En este Domingo de Ramos se nos ofrece la lectura de la pasión de Jesús, según el evangelista Lucas.
Al empezar la Semana Santa, la iglesia y la liturgia nos abren una poderosa ventana sobre el gran misterio del dolor: desde la perspectiva cristiana, la pasión y la muerte de Jesús resumen y concentran este gran misterio.
Los cristianos intentamos leer y dar un sentido al misterio del dolor desde Jesús y su terrible experiencia.
¿Por qué existen el mal y la muerte?
¿Tiene sentido el dolor?
¿Cómo interpretar el dolor que nos afecta?
¿Es compatible la creencia en un Dios de amor con la existencia del dolor y la muerte?
Todas preguntas que desde siempre la humanidad se hace, a nivel individual y colectivo, desde la filosofía hasta las tradiciones religiosas.
Sin duda dolor, mal y muerte quedan envueltos en el Misterio: nuestra finitud y nuestra limitada capacidad no pueden desentrañar completamente el Misterio.
También ocurre otra cosa: podemos encontrar unas pistas sabias y aceptables para intentar explicar este misterio, pero cuando el mal y el dolor nos atacan personalmente, todas estas explicaciones quedan en segundo lugar y retorna potente la pregunta: ¿por qué?
El otro cuestionamiento que a menudo se escucha – especialmente cuando el mal y el dolor atacan a supuestos inocentes y justos – es: “¿por qué a mi?”
Está pregunta en realidad ya está viciada por el ego: “¿y por qué no?” podríamos responder.
Jesús es el paradigma del justo y del inocente que sufre y muere injustamente. Todos los evangelistas intentan resaltar este aspecto, haciendo referencia a la Escritura:
“Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo. Se le dio un sepulcro con los malhechores y una tumba con los impíos, aunque no había cometido violencia ni había engaño en su boca” (Is 53, 7-9)
A la luz de la consciencia actual de la humanidad existen interpretaciones de la muerte de Jesús que no podemos aceptar. Son interpretaciones que nos llevarían directamente a una visión perversa y sádica de Dios. Interpretaciones que nada tienen que ver con la propia experiencia y visión del maestro de Nazaret.
Si decimos que Dios “quiso” la muerte de Jesús estaríamos hablando de un Dios malvado y sádico.
Si decimos que Dios “permitió” la muerte de Jesús estaríamos hablando de un Dios distante y medio indiferente.
La raíz del “problema teológico” es siempre la misma: la visión de un Dios externo y separado y una concepción exterior de la salvación.
Desde el teísmo no hay soluciones validas y humanizantes.
La teología y la espiritualidad de los últimos decenios se están dando cuenta que desde ese lugar, caemos en un circulo vicioso sin posibilidad de salida.
Hay que abrir otras puertas, otras posibilidades, otra visión. El camino místico y de la no-dualidad es una enorme y brillante puerta.
Hoy simplemente quiero dar unas pistas concretas y prácticas a partir de la experiencia misma de Jesús y del texto que nos convoca.
¿Cómo Jesús vivió el mal?
¿Cómo Jesús enfrentó el dolor y la muerte?
Jesús desarmó el mal, asumiéndolo. La lucha en contra del mal lo refuerza… lo estamos viendo todos los días, la historia nos lo muestra a cada paso. No estamos aprendiendo. El mal se asume y se trasforma en luz desde dentro: este es el sentido más profundo de la palabra redención.
En segundo lugar Jesús acepta. Queda expresado claramente en su oración en el huerto de los olivos. A menudo no hay explicaciones racionales o coherentes para el dolor. El único camino sabio es la aceptación radical y humilde de la porción de dolor que la vida nos ofrece.
Por último el perdón. Un perdón que nace de la comprensión y la consciencia. El mal es siempre fruto de la falta de consciencia y lucidez: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (23, 34).
En el fondo y en sentido estricto mal, dolor y muerte hunden sus raíces en la inconsciencia.
El camino es, entonces, un camino de consciencia. Camino de consciencia que pasa por asumir, aceptar, perdonar.
Este camino nos llevará a vivir como resucitados, a darnos cuenta de la Vida que late oculta en todo.
Ya vivimos en la resurrección, ya estamos en la Vida. Somos resurrección y somos Vida: lo experimentamos desde nuestra fragilidad y estamos llamados a manifestarlo cada vez más.
“En el vivimos, nos movemos y somos” (Hechos 17, 28)
“Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11, 25)
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