sábado, 30 de marzo de 2024

Marcos 16, 1-8

 


¡Feliz Pascua de Resurrección!

 

Esta Pascua 2024 acontece en medio de un mundo especialmente convulsionado: las dos terribles y absurdas guerras, los estallidos sociales, la corrupción y la ineficiencia de la política, la crisis económica, el problema ecológico y climático. Hay también voces que insinúan una posible tercera guerra mundial; no creo que la estupidez humana llegue a tanto, aunque no debemos olvidar el simpático aforismo de Albert Einstein: “Hay dos cosas que son infinitas: el universo y la estupidez humana…y del universo no estoy muy seguro.

 

Estamos en una etapa bastante oscura y hay que reconocerlo.

 

¿Qué nos aporta esta Pascua?

 

La Pascua no es y no puede ser solamente un analgésico que nos haga olvidar el dolor y los problemas, como tampoco solo puede ser una esperanza futura. La Pascua o transforma la vida o no es Pascua, sino que queda inhabilitada en un rito o una tradición. Queda infecunda.

 

Sugiero tres dimensiones de la Pascua que pueden avivar el fuego del amor y apuntan a una real transformación.

 

1)  La dimensión del sentido.

 

El ser humano es el ser del sentido. No podemos vivir sin sentido y cuando falla el sentido, entramos en profundas crisis.

 

¿Qué sentido tiene la vida?

¿Qué sentido tiene el dolor?

 

Podemos seguir preguntándonos:

 

¿Tienen sentido estas guerras?

¿Tiene un sentido que todavía haya personas que pasan hambre?

¿Qué sentido tiene la muerte de un niño?

 

Como podemos ver, el tema del sentido es esencial.

Ya el filósofo Nietzsche lo había entendido muy bien: Aquél que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo.”

El sentido nos permite vivir y trascender el dolor y las dificultades.

En el tiempo de Cuaresma me acompañó un hermoso librito del experto italiano en judaísmo, Paolo de Benedetti (1927-2016). El librito se titula: “Lo que tarda, ocurrirá”.

De Benedetti nos regala una de las claves del judaísmo y de la espiritualidad en general. Lo podemos resumir así: “la historia a menudo parece no tener sentido. Pero lo tendrá.”

 

¿Por qué nos cuesta mucho encontrar o descubrir el sentido?

 

Por dos motivos esenciales.

Nuestra capacidad de descubrir el sentido de las cosas es muy limitada. Vemos en perspectiva, desde un punto. No tenemos la visión total. Por eso humildad y apertura. El hecho de que no puedo vislumbrar un sentido a esta dolorosa etapa de la humanidad y a mis dolores o problemas, no significa que no lo tenga.

Por otro lado, aunque la historia actualmente no tenga un sentido, podemos tener la confiada certeza – la emuná – que Dios le otorgará un sentido. 

 

2)  La dimensión de la vida

 

La vida es siempre más fuerte. La vida siempre triunfa. La Pascua nos enseña que, aunque el mal y la oscuridad hacen más ruido y tienen más visibilidad, el bien y la luz actúan desde lo humilde y acaban triunfando. De los miles de personas que conozco, creo que no hay ninguna que quiera la guerra, ninguna que ame la corrupción, ninguna que apueste al odio. La Pascua nos permite ver la luz oculta y mucho más presente que la oscuridad: es la semilla de mostaza y la levadura en la masa.

 

3)  La dimensión de la luz

 

Es el punto tal vez más difícil, pero más transformador. Es justamente el eje pascual, el centro del misterio de la Pascua. La Pascua es la fuerza que nos permite extraer luz de la oscuridad, extraer vida de la muerte, extraer esperanza del sin sentido.

La oscuridad esconde una luz: ¿Puedo verla? ¿Puedo extraerla?

 

¿Qué luz se oculta en las guerras?

¿Qué luz se oculta en mis dolores o dificultades?

 

Vivir la Pascua es ejercitarse en asumir el mal y el dolor y usarlos como combustible para el bien y la luz.

Acá radica la enseñanza fundamental del maestro de Nazaret. Jesús no huyó del dolor, no huyó del mal, del odio, del sin sentido, sino que los asumió. Los asumió y los transformó en entrega, en amor, en salvación.

 

¿Podemos vivir la Pascua así?

 

Creo que sería el aporte más luminoso que los cristianos podemos regalar a nuestro convulsionado mundo.

 


sábado, 23 de marzo de 2024

Marcos 15, 1-39

 



En el domingo de ramos se nos ofrece la lectura completa de la pasión de Jesús: se nos abre una ventana sobre lo que celebraremos durante toda la semana.

Los invito a vivir esta importante semana, con una actitud abierta y confiada y a dejar que el Espíritu nos haga entrar en la misma experiencia del maestro.

 

Quisiera concentrarme hoy en un dato que me llamó mucho la atención y que encontramos al comienzo de nuestro texto: “después de atar a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato” (15, 1).

 

El proceso a Jesús – en realidad una farsa, como lo son muchos procesos – comienza con atarlo. Atan a Jesús. Un poco nos sorprende, ya que Jesús no era un hombre peligroso y violento; tal vez a las autoridades les había quedado la imagen de Jesús echando a latigazos a los vendedores del templo… o simplemente refleja la costumbre humana de atar a quienes vamos a procesar. Es raro y triste, pero nos encanta atar a la gente. Y no solo con cuerdas o esposas, sino de muchas y variadas maneras. Tener alguien atado, nos hace caer en la ilusión de tenerlo bajo control y de evitar posibles peligros.

 

Jesús se deja atar y conquista su libertad… y nos abre la nuestra.

Empieza la magia y lo paradójico.

 

Recuerdo la historia de un sacerdote del Laos que estuvo preso por el régimen comunista de su país: lo dejaron en un pozo del ancho de su cuerpo a cuarenta metros bajo tierra. El sacerdote decía que nunca se había sentido más libre.

Sin duda puede parecernos absurdo y extraño.

 

¿Qué Misterio se encierra?

 

Lo podemos vislumbrar en las mismas y extraordinarias palabras de Jesús:

El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo” (Jn 10, 17-18).

 

¿Dónde está el secreto de la libertad?

 

En un plano histórico y concreto, la vida a Jesús se la quitan, sin duda. Pero Jesús – y con él, el sacerdote del Laos y muchos otros, Gandhi, Nelson Mandela, Martin Luther King solo por citar algunos – logra dar vuelta al asunto: aprovecha las condiciones exteriores inevitables para la entrega en la suma libertad.

 

¡Maravilloso! No hay otra cosa que hacer… ¡si lo comprendiéramos!

¿Cómo se logra esta alquimia espiritual?

 

Con la aceptación y la alineación con la vida.

 

En nuestra experiencia humana, los condicionamientos son enormes e inevitables, a comenzar por el espacio y el tiempo. Las cosas fundamentales de la vida no las elegimos: no elegimos nuestros padres, el país donde nacemos, la cultura, las creencias, la genética. También todas las demás elecciones – religión, trabajo, pareja, amigos –, aunque tengan una apariencia de libertad, muchas veces surgen de componentes inconscientes.

 

Desde la dimensión espiritual de nuestra esencia podemos dar el salto: asumo los condicionamientos y los elijo. Aparece la libertad.

A Jesús lo atan: en un plano físico no puede hacer nada. ¿Qué hace? Elije ser atado. Asume tan en profundidad lo que la vida le proporciona, que lo transforma radicalmente.

 

“Ya que no puedo hacer nada con lo que me ocurre, lo vivo como si lo hubiera elegido”: esta es la suma libertad.

 

El alma es pura libertad, nuestra esencia es pura libertad y por eso podemos vivir esta alquimia de amor. Todos lo podemos hacer. Es el camino hacia la plenitud de la existencia y del amor.

El alma puede convertir las ataduras de la existencia, en un acto pleno de entrega.

Podemos pensar en todas las realidades que nos atan, física, mental y espiritualmente: en el momento que las acepto y las vivo como si las hubiera elegido, surge la libertad y se abren caminos de crecimientos extraordinarios.

Todo esto no podemos comprenderlo racionalmente, porque la racionalidad está sujeta justamente a los condicionamientos y a las ataduras: tenemos que hacer el salto al Espíritu y comprender desde ahí.

 

San Juan de la Cruz dice: “¡Qué importa que el pájaro esté atado a un hilo o a una soga! Por muy sutil que sea el hilo, el pájaro quedará atado como a la soga, hasta que no logre cortarlo para volar. Lo mismo vale para el alma apegada a algo: no obstante todas sus virtudes no alcanzará nunca la libertad de la unión con Dios.”

 

Las ataduras que experimentamos en nuestra vida, pueden ser el más terrible impedimento para nuestra evolución o pueden ser la bendición más extraordinaria.

La clave espiritual consiste en esto: vivo lo que la vida me ofrece como si lo hubiera elegido. Esta es la auténtica libertad. Esto es el amor.

 

 

sábado, 16 de marzo de 2024

Juan 12, 20-33


 


Nos estamos acercando a grandes pasos a la celebración de la Pascua del maestro y la liturgia nos va preparando de a poco.

 

Aparece la angustia y la agitación en la vida de Jesús: “Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: «Padre, líbrame de esta hora? ¡Sí, para eso he llegado a esta hora!” (12, 27).

 

Es esa misma angustia que volverá más fuerte en el huerto del Getsemaní: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo” (Lc 22, 42-44).

 

Jesús, como todo ser humano, tuvo que enfrentar la angustia; esa angustia que a veces nos aprieta la garganta, nos cierra el pecho y puede convertirse en una ansiedad constante y en depresión.

 

Es la angustia de la puerta estrecha – “angustia” deriva justamente de “angosto” –, la angustia del mirar de frente a la muerte y al dolor, la angustia de sentirnos finitos y frágiles.

 

¡Qué fuerza y paz nos da, saber que Jesús mismo pasó por la angustia, la asumió y la convirtió en una puerta para el amor!

 

Enfrentar la angustia se convierte en un mojón esencial en nuestro camino hacia la libertad, hacia la Pascua.

La angustia surge del ego, porque es solamente el ego que tiene miedo, ese miedo que nace de la ilusión de la separación. El camino para trascender completamente la angustia no puede reducirse a un trabajo psicológico – a veces importante o hasta esencial – , sino que tiene que ir a la raíz, al alma, a la esencia, al Espíritu.

Sentarse con nuestro miedo al lado, sentarse con la muerte de frente; sentarse y mirar hasta que el miedo y la muerte se disuelvan, como fantasmas: un ejercicio de paciencia que puede durar años.

 

Tal vez en esto, se concentra el camino.

 

Cuando enfrentamos y trascendemos, aparece la luz. Esa luz que nos hace tomar real contacto con nuestra esencia: ¡somos uno con la Vida! ¡No hay separación!

El Padre y yo somos uno”, dirá el maestro.

Nuestra verdadera identidad no se reduce al cuerpo/mente. Hasta que nos quedemos ahí, la angustia nos acompañará fielmente, como el miedo.

 

Nuestra verdadera identidad está más acá y más allá de nuestro cuerpo/mente y desde siempre ese fue y es, el único mensaje de todos los místicos de todas las tradiciones espirituales de la humanidad.

Somos uno con la Vida Una y esta unidad se está revelando, manifestando y expresando en esta forma humana que conocemos y que llamamos “yo” o “personalidad”.

 

Por eso que alinearse con la Vida nos abre el “tercer ojo”, otra manera de percibir lo real.

Alinearse con la Vida es aceptación, agradecimiento, entrega.

Por eso Jesús puede decir: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” y “para eso he llegado a esta hora”.

No es una negación superficial y masoquista de la voluntad: es el descubrimiento de la Vida Una detrás de todo.

Ahora podemos entender mejor el famoso versículo: “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (12, 24).

 

La muerte es metáfora, como todo.

Lo que tiene que “morir”, es el ego.

Lo que tiene que “morir”, es nuestra percepción superficial de la realidad.

Lo que tienen que “morir”, son nuestros miedos y nuestros apegos.

Cuando todo eso “muere”, o sea, lo asumimos y trascendemos, estamos resucitando; aparece la Vida, se muestra lo que somos.

 

Rumi lo expresa bellamente:

Si pudieses liberarte, por una vez, de ti mismo, el secreto de los secretos se abriría a ti. El rostro de lo desconocido, oculto más allá del universo, aparecería en el espejo de tu percepción.

 


sábado, 9 de marzo de 2024

Juan 3, 14-21

 



El texto de hoy, en este cuarto domingo de Cuaresma, nos regala una de los versículos clave de todo el evangelio: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (3, 16).

 

Desde nuestra perspectiva mística no-dual, podemos aplicar este texto a nosotros mismos ya que, en Jesús, nos reflejamos todos y percibimos la Unidad fontal de lo Real.

 

Cada uno, cada ser humano, es una entrega de Dios y Dios se sigue entregando a través de ti.

 

Tu eres la entrega de Dios y, simultáneamente, Dios te entrega a ti mismo.

 

Somos la entrega de Dios y cada cual se recibe de Dios a cada instante, para vivir esta entrega.

 

Por eso que el camino espiritual va siempre en un doble sentido: hacia dentro y hacia afuera. Me recibo y me doy. No me puedo dar, si no me recibo.

 

Toda la vida de Jesús fue un constante recibirse amoroso de parte del Padre y un constante darse. El centro del camino espiritual es entrar – de a poco – en esta dinámica divina.

 

Entrar en la Vida eterna es vivir desde esta dinámica. No nos referimos a un supuesto “tiempo” después de la muerte. En Dios no hay tiempo y esta vida que experimentamos en el tiempo, en realidad es ya Vida eterna. Ya estamos en la Vida eterna, pero la estamos experimentando a través del tiempo.

Como experimentamos el espacio infinito desde un punto.

 

Cuando entramos en la dinámica de la entrega – me recibo y me doy – estamos en el Amor y, bien lo sabemos, cuando estamos en el Amor se termina el tiempo y se anula el espacio.

 

La vivencia del Amor nos hace vislumbrar desde ya la Vida eterna, nos hace tomar consciencia de que ya estamos en la Vida.

Desde el Amor y desde la Vida se cae todo juicio. Por eso el evangelio nos dice: “porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (3, 17). Y lo que vale para Jesús, vale también para nosotros. No estamos acá para juzgar el mundo y no estoy hablando de juicios morales. Es el juicio que nos pone en lugar de Dios: el mundo no debería ser así, la realidad no debería ser así, las reglas del Universo están mal, etcétera… en el fondo es el juicio que nos atrapa cuando no aceptamos la realidad que, en definitiva, refleja la tentación de ponernos en lugar de Dios. No estamos acá para juzgar, estamos acá para amar la realidad y extraer luz de la oscuridad, nuestra y del mundo. Esta es salvación.

 

El otro tema de nuestro texto gira alrededor del símbolo de la luz.

 

La luz vino al mundo” (3, 19), nos dice el evangelio, y sigue viniendo. El Espíritu que animó a Jesús, ese Espíritu que es luz, es el mismo Espíritu que te habita y que te ilumina.

 

Vivir en la luz, en este plano, no significa la búsqueda del perfeccionismo: una búsqueda imposible y que nos llevará a frustraciones y neurosis.

 

Vivir en la luz es vivir en la verdad. Y nuestra verdad es que tenemos también sombras.

Vivir en la luz entonces es aprender a reconocer, aceptar y transformar nuestras sombras y las sombras del mundo.

 

Si no hubiera sombra, ¿Qué estaríamos haciendo acá?

 

Estamos acá para asumir la sombra y convertirla en luz.

 

¿No es extraordinario?

 

Por eso no olvidemos las palabras de Rumi: “La herida es el lugar por donde entra la luz”. En palabras de San Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad.

 

Cada experiencia de oscuridad, dolor, dificultad, fragilidad es una invitación a descubrir la luz.

No apartemos la mirada de la herida, no apartemos la mirada de la debilidad: la luz entra por ahí.

 

 

 

sábado, 2 de marzo de 2024

Juan 2, 13-25


 


Hoy se nos presenta un texto complejo, un texto que nos devuelve una imagen de Jesús a la cual no estamos acostumbrados.

 

Es el texto conocido como “la purificación del templo”: Jesús entra en el templo de Jerusalén con un látigo y saca a todos los vendedores.

 

Y surge una interesante e inevitable pregunta: ¿Qué haría Jesús con todo el comercio actual que gira alrededor de los grandes santuarios cristianos, como Lourdes, Fátima, Guadalupe, San Pedro, Santiago de Compostela…?

 

La “purificación del templo” tiene una raíz histórica indudable, esencialmente por dos motivos: en primer lugar, es uno de los pocos acontecimientos relatados por los cuatro evangelistas y, por otro lado, como dijimos, transmite una imagen bastante violenta de Jesús que no le hace buena propaganda; si los evangelistas, que justamente escriben para que nos apasionemos a Jesús, nos relatan algo que aparentemente distorsiona su imagen amorosa, sin duda el acontecimiento ocurrió.

 

Intentemos penetrar en el sentido profundo del texto a partir de dos vertientes: violencia y templo.

 

Muchos comentaristas y estudiosos intentan de muchas maneras matizar el gesto de Jesús, evitando hablar de violencia y centrándose en su celo por el Padre y por el templo. Tenemos que ser honestos, cueste lo que cueste.

 

Derribar las mesas y sacar la gente a latigazos es un acto violento, hay que reconocerlo.

 

¿Por qué Jesús cae en la violencia?

 

Sugiero, brevemente, dos pistas.

 

Jesús, como todo ser humano, tenía ego. En este caso su ego le ganó y Jesús perdió el control. Me parece maravilloso… ¡Es como nosotros! ¡Es plenamente humano!

En segundo lugar, el texto nos invita a reflexionar sobre la violencia y a preguntarnos: ¿no existen situaciones que justifiquen cierta y puntual violencia?

 

Las madres y los padres, las maestras y maestros y todo educador lo saben.

Cuando el niño se empecina en no querer cepillarse los dientes, a veces no hay más remedio que obligarlo, usando cierta violencia, aunque no queramos llamarla así.

 

Cuando un niño se mete en un peligro no dudamos en usar cierta violencia para salvarlo.

Si unos ladrones intentan coparnos la casa o llevarnos a nuestros hijos, nos defendemos con violencia.

Cuando un peligroso delincuente es una amenaza pública, la policía tendrá que detenerlo con cierta violencia.

En ocasiones tenemos que “hacernos violencia” a nosotros mismos para controlar reacciones inoportunas.

 

 

Hay relatos bíblicos que sugieren que la pedagogía divina es, a veces, algo violenta. Para nuestro bien, obviamente… pero violenta.

Y no olvidemos, por último, la enigmática expresión del maestro: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).

 

Tal vez tenemos que asumir que, desde nuestra experiencia humana concreta y limitada, a veces hay gestos puntuales de violencia que son necesarios.

Reconocemos también que hay personas con un llamado radical a la no-violencia como, por ejemplo, Gandhi.

Sería interesante un estudio comparativo entre Gandhi y Jesús:

¿Qué hubiera hecho Gandhi en la situación de Jesús?

¿Qué hubiera hecho Jesús en la situación de Gandhi?

 

Pasamos al templo.

 

El evangelista Juan no le tiene mucha simpatía al templo, ya que, para él, el templo fundamental es la humanidad de Jesús. Recordemos la frase de Jesús a la samaritana: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre” (Jn 4, 21-23).

 

Las religiones siempre tuvieron y tienen la tentación de “encerrar” a Dios en los templos. Es la tentación siempre recurrente, de querer manipular y controlar el Misterio. Los peligros son muchos. En el cristianismo, esta tendencia de hace siglos, ayudó a crear la famosa y terrible brecha entre “fe” y “vida”: en el templo me “encuentro (supuestamente) con Dios” y afuera del templo la vida sigue alienada del corazón del mensaje evangélico.

 

Por eso que, desde siempre, la mística y los místicos son la voz crítica al encierro de Dios en los templos. Dios no puede ser encerrado… ni en templos, ni en culturas, ni en los corazones, ni en conceptos y teorías.

 

La mística abre. En estos tiempos revueltos y conflictivos es esencial volver a escuchar la voz de la mística.

 

Por eso terminemos escuchando a uno de los más grandes místicos del cristianismo, Maestro Eckhart:

 

El que posee a Dios, lo tiene en todos los lugares, en la calle y en medio de la gente lo mismo que en la iglesia, en el desierto o en la celda; con tal de que lo tenga en verdad y solamente a Él, nadie podrá estorbarle. ¿Por qué? Porque posee únicamente a Dios y pone sus miras sólo en Dios, y todas las cosas se le convierten en puro Dios.


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