sábado, 27 de enero de 2024

Marcos 1, 21-28

 


 

La autoridad de Jesús llamó mucho la atención a la gente de su tiempo y a los evangelistas.

Marcos es contundente: “Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (1, 22).

 

¿Qué es la autoridad?

 

Enrique Martínez Lozano nos lo aclara brillantemente: “La palabra “autoridad” goza de una merecida mala fama. Evoca autoritarismo, imposición y prepotencia. Sin embargo, su etimología destaca exactamente todo lo contrario. Viene del verbo latino “augere”, que significa hacer crecer, aumentar e incluso aupar. Vive la autoridad quien ayuda a crecer y aúpa a las personas.

 

La autoridad, entonces, está al servicio del crecimiento de las personas. La autoridad libera a la persona, la ayuda a ser independiente, autónoma. La verdadera autoridad no ata, no reprime, no constriñe.

El evangelio nos muestra con frecuencia una actitud extraordinaria del maestro, actitud que, en muchos casos, pasa desapercibida y nos puede sorprender: cuando alguien se sana le pide a Jesús de poder seguirle y él… ¡se lo impide!

 

Jesús no ata a las personas a sí mismo, sino que las libera, las hace autónomas.

 

Uno de los ejemplos más cristalinos es el del endemoniado de Gerasa: “El hombre del que salieron los demonios le rogaba que lo llevara con él, pero Jesús lo despidió, diciéndole: «Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios has hecho por ti». Él se fue y proclamó en toda la ciudad lo que Jesús había hecho por él” (Lc 8, 38-39).

 

Otra característica importante de la autoridad sugiere que la verdadera autoridad no se impone, sino que se otorga, se reconoce.

Con frecuencia, en nuestra sociedad, la autoridad es impuesta, aunque sea con criterios democráticos. Lo mismo ocurre con la iglesia y las religiones en general. Tendríamos que buscar formas más acordes con el Espíritu. De a poco se irán abriendo caminos.

 

En cuanto al camino espiritual este criterio es fundamental: es el discípulo que elige a su maestro. Es el discípulo que otorga autoridad al maestro y la otorga porque en él ve coherencia, fidelidad, entusiasmo, alegría.

 

Aunque el evangelio nos presenta también a un Jesús que llama a sus discípulos, es el discípulo en definitiva que acepta el llamado y le otorga a Jesús autoridad sobre sí mismo.

Es el alumno/discípulo que dice: “Tú eres un maestro, yo te elijo como maestro.

El Espíritu no se impone, sino que se propone, se ofrece, abre caminos.

 

¿De dónde le viene a Jesús su autoridad?

¿De dónde viene su poder de atracción y su fascino?

 

Provienen, sin duda, de su coherencia y su conexión.

Jesús vive, lo que dice y propone. Jesús es fiel a sí mismo. Jesús es transparente a la luz.

La propuesta de Jesús no tiene segundos fines o intereses; sus palabras y sus indicaciones están al servicio de tu crecimiento, de tu libertad, de tu camino de plenitud. Por eso también, a veces, su palabra es dura.

 

Jesús te pone de pie y te larga al mundo: “Levántate, toma tu camilla y camina” (Jn 5, 8).

 

Es la hora de dejar el infantilismo espiritual y la dependencia.

Es hora de vivir un cristianismo de pie, adulto, maduro.

Es la hora de “dejar de seguir” a Jesús, para ser “otro Jesús” en esta tierra.

 

Esta es la libertad que nos ha dado Cristo. Manténganse firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud” (Gal 5, 1).

 

 

 

sábado, 20 de enero de 2024

Marcos 1, 14-20


 


Comienzo de la Buena Noticia de Jesús”: así comienza el evangelio de Marcos y es justamente él que da origen al género literario “evangelio”: “buena noticia”.

 

La expresión “buena noticia” – “evangelio” – la encontramos repetida dos veces en nuestro texto.

 

Marcos asocia esta “buena noticia”, al Reino de Dios.

Hoy se asume con suficiente certeza que el anuncio del Reino de Dios, fue una de las claves y de las prioridades en la vida y en las enseñanzas del maestro de Nazaret.

 

La expresión central y más conocida, la encontramos justamente en Marcos y en nuestro texto: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia” (1, 15).

 

¿Qué es el Reino de Dios?

¿Qué es este Reino, que es una “buena noticia”?

 

La expresión “Reino de Dios” es, tal vez, una de las expresiones más estudiadas y más enigmáticas de todos los evangelios. Se escribieron ríos de tintas sobre esta expresión y, a veces, las opiniones son discordantes.

 

Como siempre, la invitación que nos viene de la sabiduría, nos invita a integrar y asumir y a evitar la separación, la división, la fragmentación.

 

La expresión “Reino de Dios” es polisémica, es decir, reúne varios significados.

 

Estos significados derivan y dependen del nivel de consciencia en el cual nos encontramos y, de toda forma, estos significados no se oponen, sino que pueden integrarse fecunda y armónicamente.

 

En orden de profundidad, de menos a más, descubrimos esencialmente tres significados o claves.

 

1)  La clave histórica

2)  La clave futura/profunda

3)  La clave mística

 

La clave histórica tiene que ver con el sueño de Jesús de un mundo más solidario, justo, fraterno. Un mundo sin guerras, sin violencia, sin egoísmo, sin pobreza. Esta clave histórica tiene cierto perfil utópico, perfil que nos recuerda nuestras limitaciones estructurales y que nos invita a caminar, a esforzarnos, a construir este mundo ideal desde nuestras posibilidades.

 

La clave futura/profunda nos recuerda que nuestra Patria no es esta: “En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar” (Jn 14, 2).

Estamos en el exilio, estamos en el éxodo. Estamos volviendo a Casa. Nuestra Casa esencial y común es el Espíritu. Estamos viviendo una experiencia humana, desde el Espíritu que somos y que nos habita. Esta experiencia humana se ve necesariamente condicionada por el espacio/tiempo y por la materia. La clave futura/profunda nos recuerda que, en este plano, todo es impermanente y nos invita a mirar más allá de lo aparente y lo superficial. Siempre hay un “más allá”.

 

La clave mística es la visión de la identidad. El “Reino de Dios” es lo que somos. Como recuerda el evangelista Lucas: “El Reino de Dios está en ustedes” (17, 21). Desde esta visión y comprensión, el “Reino de Dios” no es algo exterior, sino que expresa y revela nuestra eterna y divina identidad. El “Reino de Dios” es la certeza “de ser” y “del Ser”; es lo estable y eterno desde donde surge lo pasajero y el tiempo. Somos este espacio luminoso y consciente, donde la Vida se revela y se desarrolla.

 

Estas tres claves no se oponen: estamos llamados a integrarlas.

 

Desde esta integración, se comprende también mejor la expresión: “El Reino de Dios está cerca”. La cercanía del Reino no es, en su sentido más profundo, espacio-temporal. Es una cercanía ontológica, del ser: está cerca, porque es lo que tú eres y lo que anhelas ser. Está tan cerca, como tu corazón está cerca de tu cabeza, está tan cerca como tu propia alma.

Como afirma Rumi: “¡Oh, Dios grande!, mi alma con la tuya se ha mezclado, como el agua con el vino. ¿Quién puede separar el vino del agua?

El Reino está cerca, porque es tu propia esencia.

 

¡Oh maravilla!

 

Desde este descubrimiento y esta conexión con lo que somos, podemos vivir con entusiasmo y con pasión, las demás claves del Reino. Podemos comprometernos con alegría y confianza en la construcción de un mundo más justo, solidario y fraterno; sentimos toda la fuerza y el llamado a entregarnos para que este mundo sea más lindo, luminoso, pacifico.

Desde está conexión, podemos ver más en profundidad y mirar al futuro desde la serenidad y la plenitud del presente.  

 

Y, sobre todo, como los primeros discípulos de nuestro texto, podemos “dejar las redes” (1, 18).

 

“Dejamos las redes” de nuestros miedos, seguridades, apegos.

“Dejamos las redes” de lo ya sabido y conocido y de lo que “creíamos saber”.  

 

Dejar las redes es dejarse transformar por el Reino y empezar una vida nueva.

Dejar las redes es vivir asumiendo la incertidumbre y los riesgos.

Dejar las redes es abandonar los miedos y vivir desde la confianza.

Dejar las redes es vivir enamorados de la vida y atreverse.

Dejar las redes es comprometerse con la novedad y la frescura del Espíritu.

 

¡Dejemos las redes! ¡El Infinito Océano del Amor nos espera!

 

 

 

 

 

 

sábado, 13 de enero de 2024

Juan 1, 35-42

 

 

El texto de hoy es una joya, como lo son muchos textos de los evangelios. Es un texto de una riqueza enorme, pero es un texto que no quiere dar respuestas, ni certezas. Es un texto de amplio respiro, un texto que sugiere, invita, cuestiona, ofrece pistas.

 

Dos discípulos, siguiendo la indicación de Juan el Bautista – ¡este es el cordero de Dios! – siguen a Jesús en silencio.

 

Jesús se da vuelta: “¿Qué quieren? ¿Qué buscan?” (1, 38).

 

En la pregunta de Jesús, encontramos la primera y fundamental clave de lectura del texto y – mucho más allá – de la existencia misma.

 

El ser humano es un buscador. La búsqueda define al ser humano por el anhelo y el deseo que la habitan. Somos seres anhelantes y deseantes. Tomar consciencia de todo eso es esencial. Nos habita un deseo irrefrenable de plenitud, por eso se activa la búsqueda.

Cuando nacemos y durante nuestro desarrollo psicológico, empezamos a experimentar la separación y la fragmentación, empezamos a sentir los límites del existir, las restricciones de la materia y del espacio/tiempo… y surge el anhelo: el anhelo de lo eterno, de trascender los límites, de un amor infinito. Empieza la búsqueda, una búsqueda exterior. Una búsqueda que nos extraviará en los vericuetos de la angustia, del error, de la adicción, de la derrota y del recomenzar. Es normal y es la magia de la existencia y de la creatividad.

 

Una búsqueda sincera y el crecimiento espiritual, nos llevarán a “darnos vuelta”, como Jesús se dio vuelta para mirar a los ojos a los discípulos y decirle en la cara: ¿Qué buscan?

 

El “darnos vuelta” irá en un sentido contrario al de Jesús. Nos daremos vuelta hacia nosotros mismos. En lugar de buscar “afuera” la respuesta, la buscaremos adentro. En lugar de obsesionarnos con encontrar afuera el objeto que saciará nuestro anhelo de plenitud, miraremos adentro, buscaremos adentro. Jesús puede “darse vuelta” hacia afuera, porque ya había encontrado “adentro”.

Este mirar “hacia adentro” de a poco nos transformará y, de cierta manera, será el fin de nuestras búsquedas compulsivas.

 

La iluminante sorpresa que transformará la vida para siempre, será lo que Rumi expresó así: “Tú eres lo que estás buscando”.

 

En realidad, lo que Rumi nos dice tan sintética y bellamente es lo que afirma la mística de todas las tradiciones espirituales.

 

El amor, la plenitud, la eternidad, la belleza, la salud que estás buscando afuera, en definitiva, es lo que tú eres. No hay separación, no hay fragmentación y la totalidad te habita desde un punto: ¡tú!

Este descubrimiento maravilloso es un don y una gracia. Pero podemos hacer algo para que se pueda dar. Investiguemos.

 

Los discípulos responden a la pregunta de Jesús – ¿Qué buscan? – con otra sugerente pregunta: “¿Dónde vives?” (1, 38).

 

El evangelista Juan, sin duda inspirado, es un genio.

 

¿Dónde vives?, es una pregunta existencial, no geográfica.

“¿Dónde vives?”, lo podemos desglosar de esta manera: ¿Dónde es el lugar de la Vida?, ¿Dónde reside el sentido último de la existencia? ¿Cuál es el secreto del vivir? ¿Cómo vivir una vida plena?

 

¿Nos hicimos estas preguntas, alguna vez?

¿Le hicimos estas preguntas al Maestro?

¿Estamos buscando?

¿Hemos encontrado?

 

Jesús responde a la pregunta, ¿dónde vives?, con la épica e histórica invitación: “vengan y lo verán” (1, 39).

 

Acá encontramos la clave de lo que podemos hacer para recibir la gracia y el don de la visión interior y del fin de la búsqueda compulsiva y angustiante.

 

La clave es: “jugatela”.

La clave es: “confía”.

La clave es: “experiencia”.

Jesús no se detiene con los discípulos para darles explicaciones; Jesús, en primera instancia, no da lecciones de teología ni ofrece doctrinas, oraciones y ritos.

Jesús invita a vivir, invita a una experiencia: “vengan y lo verán”.

Como afirma Enrique Martínez Lozano: “Un sabio no da «doctrinas» en la que creer, sino «instrucciones» (pautas, medios pedagógicos) para que cada cual lo experimente por sí mismo.

 

La vida tiene algo de apuesta. Si queremos la plenitud, no podemos rechazar la apuesta.

 

Cuando la gente me consulta sobre lo que es la meditación en silencio y quietud, no puedo y no quiero decir mucho. Solo vale la experiencia: “Vengan y verán”.

 

¿Cómo hablar del silencio?

¿Cómo hablar del Misterio?

¿Cómo hablar del Amor Infinito?

 

Vengan y verán”: apuesten. Juéguense la vida por lo que realmente vale la pena… o mejor, ¡vale la alegría!

Dejen los miedos atrás. Confíen. Vivan. Experimenten. Amen la vida. Miren adentro con coraje.

 

Tú eres lo que estás buscando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 6 de enero de 2024

Marcos 1, 7-11

 


 

Detrás de mi vendrá el que es más poderoso que yo”, afirma Juan Bautista en el texto evangélico de este domingo, en el cual celebramos la fiesta del bautismo de Jesús.

 

Desde nuestra mirada mística, silenciosa y no-dual podemos entender esta expresión – “detrás de mi vendrá el que es más poderoso que yo” – de una manera nueva, mucho más profunda y fecunda.

 

Este “detrás” lo podemos entender no solo, ni exclusivamente, en un sentido espacio-temporal, sino en un sentido ontológico, es decir, que hace referencia a nuestro propio ser y profundidades; este “detrás”, tiene que ver con nuestra esencia.

 

Las preguntas serían:

 

¿Qué hay más allá del “yo”?

¿Quién verdaderamente soy, más allá de todo lo efímero y pasajero?

 

Detrás” de mi propio yo hay algo más, algo mucho más poderoso. Algo eterno, divino, esencial.

Lo que normalmente definimos como “nuestro yo”, en realidad, no nos define.

Mi nombre, mi genética, mi historia, mi cultura, mi religión son solo expresiones exteriores y manifestaciones – por cuanto importantes puedan ser – de mi verdadera identidad.

 

Juan reconoce que Jesús – que viene detrás de él – es mucho más poderoso. Jesús redefine la identidad y la misión de Juan.

 

Jesús redefine también, obviamente, nuestra identidad.

 

Nuestro texto nos regala dos hermosas referencias a esta “otra identidad”: el Espíritu y la voz del cielo que dice: “Tú eres mi Hijo muy querido.”

 

El Espíritu nos define, sin definirnos. Me encanta, me fascina. El Espíritu no lo podemos manipular ni controlar, no podemos encerrarlo en estructuras y conceptos; así también nuestra verdadera identidad. Por eso que el Espíritu es Misterio y que nosotros también, somos Misterio.

Los fascinantes avances de la ciencia y de la psicología – necesarios e importantes, por cierto – nos hunden más y más en el Misterio.

 

¿No soy acaso un misterio para mí mismo?

¿El otro no es, acaso, un misterio?

 

Cuando creo haberme comprendido, la vida me descoloca, el Espíritu me reubica en el no-saber.

Cuando creo haber comprendido al otro, la vida me descoloca y el Espíritu me reubica en la humildad y en la disponibilidad del no-saber.

Cuando creo haber comprendido la vida y tener cierto control y seguridad, el Misterio me reubica en la incertidumbre y en la ignorancia.

 

Como afirmaba brillantemente Teilhard de Chardin: “No somos seres humanos en un viaje espiritual, sino seres espirituales en un viaje humano”. ¡No lo olvidemos!

 

¡Nuestra verdadera y eterna identidad, es el Espíritu!

¡Qué belleza asombrosa!

 

Es el Espíritu del cual Jesús era consciente y enamorado, el Espíritu del cual Jesús dijo: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8).

Lo que somos no puede ser comprendido mentalmente, no puede ser atrapado. Lo que somos se nos escapa, nos habita y nos trasciende. Estamos llamados a caminar en esta hermosa oscuridad, llamados a dar pasos profundos y humildes. El Espíritu se abre camino y se hace carne en nuestra estructura psicofísica y en nuestra historia concreta, pero este mismo Espíritu trasciende por completo todo esto, como la luz trasciende por completo, todo lo que ilumina.

La segunda y maravillosa referencia empalma con el Espíritu: “Tú eres mi Hijo muy querido” (1, 11).

 

La verdadera identidad de Jesús es la del “hijo”, es decir, de la misma sangre, del mismo Espíritu. Y lo que Jesús es, lo somos todos: este es el mensaje central de la mística cristiana, desde siempre. Un mensaje que nos empeñamos en desatender, por considerarlo demasiado bello, imposible.

Como vio justamente Marianne Williamson: “Nuestro miedo más hondo no es ser ineptos. Nuestro miedo más hondo es ser poderosos sin medida. No es la Oscuridad, sino la luz lo que más nos asusta.

 

Jesús nos revela lo que somos, nos revela nuestra identidad más profunda, divina, eterna.

Identidad que la iglesia expresó desde siempre con la formula: “hijos en el Hijo”.

 

El Espíritu nos engendra a cada instante, el Espíritu nos habita, nos sostiene y nos configura. Solo en el momento en que soltamos nuestra supuesta y efímera identidad – nuestro pequeño “yo” – podremos entrar en el Reino del Espíritu.

 

Es un viaje que nos pide dejar las amarras y enfrentarnos a la incertidumbre, a la pobreza, a lo desconocido.

Es el viaje más hermoso, el único viaje necesario.

Es un viaje a veces terrible, pero de una belleza y un asombro sin parangón.

En este año que comienza, emprendamos el viaje. Atrevámonos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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