sábado, 2 de marzo de 2024

Juan 2, 13-25


 


Hoy se nos presenta un texto complejo, un texto que nos devuelve una imagen de Jesús a la cual no estamos acostumbrados.

 

Es el texto conocido como “la purificación del templo”: Jesús entra en el templo de Jerusalén con un látigo y saca a todos los vendedores.

 

Y surge una interesante e inevitable pregunta: ¿Qué haría Jesús con todo el comercio actual que gira alrededor de los grandes santuarios cristianos, como Lourdes, Fátima, Guadalupe, San Pedro, Santiago de Compostela…?

 

La “purificación del templo” tiene una raíz histórica indudable, esencialmente por dos motivos: en primer lugar, es uno de los pocos acontecimientos relatados por los cuatro evangelistas y, por otro lado, como dijimos, transmite una imagen bastante violenta de Jesús que no le hace buena propaganda; si los evangelistas, que justamente escriben para que nos apasionemos a Jesús, nos relatan algo que aparentemente distorsiona su imagen amorosa, sin duda el acontecimiento ocurrió.

 

Intentemos penetrar en el sentido profundo del texto a partir de dos vertientes: violencia y templo.

 

Muchos comentaristas y estudiosos intentan de muchas maneras matizar el gesto de Jesús, evitando hablar de violencia y centrándose en su celo por el Padre y por el templo. Tenemos que ser honestos, cueste lo que cueste.

 

Derribar las mesas y sacar la gente a latigazos es un acto violento, hay que reconocerlo.

 

¿Por qué Jesús cae en la violencia?

 

Sugiero, brevemente, dos pistas.

 

Jesús, como todo ser humano, tenía ego. En este caso su ego le ganó y Jesús perdió el control. Me parece maravilloso… ¡Es como nosotros! ¡Es plenamente humano!

En segundo lugar, el texto nos invita a reflexionar sobre la violencia y a preguntarnos: ¿no existen situaciones que justifiquen cierta y puntual violencia?

 

Las madres y los padres, las maestras y maestros y todo educador lo saben.

Cuando el niño se empecina en no querer cepillarse los dientes, a veces no hay más remedio que obligarlo, usando cierta violencia, aunque no queramos llamarla así.

 

Cuando un niño se mete en un peligro no dudamos en usar cierta violencia para salvarlo.

Si unos ladrones intentan coparnos la casa o llevarnos a nuestros hijos, nos defendemos con violencia.

Cuando un peligroso delincuente es una amenaza pública, la policía tendrá que detenerlo con cierta violencia.

En ocasiones tenemos que “hacernos violencia” a nosotros mismos para controlar reacciones inoportunas.

 

 

Hay relatos bíblicos que sugieren que la pedagogía divina es, a veces, algo violenta. Para nuestro bien, obviamente… pero violenta.

Y no olvidemos, por último, la enigmática expresión del maestro: “Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo” (Mt 11, 12).

 

Tal vez tenemos que asumir que, desde nuestra experiencia humana concreta y limitada, a veces hay gestos puntuales de violencia que son necesarios.

Reconocemos también que hay personas con un llamado radical a la no-violencia como, por ejemplo, Gandhi.

Sería interesante un estudio comparativo entre Gandhi y Jesús:

¿Qué hubiera hecho Gandhi en la situación de Jesús?

¿Qué hubiera hecho Jesús en la situación de Gandhi?

 

Pasamos al templo.

 

El evangelista Juan no le tiene mucha simpatía al templo, ya que, para él, el templo fundamental es la humanidad de Jesús. Recordemos la frase de Jesús a la samaritana: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre” (Jn 4, 21-23).

 

Las religiones siempre tuvieron y tienen la tentación de “encerrar” a Dios en los templos. Es la tentación siempre recurrente, de querer manipular y controlar el Misterio. Los peligros son muchos. En el cristianismo, esta tendencia de hace siglos, ayudó a crear la famosa y terrible brecha entre “fe” y “vida”: en el templo me “encuentro (supuestamente) con Dios” y afuera del templo la vida sigue alienada del corazón del mensaje evangélico.

 

Por eso que, desde siempre, la mística y los místicos son la voz crítica al encierro de Dios en los templos. Dios no puede ser encerrado… ni en templos, ni en culturas, ni en los corazones, ni en conceptos y teorías.

 

La mística abre. En estos tiempos revueltos y conflictivos es esencial volver a escuchar la voz de la mística.

 

Por eso terminemos escuchando a uno de los más grandes místicos del cristianismo, Maestro Eckhart:

 

El que posee a Dios, lo tiene en todos los lugares, en la calle y en medio de la gente lo mismo que en la iglesia, en el desierto o en la celda; con tal de que lo tenga en verdad y solamente a Él, nadie podrá estorbarle. ¿Por qué? Porque posee únicamente a Dios y pone sus miras sólo en Dios, y todas las cosas se le convierten en puro Dios.


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