martes, 28 de agosto de 2018

Duerme la luz




Duerme la luz,
amarrada en instintos y deseos.
Duerme oculta en lo profundo,
y la ternura la custodia y amamanta. 

Duerme ahí, sola e infinita,
donde irrumpe la vida aconteciendo.
Duerme y vive,
Luz Viviente,
esperando un látigo o un suspiro.

¡Despierta! Oh Luz bonita
que me habitas;
brote y germen, 
semilla divina.

Aquieta la inquietud
y aclara la visión,
Luz que me engendraste
y que alimentas mi sentir.

Lentamente el silencio
me conduce - bendita lentitud -,
donde la luz descansa,
ahogada en lágrimas.

Lento y atento 
sigo las invisibles huellas.
Me aferra lo desconocido;
y el miedo agazapado mira,
sangrientos mirar.

Habrá que mirar a los ojos,
los miedos y la muerte
y será la luz mi compañera y amiga.

Calma es este dios rebelde
que susurra, atado en brumas,
los ecos de la tierra;
y se mueve, ¡amor ardiente!
anclado en la durmiente luz.

Perenne es esta Calma luminosa:
Mi Casa. Nuestra Casa. 
Hay que detenerse 
para despertar a la luz. Una y otra vez.

Hay que detenerse para salvar el mundo
emparchar de sonrisas el dolor,
y no pertenecerse. 

Hay que detenerse para que florezca la belleza,
calma primavera de colores,
donde la luz, por fin libre, 

suelta látigos de vida pura. 

sábado, 25 de agosto de 2018

Juan 6, 60-69


Hildegarda de Bingen



 Terminamos hoy de leer el capitulo seis de Juan con unos versículos muy bellos y profundos.
El autor de nuestro texto – a través de dialogo de Jesús con sus discípulos – quiere confirmar todo el discurso eucarístico que hemos comentado el domingo pasado.
Y pone en boca de Jesús estas hermosas palabras: “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida” (Jn 6, 63).
Vuelve el tema central del evangelista: la Vida.

Jesús vino a regalarnos vida abundante, a mostrarnos un rostro de Dios que es Vida y quiere vida plena para todos.
El evangelio es antes que nada y sobre todas las cosas “Buena Noticia”: la noticia que la Vida nos precede, nos acompaña y sigue. La noticia de un Dios que es Vida, impulsa vida, sostiene la vida, alimenta la vida. La noticia que “Esta Vida” no termina porque nunca comenzó.
Este es el eje de la experiencia que Jesús nos comunicó y sigue comunicándonos a través del Espíritu: estamos participando de la única y eterna Vida.
Nuestro nacer y morir se inscriben “adentro” de la Vida Una. Lo que llamamos los humanos “nacer” y “morir” acontecen en el seno de la Vida, en el gran abrazo del Amor.
¿Hay noticia más linda?
Esto quiso decir Jesús – como todo místico – cuando exclamó: “Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy” (Jn 8, 58).
Este “Yo Soy” no se refiere a la existencia histórica del individuo Jesús de Nazaret, sino a la experiencia inmediata de la Vida Una. Jesús se experimentó radicalmente unido a esta Vida – que él llama Padre – y se vivió como expresión única y original de esa única Vida.

Es sumamente interesante y conmovedor descubrir la misma experiencia – con los matices de cada uno y sus connotaciones religiosas y culturales – en todos los místicos de todos los tiempos.
A esto estamos llamados. A esto estás llamado, tú que me lees: a vivir la misma experiencia del Maestro de Nazaret, a descubrirte Uno con la única Vida; Misterio de Amor inaferrable e indecible, pero experimentable.

El Espíritu nos alienta, nos ilumina, nos conduce. Aprender a escuchar el Espíritu es entonces fundamental para adentrarse en el Misterio sin nombre.
El Espíritu es el Aliento de Vida que mora en nosotros, en un “lugar sin-lugar” al cual tenemos acceso, cuando nos abrimos y nos silenciamos.
Este Espíritu es la Vida de nuestra vida, el Amor de nuestro amor, el Respiro de nuestro respirar. Podemos sentirlo y experimentarlo, nunca poseerlo o manipularlo.

Necesitamos una actitud abierta y humilde para conectar con el Espíritu.
Apertura y humildad que caracterizaron la vida de Jesús y que – todavía – cuestan mucho a la iglesia (especialmente a la jerarquía) y a muchos cristianos. Nos creemos poseedores de la verdad y caemos en juicios y en posturas defensivas y hasta fanáticas. Nos cuesta escuchar con total apertura y transparencia y cerramos el paso a muchos hermanos en sincera búsqueda.

Cuando nos abrimos al Espíritu, automáticamente nos abrimos a la Vida y nuestras palabras se convierten en palabras auténticas y fecundas, en palabras de vida.
Las palabras de Jesús, son “palabra de vida eterna” como reconoce Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna” (Jn 6, 68), porque Jesús habla desde la visión y la experiencia, desde la inmediatez de su conexión con el Espíritu.

El cristianismo del presente y del futuro será coherente y atractivo si será expresión de una profunda visión y experiencia del Espíritu.
Se está acabando un cristianismo y una iglesia centrada en la tradición, los dogmas, las costumbres y los ritos.

Se abre un tiempo nuevo, un tiempo donde la experiencia y la vida vuelven al centro. Un tiempo de frescura y una primavera del Espíritu. Un tiempo donde el Amor prima sobre las estructuras y donde el abrazo y la sonrisa revelan la Presencia de un Dios enamorado.





viernes, 24 de agosto de 2018

Respirar el Universo




Hace poco me encontré con dos textos que me encantaron, me sorprendieron y me sugirieron una reflexión.
En una primera instancia me encontré con el texto del maestro zen Kodo Sawaki (1880-1965):

Nuestra espiración es la de todo el universo. Nuestra inspiración es la de todo el universo. En cada instante actualizamos la gran obra ilimitada. Tener este espíritu es hacer que desaparezca la desgracia y engendrar la felicidad absoluta.

En un segundo momento con una frase de Hildegarda de Bingen (1098-1179):

La oración no es nada más que inhalar y exhalar el espíritu del universo.

Dos textos y dos experiencias muy distantes en el tiempo, la cultura, la visión del mundo y la visión religiosa.
Por un lado un maestro zen japonés del siglo XX y por el otro una monja católica alemana del siglo XII.

Experiencias muy distintas que coinciden en lo esencial: esto es, en pocas palabras, el núcleo de la vida y la experiencia fundamental a la cual estamos llamados.

La visión no-dual o mística no anula las distinciones, sino que las abarca, resuelve, comprende en el gran abrazo de la Unicidad.

El Ser se expresa a sí mismo en formas distintas. La Luz se revela y juega con los colores. El Silencio permite infinitas palabras. Lo Uno se manifiesta en la multiplicidad. En la Casa hay muchas habitaciones.

Esta es la experiencia y la visión mística que desde siempre los místicos de todas las tradiciones nos invitan a descubrir, porque saben con certeza – lo han visto – que es lo único esencial, es la visión que transforma por completo la existencia.
Jesús de Nazaret experimentó lo mismo y lo comunicó a través de su cultura y las coordenadas sociales y religiosas de su tiempo.

Nuestros dos textos unen tres dimensiones: oración, respiración, universo.
En lo esencial Kodo e Hildegarda coinciden: respirar conscientemente es fluir con la totalidad.
La respiración – la misma etimología lo dice – tiene estrecha relación con “espíritu”.
Respirar nos conecta con el Espíritu, nos abre al Espíritu. Respirar con atención nos introduce en el silencio: la mente y el cuerpo callan. Solo hay Espíritu. Solo respiramos.
No hay más “yo”: Eso respira a través de tus pulmones y tu silencio. El Universo ya no es algo extraño y separado. Fluye por tus venas el Universo entero y el Misterio – Eso que te respira – se hace Casa y Luz. Y todo está bien. Se terminan los conflictos y empezamos a amar las diferencias como revelación del Único Amor.

¿No es esta oración?
En mi caso particular es la única manera de entender y vivir la oración. Y, de vez en cuando, se percibe el milagro siempre presente: ya no hay oración, ni movimiento, hacer o no hacer. Simple y maravillosamente solo hay Vida viviéndose. Entonces oramos, nos movemos, hacemos y no hacemos.

El zen lo dice así: “antes de la iluminación las montañas son montañas y los ríos son ríos. Después de la iluminación las montañas son montañas y los ríos son ríos.
¿Cambió algo?
Obvio: cambió todo y no cambió nada.
La mente no lo entiende. Respira y déjate respirar: el silencio lo entenderá.


domingo, 19 de agosto de 2018

Juan 6, 51-58



Estamos por terminar la lectura del capitulo 6 de Juan y el lenguaje cambia de repente y de modo radical: el evangelista pasa de “pan” a “carne”. Es signo casi seguro de otro redactor de nuestro texto y sin duda no reflejan palabras de Jesús.
El autor de este texto quiso dar un “giro sacramental” al discurso del pan. Como vimos anteriormente, cuando Juan hablaba del “pan” no se refería en primer lugar al sacramento de la Eucaristía, sino a la enseñanza y la persona de Jesús.
En nuestro texto, al cambiar el “pan” por “la carne y la sangre” el autor del evangelio quiso poner el eje en la celebración de la eucaristía y en la comunión.
Obviamente – hasta el sentido común lo exige – no podemos tomar al pie de la letra dicho lenguaje. Muchos no creyentes – tuve experiencia personal – se asustan (¡y con razón!) de un lenguaje que roza el canibalismo. También hay padres que rechazan instintivamente que a sus hijos – en preparación para la Primera Comunión – se le pueda dar de comer la carne de otra persona, por divina que sea.

¿Cómo entender entonces este texto?
Me parece que lo más honesto y sensato es ubicarlo en su contexto y comprenderlo conjuntamente al discurso sobre el pan. Recuperamos así una extraordinaria y fructífera fuerza simbólica.
Muchos cristianos (en realidad más que nada la vertiente conservadora y dogmática de la iglesia) se asustan al oír la palabra “símbolo” en referencia a la Eucaristía porque le parece que se diluye la presencia real.
En realidad “símbolo” y “presencia real” pueden ir perfectamente de la mano. La relación entre “símbolo” y “presencia” tendría que ser profundizada y actualizada en la vida de la iglesia y del cristiano.

El texto de hoy, interpretado literalmente, da pie a una serie de dificultades y malentendidos difíciles de resolver, más allá que, lo repetimos una vez más, las palabras no son aplicables al Jesús histórico.
Leer el evangelio sin conciencia critica, sin actualizarlo y sin un mínimo de lucidez nos lleva por mal camino. Creo que no sea necesario hacer referencias históricas concretas.

Para salvaguardar la presencia real de Jesús en el pan consagrado la doctrina católica cayó a menudo en una incomprensible “materialidad”.
Como afirma Martínez Lozano: “la insistencia del glosador en la simbología del “pan/carne” se encuentra en la base de gran parte de la teología posterior, así como de la propia piedad eucarística cuando, descuidando su simbolismo, se vivió con frecuencia de una forma burdamente materialista”.

También las palabras de José María Castillo pueden iluminar: “En la Eucaristía no recibimos el cuerpo «histórico» de Jesús, porque ese cuerpo ya no existe. Recibimos el cuerpo «resucitado». En la eucaristía no tomamos carne y sangre. Recibimos a una persona, a Jesús mismo. Pero dos personas (el creyente y Jesús) no pueden unirse nada más que mediante expresiones simbólicas, que así es como se expresa la entrega, la donación y la unión de un ser personal con otro. El pan y el vino de la eucaristía, si los analiza un químico, siguen siendo pan y vino. Pero ese pan y ese vino, para el creyente, simbolizan y contienen la presencia de Jesús en nuestras vidas. Comulgar, por tanto, no es recibir una «cosa sagrada», sino unirse a Jesús, de forma que la vida de Jesús sea vida en nuestra vida y forma de vivir.

Todo esta riqueza simbólica no quita nada a la presencia real: le da espesor y significado. Si algo quita es una interpretación mágica, devocional y supersticiosa de la Eucaristía: dimensiones que siguen presentes en muchos casos, alimentadas también por algunos pastores.
Los ejes desde los cuales abarcar la riqueza simbólica de nuestro texto – y en consecuencia también de la Eucaristía – son esencialmente dos: unidad y vida.
Dos dimensiones que se funden en una, dos aspectos de la misma realidad.

¿Desde una visión contemplativa que podemos decir?

El pan en nuestras culturas es símbolo de toda la realidad y la representa. Jesús, entonces, toma la realidad en sus manos cuando dice “este soy yo”: el pan es sus manos representa la realidad. Todo es reflejo e imagen de lo divino.

Y todo el evangelio de Juan se centra en el tema Vida. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10).

Jesús nos revela y nos regala un Dios que es Vida. Más aún: un Dios que es el aliento de vida de todo lo que vive. El Dios de la Vida y que es Vida se manifiesta, se revela, se regala en todo.
Es esta la experiencia central del Maestro y en esta experiencia nos quiere hacer entrar y participar: “Que todos sean uno” (17, 21). Esta Vida es también Amor y en el Amor encuentra su más pleno sentido.
Por eso Jesús vivió del Amor y desde el Amor: vida entregada.
La Eucaristía es justamente esto: Presencia de una entrega. Memoria de una vida entregada que hoy nos inspira en nuestro caminar. Celebrando la cena de Jesús hacemos presente su Presencia, su vida entregada, su trayectoria.
Partiendo el pan se nos abren los ojos – como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 31) – y reconocemos “la siempre presente Presencia”.

La Eucaristía asume así nuestra vida real y nuestra existencia concreta. Se diluyen el ritualismo y el culto estéril que todavía persisten y se disuelve también la fatal incoherencia de la separación entre “fe y vida”, separación que es motivo de escandalo para muchos no creyentes y motivo de sufrimiento para muchos creyentes.

En el centro de la vida de Jesús y del mensaje evangélico no está la Eucaristía: está la Vida. Está la revelación que el Amor todo lo sostiene, lo engendra, lo custodia y lo lleva a su cumplimiento.
En el centro está la vida de Jesús entregada para que todos tengan vida, una vida digna y abierta al desarrollo.
Cuando la Vida recupera el centro, la Eucaristía cobra su justo y necesario valor. Y se renueva el milagro de vivir en la Presencia y desde la Presencia.

Después de darse cuenta de la Presencia, el hombre es libre y perfecto. Antes de percatarse de la Presencia el hombre también es libre y perfecto: sólo le falta saberlo” (Jean Bouchart d’Orval)


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