sábado, 30 de abril de 2022

Juan 21, 1-19

 

 

En este tiempo pascual seguimos escuchando los relatos de las apariciones. Son relatos muy bellos y profundamente simbólicos.

Desentrañar el simbolismo que se oculta detrás de lo literal, nos hará emprender un hermoso viaje espiritual y tendrá el poder de transformar nuestras vidas.

Este tercer relato de apariciones ocurre en un escenario bien conocido: el lago de Tiberiades, las barcas y la pesca.

Todo vuelve a su comienzo. La fuerza de la resurrección tiene que transformar nuestra cotidianidad, nuestras relaciones, nuestro trabajo.

La experiencia de la resurrección actúa como una fuerza interna que da sentido a todo lo que hacemos. Siempre los cambios ocurren de adentro hacia fuera, de la interioridad hacia la exterioridad, del ser al hacer.

Es el gran simbolismo del “huevo de Pascua”: la fuerza de la vida rompe la cascara y sale afuera.

El Espíritu de Dios va quebrando la cascara de nuestro corazón y la armadura de nuestra mente para salir victorioso y transformar el mundo.

Los frutos no tardarán en verse: 153 peces. Una pesca extraordinaria, un numero simbólico que tiene muchas y posibles explicaciones, pero ninguna certeza. Nos quedamos con en el significado de la abundancia. 

¡Cuando nos abrimos al Espíritu brota vida abundante por doquier!

 

Nos detenemos sobre el interesante dialogo entre Jesús resucitado y Pedro, dialogo que cierra nuestro texto.

Jesús por dos veces le pregunta a Pedro si lo ama y Pedro responde: “te quiero”. A la tercera vez es Jesús que pregunta: “¿Me quieres?” y Pedro responde como siempre: “te quiero”.

No es un simple juego de palabras. El texto original griego usa dos verbos distintos: “agapao” y “fileo”.

El verbo “agapao” – desde el cual se desprende agape – expresa el amor radical, la entrega total y desinteresada.

El verbo “fileo” expresa el amor de amistad, un amor que busca una correspondencia.

El agape es el amor que se relaciona directamente con Dios. En la primera carta de San Juan, cuando se dice “Dios es amor”, se usa justamente el termino agape (1 Juan 4, 7-8).

Fileo” es el amor que se relaciona más con el hombre. Desde ahí el termino “filantropía”.  

 

Parecería que Jesús quisiera llevar a Pedro a otro nivel de amor.

Pedro todavía no entiende, todavía no está preparado: posiblemente tiene miedo.

La vida lo preparará: “Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras” (21, 18).

El camino de Pedro es nuestro camino. El camino de Pedro es el camino de toda persona que quiere vivir la plenitud del amor.

La Vida es sabia y todo lo que nos ocurre es para recorrer este trayecto espiritual.

Estamos llamados a pasar continuamente desde el “fileo” al “agapao”, desde un amor que busca una correspondencia a un amor radical y gratuito, desde un amor puramente humano a un amor divino.

Estamos llamados a convertirnos en amor, como afirma desde siempre toda mística.

Rumi hubiera dicho a Pedro: “Nada tiene sentido, excepto rendirse al amor. Hazlo”.

Rendirse al amor es comprender que “solo el amor es real”.

Rendirse al amor es transformarse en fuego y en libertad.

Rendirse al amor es dejar atrás todos los miedos y lanzarse a vivir.

Rendirse al amor es hacer de nuestra vida un canto agradecido, siempre y en cualquier situación y condición.

A esta rendición estamos llamados.

Por eso podemos cantar con Rumi:

Mi alma clama en éxtasis.

Cada fibra de mi ser

está enamorada de ti.

sábado, 23 de abril de 2022

Juan 20, 19-31

 


Estando cerradas las puertas”: el evangelista repite dos veces esta expresión que, aparentemente, es un detalle menor.

En realidad estamos en el centro del mensaje pascual.

Las puertas cerradas expresan la cerrazón del corazón y de la mente.

¿Cuándo nos cerramos?

¡Cuando tenemos miedo! Por eso, el miedo, es el otro eje de nuestro texto.

Los discípulos están con miedo y por eso, se encierran.

Miedo y encierro son las dos caras de lo mismo.

En nuestras sociedades, a menudo golpeadas por la delincuencia y la inseguridad, hay cada vez más encierro, más rejas, más llaves, más miedo.

Cuando salimos de casa siempre nos aseguramos de haber cerrado bien la puerta.

Sin duda hay que ser prudentes y protegerse, pero hay que estar atentos – muy atentos – a no cerrar nuestro corazón y nuestra mente.

Hay que estar atentos para que el miedo natural y normal no se convierta en patológico y nos impida crecer y amar.

El miedo paraliza, el miedo bloquea nuestra capacidad de amar, el miedo nos aleja de las fuentes de la Vida.

La resurrección es pura apertura, aire fresco que disuelve el miedo. El sepulcro se abre y queda abierto.

La resurrección viene a abrir las puertas y las ventanas de nuestro corazón y de nuestra mente.

 

El evangelista nos dice que Jesús se apareció a los discípulos sin necesidad de entrar por la puerta… él que había dicho: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 9 ) ya no necesita de puertas para entrar en nuestra vida y transformarla.

El Espíritu del Resucitado, el Espíritu de Dios ya no conoce ni puertas ni ventanas. El Espíritu es la libertad como dirá San Pablo: Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17)

 

La Presencia de Dios es una Presencia liberadora.

La Pascua es libertad, la Pascua es aprender a ser verdaderamente libres; libres hasta de lo que más oprime y condiciona al ser humano: el mal, el dolor, la muerte.

La Pascua nos enseña el camino de la libertad. Como el pueblo de Israel pasó de la esclavitud a la libertad a través del paso (pascua/pesaj en hebreo) del mar rojo, así los cristianos pasamos de la muerte a la vida, del miedo al amor, de la tristeza al gozo, a través de la pascua de Cristo.

Siempre nos cuesta mucho abrirnos.

Nos cuesta abrir el corazón y la mente y la desconfianza nos atrapa.

¿Por qué cuesta tanto la apertura?

Porque nuestro ego necesita seguridad; y la seguridad nos da la ilusión del control.

En realidad – basta un mínimo de lucidez para darse cuenta – seguridad y control son ilusiones.

Nada es seguro y nada controlamos: todo fluye, todo pasa, todo cambia.

Así es la Vida y este dinamismo refleja su profunda belleza.

La tentación de querer atrapar la Vida y querer manipular a Dios siempre se verán frustradas.

La iglesia tiene la urgente – urgentísima – necesidad de salir del dogmatismo. El dogmatismo es un claro reflejo del miedo, de las puertas cerradas, de un sentido de identidad muy débil.

Quien tiene una identidad fuerte, quién tiene una real experiencia del Espíritu, no necesita de dogmatismos, no necesita cerrar puertas y no necesita defenderse.

Brillante San Agustín: “La verdad es como un león. No tienes que defenderla. Déjala suelta. Se defenderá a sí misma.

Ningún dogma puede atrapar el Misterio. Los dogmas son expresiones históricas, limitadas y parciales y, por ende, siempre sujetos a revisión.

Quedarse anclados a los dogmas significa estancarse y, al fin, morir.

Dejemos que la Pascua abra la mente a una búsqueda más sincera y humilde de la Verdad. Una Verdad que siempre nos trasciende, nos supera, nos enamora.

Es un camino arriesgado, por cierto.

Es un camino sin certezas.

Es un salto al vacío.

Pero, a quién salta, se le regalará la experiencia única, imborrable y sin retorno del Soplo Divino.

 

 

 

 

 

 

 

sábado, 16 de abril de 2022

Juan 20, 1-9: "al amanecer"

 

 

Está amaneciendo cuando María va al sepulcro.

Siempre amanece cerca de los sepulcros para recordarnos la única verdad que merece ser recordada: la Vida vive. La Vida triunfa.

Amanece la vida en tu corazón, cuando empiezas a ver los sepulcros vacíos; y se pueden ver los sepulcros vacíos cuando en tu corazón, amanece.

Los amaneceres desatan nudos y quitan las piedras de las frías tumbas que, de repente, reverdecen.

Amanece la luz y se estrena un nuevo día; fresco, cargado de novedad y preñado de posibilidades.

Es hoy. Es hoy el amanecer. Amaneció ayer y amanecerá mañana, pero siempre es hoy para cada amanecer.

Y todos corren. Corren y corren.

Es un amanecer que alimenta el entusiasmo, la pasión por la vida.

Es una amanecer que enamora… y se desata la locura.

Corren los amaneceres a despertar a los muertos y corre la luz a vencer a la noche.

A veces hay que correr, como corre la luz. A veces no se puede contener en un corazón humano el estallar de la luz, el grito de jubilo y el suspiro de la hermosura.

Hay que correr cuando la mente y las piernas son incendiadas por el fuego del amor. Hay que andar y recorrer. Hay que abrir puertas y derribar muros.

Ya no hay refugio para la tristeza y la angustia. No hay lugar en los sepulcros abierto y vacíos: vacíos de cuerpos y de oscuridad.

Todo es luz, todo es Vida.

Amanece y se puede ver, por fin, lo que siempre estuvo y está ahí.

Amanece, se ve y se cree.

Este sereno amanecer disuelve el rocío de las dudas y la agitación.

Es el amanecer que regala la visión y la fe. Es el amanecer que nos habita y que renueva el mundo y las cosas.

Deja que amanezca. Deja que tu corazón amanezca a la vida.

Que tus ojos se llenen de amaneceres y tus manos los repartan.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

 



sábado, 9 de abril de 2022

Lucas 22, 7-14 – 23, 56.

 

 

En este Domingo de Ramos se nos ofrece la lectura de la pasión de Jesús, según el evangelista Lucas.

Al empezar la Semana Santa, la iglesia y la liturgia nos abren una poderosa ventana sobre el gran misterio del dolor: desde la perspectiva cristiana, la pasión y la muerte de Jesús resumen y concentran este gran misterio.

Los cristianos intentamos leer y dar un sentido al misterio del dolor desde Jesús y su terrible experiencia.

 

¿Por qué existen el mal y la muerte?

¿Tiene sentido el dolor?

¿Cómo interpretar el dolor que nos afecta?

¿Es compatible la creencia en un Dios de amor con la existencia del dolor y la muerte?

 

Todas preguntas que desde siempre la humanidad se hace, a nivel individual y colectivo, desde la filosofía hasta las tradiciones religiosas.

Sin duda dolor, mal y muerte quedan envueltos en el Misterio: nuestra finitud y nuestra limitada capacidad no pueden desentrañar completamente el Misterio.

También ocurre otra cosa: podemos encontrar unas pistas sabias y aceptables para intentar explicar este misterio, pero cuando el mal y el dolor nos atacan personalmente, todas estas explicaciones quedan en segundo lugar y retorna potente la pregunta: ¿por qué?

El otro cuestionamiento que a menudo se escucha – especialmente cuando el mal y el dolor atacan a supuestos inocentes y justos – es: “¿por qué a mi?

Está pregunta en realidad ya está viciada por el ego: “¿y por qué no?” podríamos responder.

 

Jesús es el paradigma del justo y del inocente que sufre y muere injustamente. Todos los evangelistas intentan resaltar este aspecto, haciendo referencia a la Escritura:

Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo. Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca” (Is 53, 7-9)

A la luz de la consciencia actual de la humanidad existen interpretaciones de la muerte de Jesús que no podemos aceptar. Son interpretaciones que nos llevarían directamente a una visión perversa y sádica de Dios. Interpretaciones que nada tienen que ver con la propia experiencia y visión del maestro de Nazaret.

Si decimos que Dios “quiso” la muerte de Jesús estaríamos hablando de un Dios malvado y sádico.

Si decimos que Dios “permitió” la muerte de Jesús estaríamos hablando de un Dios distante y medio indiferente.

La raíz del “problema teológico” es siempre la misma: la visión de un Dios externo y separado y una concepción exterior de la salvación.

Desde el teísmo no hay soluciones validas y humanizantes.

La teología y la espiritualidad de los últimos decenios se están dando cuenta que desde ese lugar, caemos en un circulo vicioso sin posibilidad de salida.

Hay que abrir otras puertas, otras posibilidades, otra visión. El camino místico y de la no-dualidad es una enorme y brillante puerta.

 

Hoy simplemente quiero dar unas pistas concretas y prácticas a partir de la experiencia misma de Jesús y del texto que nos convoca.

¿Cómo Jesús vivió el mal?

¿Cómo Jesús enfrentó el dolor y la muerte?

Jesús desarmó el mal, asumiéndolo. La lucha en contra del mal lo refuerza… lo estamos viendo todos los días, la historia nos lo muestra a cada paso. No estamos aprendiendo. El mal se asume y se trasforma en luz desde dentro: este es el sentido más profundo de la palabra redención.

En segundo lugar Jesús acepta. Queda expresado claramente en su oración en el huerto de los olivos. A menudo no hay explicaciones racionales o coherentes para el dolor. El único camino sabio es la aceptación radical y humilde de la porción de dolor que la vida nos ofrece.

Por último el perdón. Un perdón que nace de la comprensión y la consciencia. El mal es siempre fruto de la falta de consciencia y lucidez: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (23, 34).

En el fondo y en sentido estricto mal, dolor y muerte hunden sus raíces en la inconsciencia.

El camino es, entonces, un camino de consciencia. Camino de consciencia que pasa por asumir, aceptar, perdonar.

Este camino nos llevará a vivir como resucitados, a darnos cuenta de la Vida que late oculta en todo.

Ya vivimos en la resurrección, ya estamos en la Vida. Somos resurrección y somos Vida: lo experimentamos desde nuestra fragilidad y estamos llamados a manifestarlo cada vez más.

En el vivimos, nos movemos y somos” (Hechos 17, 28)

Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11, 25)

 

 

 

viernes, 1 de abril de 2022

Juan 8, 1-11



En este quinto domingo de Cuaresma estamos invitados a reflexionar sobre el famoso texto de la adultera. La respuesta de Jesús, frente a la insistencia de los que querían apedrear a la mujer, se convirtió casi en un refrán: El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra” (8, 7).

Más allá de que la frase del maestro se incorporó al lenguaje común y a pesar de que pasaron dos mil años, seguimos “tirándonos piedras”…

Son las piedras del juicio, las piedras del rechazo.

Son las piedras de la marginación.

Son las piedras de la incomprensión y de la agresividad.

 

¿Por qué al ser humano le cuesta enormemente dejar de juzgar?

Los motivos son muchos y a menudo se esconden en nuestro inconsciente. Por eso es tan fundamental el trabajo de autoconocimiento y auto-aceptación.

Si no nos conocemos y no nos aceptamos seguiremos siendo victimas de nuestro ego y de las energías inconscientes que nos hacen reaccionar desde los impulsos primitivos de defensa y supervivencia.

Este trabajo de autoconocimiento tiene que ser facilitado desde la más temprana edad, en la familia y en las instituciones educativas.

 

El juicio surge siempre de una falta de paz, de comprensión y de aceptación.

Cuando no estoy en paz conmigo mismo, brota la tendencia a culpabilizar lo exterior por nuestra falta de paz: ponemos la responsabilidad siempre afuera. El camino está en reconocer que, en realidad, nada ni nadie puede perturbar la paz que hemos descubierto y que nos habita.

Juzgamos cuando nos falta la capacidad de empatía y comprensión. El juicio es siempre falta de comprensión. El ego se aferra a su manera de ver la vida y las cosas y juzga como erróneas las demás visiones.

Una comprensión profunda y verdadera se dará siempre cuenta de que “el otro” está haciendo lo mejor que puede y sabe en el momento presente desde su nivel de consciencia.

¿Qué sentido tiene juzgar y “arrojar piedras”?

Un ejercicio muy útil cuando está por surgir un juicio es repetirse la frase: “Yo, en tu lugar, hubiera hecho lo mismo”.

Yo, en el lugar del otro – cualquier otro – hubiera hecho lo mismo que él hizo o está haciendo.

¿Por qué?

Porque tendría su genética, su familia y sus ancestros, su educación y su cultura, sus heridas emocionales y afectivas…. en definitiva “sería él”.

Es así de simple y es así de profundo y esencial; cuesta horrores verlo y el ego nos mantiene atrapados en la ilusión.

Solo esta comprensión nos llevará a la paz y al no-juicio.

Esto obviamente no significa que no haya que condenar acciones objetivamente perversas o dañinas, como no significa que la justicia no tenga que hacer su curso.

Esta comprensión significa que interiormente tenemos una actitud serena de no-juicio. Esta actitud es la que cambia misteriosamente el curso de la historia.

 

Por último el juicio y las piedras surgen siempre de una falta de aceptación. La no aceptación radical de mí mismo y de mis sombras, me lleva a caer en el fenómeno de la proyección, bien explicado por Jung: condeno en los demás lo que no quiero ver o asumir en mí mismo.

Los escribas y fariseos que quieren apedrear a la mujer son, muy probablemente, tan adúlteros o más adúlteros que la mujer; ya que no reconocen en ellos mismos esta condición, descargan su negatividad sobre la mujer, para así tranquilizar su consciencia.

Todo eso obviamente desemboca en una hipocresía galopante. Y sabemos que la hipocresía es, tal vez, lo que más le duele y le molesta a Jesús.

¿Cuántas veces caemos en esta hipocresía?

El peligro es más rotundo cuando se tienen responsabilidad y autoridad. Por eso la advertencia de Jesús a los jefes religiosos de su tiempo: “¡Ay de ustedes también, porque imponen a los demás cargas insoportables, pero ustedes no las tocan ni siquiera con un dedo!” (Lc 11, 46).

En la iglesia se sigue juzgando y seguimos marginando. Todo esto, obviamente, amparados en el derecho canónico y en la supuesta y absurda pretensión de ser los detentores de la verdad (dogmatismo).

En este tiempo de Sínodo tenemos la posibilidad de hablar, de intentar cambiar algo, de ser más fieles al evangelio y más libres de estructuras caducas e injustas.

Animémonos.

Como siempre el cambio y el camino empiezan por uno mismo y por dar el primer paso.

Hoy puedo dar un paso hacia la paz, la comprensión y la aceptación.

Hoy puedo ser fiel a mi voz interior y al Cristo interior.

Hoy puedo cambiar el mundo.

Un joven discípulo le preguntó a su anciano maestro:

-      “¿Cómo estar seguro de no equivocarse en el camino espiritual?”

El anciano le respondió:

- “Sabrás que no te equivocas en el camino espiritual porque no juzgas a nadie”.

 

 

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