sábado, 16 de marzo de 2024

Juan 12, 20-33


 


Nos estamos acercando a grandes pasos a la celebración de la Pascua del maestro y la liturgia nos va preparando de a poco.

 

Aparece la angustia y la agitación en la vida de Jesús: “Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: «Padre, líbrame de esta hora? ¡Sí, para eso he llegado a esta hora!” (12, 27).

 

Es esa misma angustia que volverá más fuerte en el huerto del Getsemaní: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo” (Lc 22, 42-44).

 

Jesús, como todo ser humano, tuvo que enfrentar la angustia; esa angustia que a veces nos aprieta la garganta, nos cierra el pecho y puede convertirse en una ansiedad constante y en depresión.

 

Es la angustia de la puerta estrecha – “angustia” deriva justamente de “angosto” –, la angustia del mirar de frente a la muerte y al dolor, la angustia de sentirnos finitos y frágiles.

 

¡Qué fuerza y paz nos da, saber que Jesús mismo pasó por la angustia, la asumió y la convirtió en una puerta para el amor!

 

Enfrentar la angustia se convierte en un mojón esencial en nuestro camino hacia la libertad, hacia la Pascua.

La angustia surge del ego, porque es solamente el ego que tiene miedo, ese miedo que nace de la ilusión de la separación. El camino para trascender completamente la angustia no puede reducirse a un trabajo psicológico – a veces importante o hasta esencial – , sino que tiene que ir a la raíz, al alma, a la esencia, al Espíritu.

Sentarse con nuestro miedo al lado, sentarse con la muerte de frente; sentarse y mirar hasta que el miedo y la muerte se disuelvan, como fantasmas: un ejercicio de paciencia que puede durar años.

 

Tal vez en esto, se concentra el camino.

 

Cuando enfrentamos y trascendemos, aparece la luz. Esa luz que nos hace tomar real contacto con nuestra esencia: ¡somos uno con la Vida! ¡No hay separación!

El Padre y yo somos uno”, dirá el maestro.

Nuestra verdadera identidad no se reduce al cuerpo/mente. Hasta que nos quedemos ahí, la angustia nos acompañará fielmente, como el miedo.

 

Nuestra verdadera identidad está más acá y más allá de nuestro cuerpo/mente y desde siempre ese fue y es, el único mensaje de todos los místicos de todas las tradiciones espirituales de la humanidad.

Somos uno con la Vida Una y esta unidad se está revelando, manifestando y expresando en esta forma humana que conocemos y que llamamos “yo” o “personalidad”.

 

Por eso que alinearse con la Vida nos abre el “tercer ojo”, otra manera de percibir lo real.

Alinearse con la Vida es aceptación, agradecimiento, entrega.

Por eso Jesús puede decir: “que no se haga mi voluntad, sino la tuya” y “para eso he llegado a esta hora”.

No es una negación superficial y masoquista de la voluntad: es el descubrimiento de la Vida Una detrás de todo.

Ahora podemos entender mejor el famoso versículo: “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (12, 24).

 

La muerte es metáfora, como todo.

Lo que tiene que “morir”, es el ego.

Lo que tiene que “morir”, es nuestra percepción superficial de la realidad.

Lo que tienen que “morir”, son nuestros miedos y nuestros apegos.

Cuando todo eso “muere”, o sea, lo asumimos y trascendemos, estamos resucitando; aparece la Vida, se muestra lo que somos.

 

Rumi lo expresa bellamente:

Si pudieses liberarte, por una vez, de ti mismo, el secreto de los secretos se abriría a ti. El rostro de lo desconocido, oculto más allá del universo, aparecería en el espejo de tu percepción.

 


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