de amor. Y el corazón humano es siempre el mismo. El corazón de aquel que etiquetamos como “malo” es el mismo de aquel que etiquetamos como “bueno”. La iglesia siempre lo supo y lo anunció. ¿De donde nace entonces el mal? De un corazón enfermo: el egoísmo. De un corazón que no se siente y sabe amado. ¿Y quién tiene un corazón totalmente y siempre sano? Así que la raíz del egoísmo está presente en todos. El ego que nace de la identificación con la mente nos constituye psicológicamente.

3) El camino contemplativo nos da una visión más global e integral del ser humano: nos hace experimentar nuestra identidad compartida. Compartimos la misma y única Vida. Es tan así que podemos decir: “el otro soy yo”. Entonces: ¿voy a luchar contra mi mismo? En el silencio contemplativo tocamos también nuestro verdadero ser y nos damos cuenta de lo eterno más allá de lo temporal y de lo invisible más allá de lo visible. Nuestra autentica identidad radica justo ahí: en lo eterno y lo invisible. Somos amor expresándose de una forma particular, aquí y ahora. Iguales en la raíz, distintos en la manifestación.

De estas rápidas aclaraciones vamos sacando unos criterios para nuestro caminar.

Desde la experiencia fundante y fundamental de la unidad y nuestro autentico ser, la “lucha en contra” es algo inútil cuando, peor, contraproducente. Los ejemplos en la historia se multiplican. Lo sabemos bien: el odio engendra odio y la violencia engendra violencia. El mal que intento erradicar del otro (sea persona concreta, institución o sistema) vive también en mi. Jesús nos recuerda: “¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que te saque la paja de tu ojo”, tú, que no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano.” (Lucas 6, 42).
¡Y nunca terminaremos de sacar nuestras vigas! Así que un primer criterio se centra en la persona: para transformar al mundo empieza a transformarte a ti mismo. Para erradicar el mal de los otros hay que erradicarlo antes del propio corazón. Es un trabajo nunca acabado. Por eso la prioridad lógica y existencial: antes descubres la paz en ti y después puedes ofrecerla. Siempre habrá que redescubrir y reconectarse con la paz que somos. Solo así nuestro actuar reflejará y construirá una paz autentica.

Resistir al mal es una forma sutil de lucha. Que tiene además la contra de hacernos creer los héroes y las víctimas. Fue esta una manera de entender el martirio en el cristianismo. “Yo que soy bueno soporto el mal…”, “yo que soy bueno ofrezco mi vida…”. En el fondo resistir es no aceptar radicalmente la realidad.

Jesús y muchísimos otros maestros y sabios de la humanidad nos regalan otra y más fructífera pista: el mal se vence asumiéndolo. El evangelio es muy lucido en esto: “Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra.” (Mateo 5, 38-39). “No hagan frente al mal” nos dice Jesús… hay páginas del evangelio que olvidamos fácilmente o que solo sabemos comprender en su matiz moral.

El mal solo se transforma asumiéndolo: y asumir significa en concreto decir “sí” a lo que es, a la realidad tal cual se presenta aquí y ahora. Decir a la realidad, alinearse con la vida.
Porque en el fondo alinearse con la vida es aceptar de vivir desde la radical bondad de lo real. Diciendo sí a la vida tal cual se presenta estoy confiando que en el fondo todo está bien, más allá de lo superficial, de lo manifestado y del mal que a menudo emerge.
Alinearse con la vida es confiar que la raíz última es el amor y, porque amor, eterno, bello, bueno.
¿Y cuando la vida se manifiesta con un terrible odio y egoísmo que solo genera dolor? 
Igualmente nos alineamos con lo que es, con la realidad. Nos alineamos con la vida que se manifiesta, no con lo manifestado. Nos damos cuenta que en el fondo el mal no tiene consistencia, es ilusorio, aunque una ilusión tan real que genera mucho dolor. Como la muerte: una ilusión que hacemos tan real que nos asusta y nos causa tantas lágrimas. Asumiendo el mal, penetramos hasta el corazón de las tinieblas con nuestra pequeña luz y esa misma luz disipará, a su momento, el mal. Disipará la ilusión. Solo la luz disipa las tinieblas, no la fuerza y la violencia.

Hay dos iconos evangélicos que nos expresan admirablemente esta realidad, que los budistas llaman ecuanimidad. Palabra hermosa, vital, clave. Palabra que hemos olvidado. Ecuanimidad es aceptar con la amor la realidad tal cual es, mal y dolor inclusive, sin perder la paz que nos constituye. En el cristianismo San Ignacio hablaba de “santa indiferencia”.
Vemos brevemente estos dos iconos, que tal vez nos ayudan más a comprender que tantas palabras.

1) “Después Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, Jesús dormía. Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: «¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!». Él les respondió: «¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?». Y levantándose, increpó al viento y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres se decían entonces, llenos de admiración: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?».” (Mateo 8, 23-27).

Más allá de que el relato muy probablemente no es histórico sino catequético nos revela una actitud clave de Jesús. Actitud que quedó grabada en el corazón de los primeros discípulos y comunidades. Frente al mal y la muerte inminente simbolizados por la tormenta, Jesús duerme. Locura total o sabiduría plena: opto por la segunda y simpatizo por la primera. La sabiduría del amor a veces se tiñe se simpática locura. Jesús duerme: sabe que todo está bien y va a estar bien. Jesús enfrenta el mal con absoluta calma. Es contemplativo: sabe, porque vio, que el fondo último de lo real es bueno. Confía en ello. Absoluta y plenamente.

2) La cruz. Símbolo central de los cristianos. Decimos que Jesús salvó al mundo con su muerte en la cruz. Afirmamos justamente que Jesús pasó su vida haciendo el bien, que vivió en el amor y que la cruz es el resultado de su fidelidad al amor hasta el final. Decimos también que la muerte en cruz es el gesto más sublime de entrega y de amor y que resume toda la vida entregada del Maestro. Todo excelente y compartible.
Pero no logramos todavía sacar la consecuencia más evidente. ¿Qué hace Jesús en la cruz? Nada. No puede y tal vez ni quiere. No hace nada. Solo y simplemente asume el mal y el dolor. Y ese asumir se transformará en resurrección, propio a confirmar que la raíz última de la vida es el amor. Amor que por nuestro egoísmo muchas veces se manifiesta mal y como mal.

Unas últimas aclaraciones: alinearse con la vida y asumir el mal no es un camino fácil. Siempre está nuestro egoísmo al acecho y nuestras heridas afectivas mal curadas. También la dificultad de comprender: ¿qué significa asumir el mal en el aquí y ahora de la situación concreta? ¿Cómo asumirlo? ¿Cómo educarse y educar en eso?

Acá se centra el camino espiritual. En esto entra a plenas manos la centralidad del silencio contemplativo. Solo el silencio y la quietud nos llevarán a nuestro autentico ser y solo desde el silencio y la quietud logramos ver y discernir.
Buen camino. En lo Uno: el Amor silencioso.






domingo, 12 de junio de 2016

Lucas 7, 36 - 8, 3.




El acontecimiento que hoy el evangelio nos presenta tiene que haber sido importante y quedó grabado en la memoria y el corazón de las primeras comunidades cristianas: los cuatro evangelistas lo relatan en sus escritos, cada cual con su matiz y su intención particular.

Es un texto que me fascina, una de las páginas del evangelio que más resuena en mi corazón.

El encuentro de la mujer con Jesús está lleno de una gran ternura, un gran amor y un gran perdón. Realidades que el fariseo no logra vislumbrar siquiera.
Por eso es también un evangelio muy duro y que nos propone uno de los temas claves del mensaje de Jesús y de nuestra fe: la relación entre la ley y el amor.

La actitud de la prostituta en búsqueda del perdón de Jesús es sin duda una actitud atrevida y que tiene algo de erótico: la mujer se suelta el cabello y besa los pies. Es un amor integral y total: nada de platónico. Esta admirable actitud de la mujer ya nos revela algo del verdadero amor: o amamos con todo nuestro ser o no amamos para nada. Se ama con todo y el amor siempre lo exige todo.

La actitud del fariseo se coloca a las antípodas. Es impresionante como Lucas nos logra mostrar como en un icono el contraste entre la mujer y Jesús por un lado y el fariseo por el otro.
El fariseo concentra en sí mismo la típica imagen del fiel observante: cumple cabalmente con todas las leyes religiosas. Cumple, pero no ama. Terrible.
Terrible también porque es la tentación perenne de la iglesia y de los cristianos.
El Papa está insistiendo mucho en eso.

La iglesia tiene sus leyes y reglas y, como toda institución, es necesario y hasta conveniente que las tenga. Pero las leyes de la iglesia son a servicio exclusivo del amor: esto es lo esencial, esto no hay que olvidar nunca. El amor es la ley única y suprema y cuando, para ser fiel al amor hay que transgredir reglas, hay que hacerlo con paz y alegría.

Lo complejo radica en el hecho que no es fácil ser fiel al amor, no es fácil saber cuando y si estamos amando o si estamos buscando nuestros intereses ocultos o satisfaciendo necesidades de afecto y seguridad. El fariseo creía que estaba amando porque observaba la ley, pero estaba ciego, tan cegado por su fidelidad a la ley que no supo ver a una mujer y su dolor, solo pudo ver a una pecadora. No supo y no pudo ver el perdón de Jesús, solo pudo ver su transgresión. No pudo ver a la ternura del amor en acción, solo pudo ver reglas quebradas.

Que hermoso es el amor, y como nos descoloca. Por eso es fundamental una actitud de apertura y la capacidad constante de cuestionarnos, más allá de las normas y de nuestras necesidades y deseos.
El amor, varias veces, pone todo “pata para arriba”: la prostituta se convierte en modelo del verdadero amor y el fariseo observante en un traidor del mismo amor.

Dejémonos conducir por el amor, dejémonos sorprender, dejémonos encontrar y cuestionar: nada será como antes. 



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