sábado, 30 de noviembre de 2019

Mateo 24, 37-44



Empezamos hoy el tiempo de Adviento, tiempo de la venida, tiempo del Viniente.
Tal vez esta es la mejor manera de entender y vivir este tiempo litúrgico.
Dios es el Viniente: el Misterio de Amor siempre presente y que siempre viene a nuestro encuentro. En cada situación, persona, circunstancia. Es la Presencia.

El texto de Mateo abre una ventana sobre unos temas importantes: el género apocalíptico, las expectativas de Israel y de los cristianos, la escatología, el despertar.

El género apocalíptico es una manera de escribir que anuncia una novedad radical a partir de la destrucción de lo viejo. Es un lenguaje simbólico y por eso es absurdo tomarlo al pie de la letra o como profecías de algo que está ocurriendo o ocurrirá.
Jesús es novedad y su propuesta de vida puede transformar radicalmente nuestras existencias y el mundo entero. El “hombre viejo” tiene que morir para que surja el “hombre nuevo” en lenguaje de San Pablo (Rom 6, 6; Col 3, 10).
Israel vivía de expectativas: esperaba al Mesías y todavía lo espera. Muchos y hermosos textos del Antiguo Testamento dan testimonio de esta espera, de este anhelo de un salvador, un liberador.
En el fondo la espera de Israel expresa el anhelo de cada corazón humano de una vida plena, justa, libre y fraterna.
Paradójicamente estas expectativas siguen con los cristianos.
No nos alcanzó la primera venida de Jesús… ¡esperamos una segunda! ¿Por qué? ¿No es Jesús nuestra Vida y Plenitud?
La razón es simple: porque nos dimos cuenta que – aparentemente el mundo nuevo anunciado por Jesús todavía no llegó. Todavía hay dolor, mal, muerte, injusticia. Todavía no percibimos los frutos de la resurrección de Cristo.
¿Hay que seguir esperando? ¿Hasta cuando? ¿Nos les parece absurdo?
Parecería que a Dios no le salen las cosas y que sigue enviando gente hasta que comprendamos…
No es así obviamente. Desde una comprensión mística de la realidad – es lo que los místicos vienen diciendo desde siempre – caemos en la cuenta (¡despertamos!) que Dios siempre está Presente y siempre está viniendo. No hay que esperar a nada ni a nadie. Vivir de expectativas es perderse el regalo hermoso de la vida y la plenitud del aquí y del ahora. El “tiempo” de Dios es el Presente: Dios es.
Por eso que el símbolo de la “segunda venida” de Cristo hay que comprenderlo no en un sentido futuro, sino en un sentido de profundidad. Ya Teilhard de Chardin había dicho que Dios es “timón de profundidad”.
La plenitud está presente y late amorosamente en lo profundo. No la vemos porque está oculta debajo de nuestras expectativas, deseos, miedos, necesidades. En una palabra: nuestro ego, nuestro yo superficial.
Silenciado el “yo” aparece nuestra verdadera identidad y con ella la Plenitud anhelada. Silenciar el “yo” es despertar a nuestra esencia, al amor que somos, que nos constituye y constituye todo lo que es y vemos. Descubrimos así que todo está bien, todo es perfecto.
¿Y el mal, el dolor, las injusticias?
Silenciado el yo que juzga y discrimina salimos de una interpretación mental e idealista de la perfección que requiere que la vida se ajuste a nuestras necesidades y deseos… y comprendemos con asombro que la perfección ya late en la Vida…que la Vida es perfecta y somos nosotros que tenemos que ajustarnos y fluir con ella.

Todo esto nos aclara también la cuestión de la escatología, termino griego que expresa las realidades “últimas”: el fin del mundo, la muerte y todo lo relacionado.
En la carrera teológica hay una materia que lleva este nombre: escatología. La estudié con un excelente profesor y la salvé con excelente nota.
Pero ya no me interesa la escatología: quiero vivir, no pensar en un hipotético futuro y en hipotéticas cuanto raras suposiciones. La vida es lo real, no el pensar sobre la vida y, menos, sobre la muerte.
Nos viene bien recordar la invitación de Blaise Pascal: “Dios no hay que pensarlo, hay que vivirlo.

Unos discípulos le preguntaron a su maestro zen: «Maestro, ¿qué hay después de la muerte?» El contestó: «No lo sé». Le urgieron: «¡Pero usted es un Maestro Zen!». Y el respondió impertérrito: «Sí, pero no soy un maestro Zen muerto».

Este tiempo de Adviento entonces puede ser una oportunidad para estar más atentos, vigilantes, preparados.
El Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada” (24, 44): ahora.
Como invita también San Pablo: “Este es el tiempo favorable, este es el día de la salvación” (2 Cor 6, 2).
La atención a la Vida y al momento presente nos conduce serena y alegremente al despertar: Uno con la Vida, aquí y ahora.



sábado, 23 de noviembre de 2019

Lucas 23, 35-43




Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (23, 43): termina así nuestro texto. En esta fiesta de Cristo Rey la liturgia nos presenta el texto de la crucifixión de Jesús para que podamos ver la conexión de la realeza con el hoy de la salvación.
El “hoy” es un concepto teológico característico de Lucas.
Vemos otras dos citas:
Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2, 11)
Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa” (Lc 19, 5).
Para Lucas el acontecimiento Cristo siempre ocurre hoy.
El “hoy” es el aquí y ahora de la salvación, de la plenitud, del “paraíso” que Jesús promete al buen ladrón.
El “hoy” de Lucas es “todo momento” en el cual nos abrimos a la Vida, “todo momento” en el cual nos abrimos a la Palabra, a la Luz, al Amor. Es el “hoy” de la Vida plena, del Presente, de la Presencia.

Las tentaciones de Jesús en la Cruz que se resumen en el “sálvate a ti mismo” (23, 39) reflejan el escandalo que la Cruz significó para las primeras generaciones de cristianos:
¿Cómo es posible que Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías, el Enviado, termine así, como un fracasado?

En el fondo es el mismo escandalo de siempre, es la espada de doble filo de la cruz que nunca debemos perder. La Cruz siempre queda ahí como critica a nuestros intentos de manipular el Misterio y como constante quiebre de nuestras imágenes de Dios.

En el contexto del inmenso dolor – físico y psíquico – de la crucifixión, surge de los labios de Jesús una palabra de vida: “hoy estarás conmigo en el Paraíso.”
¡Hoy estás en la Vida plena!
Este es el gran mensaje – tal vez el único – del evangelio. Esta es la Buena Noticia.
Jesús sabe que todo es Vida y se sabe Vida plena: lo vivió durante su caminar por los pueblos de Palestina, predicando, enseñando, perdonando. Lo vivió con sus discípulos y amigos, compartiendo comida, risas y dificultades. Y lo vive ahora, en el inmenso dolor de la cruz.
Jesús se reconoce en nuestra identidad compartida y en nuestra esencia: Vida. Por eso puede confiar y por eso puede entregarse en el amor hasta el final.
Esta fiesta de Cristo Rey entonces es una invitación a descubrirnos en nuestra auténtica naturaleza y en nuestra verdadera identidad.
Somos Vida, más allá de las formas que esa asume momento tras momento.
Sabernos Vida nos hace transitar por la aventura humana desde la paz, la creatividad y la entrega amorosa. Lo que somos está a salvo, lo que somos no se puede perder, de ninguna manera.

Todo esto no quita nada al reconocimiento del inmenso dolor y de las injusticias que todavía azotan a nuestro hermoso mundo.
Más aún: nos hace más responsables, más auténticos en nuestro vivir y actuar para que la Vida que somos se manifieste.
Más allá del sufrimiento, lo que somos se encuentra a salvo. Por eso que lo esencial es descubrirnos en nuestra esencia y vivirnos desde ahí.
Es la única “lucha” realmente válida y necesaria: la lucha para atravesar nuestros miedos y desenterrar la luz que vive en nuestro corazón.
Luchar desde el “ego”, desde lo mental, sirve de muy poco. La historia lo demuestra fehacientemente. Seguimos “gastando pólvora en chimangos”, como dice un refrán de estas tierras. Seguimos despilfarrando energía. Seguimos luchando para cambiar lo exterior – más justicia, igualdad, solidaridad – sin ocuparnos de lo único esencial: conectar con lo que somos, con nuestra identidad más profunda.
Esta lucha está destinada al fracaso y muchos de los acontecimientos geopolíticos actuales lo confirman.
¡Bendecido fracaso que nos puede abrir los ojos!

El camino es otro.
Adquiere la paz interior y miles a tu alrededor encontrarán la salvación”, recuerda Serafín de Sarov.
En otras palabras: descubre la Vida que eres y serás luz para que otros descubran lo mismo y se vivan desde ahí.

Quiero terminar esta reflexión con una famosa oración del Papa Juan XXIII que nos invita a vivir el hoy y a vivir desde el hoy:

 Sólo por hoy
trataré de vivir exclusivamente el día,
sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez.
Sólo por hoy
tendré el máximo cuidado de mi aspecto:
cortés en mis maneras; no criticaré a nadie
y no pretenderé mejorar a nadie,
sino a mí mismo.
Sólo por hoy
seré feliz en la certeza de que he sido creado
para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino en éste también.
Sólo por hoy
me adaptaré a las circunstancias,
sin pretender que las circunstancias
se adapten todas a mis deseos.
Sólo por hoy
dedicaré diez minutos de mi tiempo a una buena lectura,
recordando que, igual que el alimento es necesario para la vida del cuerpo,
así la buena lectura es necesaria para la vida del alma.
Sólo por hoy
haré una buena acción y no lo diré a nadie.
Sólo por hoy haré por lo menos una obra que no deseo hacer
y si me sintiera ofendido en mis sentimientos,
procuraré que nadie se entere.
Sólo por hoy me haré un programa detallado.
Quizá no lo cumpliré cabalmente, pero lo redactaré.
Y me guardaré de dos calamidades: la prisa y la indecisión.
Sólo por hoy creeré firmemente
—aunque las circunstancias demuestren lo contrario—
que la buena providencia de Dios se
ocupa de mí como si nadie más existiera en el mundo.
Sólo por hoy no tendré temores.
De manera particular no tendré miedo
de gozar de lo que es bello y de creer en la bondad.


sábado, 9 de noviembre de 2019

Lucas 20, 27-38




Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él” (20, 38): este es el versiculo central de nuestro texto y la clave de lectura del mismo.
Otra traducción que me gusta más dice: “No es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.

El Dios de Jesús es el Dios de la Vida, el Dios que es Vida. Este es el eje del mensaje de Jesús y del evangelio.

Nuestro texto empieza con el absurdo cuestionamiento de los saduceos.
Las saduceos eran una elite religiosa y económica, de tendencia conservadora. Su vida giraba alrededor del Templo y preferían estar vinculados a los ocupantes romanos que poner en peligro sus intereses y beneficios.
Este grupo no creía en la resurrección y se puede entender: la pasaban tan bien que no necesitaban creer en un mundo mejor.
Es el peligro del bienestar, la comodidad, la riqueza y el poder: nos instalan en un ilusorio cuanto superficial paraíso artificial que – por un lado – nos hacen olvidar que gran parte de la población mundial no tiene las condiciones mínimas para una vida digna y – por el otro – nos hacen también olvidar de lo efímero de la existencia y que la verdadera riqueza se encuentra adentro.
Los saduceos, anestesiados por estas ilusiones, le plantean a Jesús una cuestión absurda, simplemente para defender su postura, su comodidad, sus creencias: “Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?
El planteamiento nos muestra cuanto es ciega la mente no observada y dejada al servicio del ego. Es la mente que no acepta sus limites, la mente que quiere controlar todo, la mente que quiere una respuesta para todo.
¿Cuántas veces caemos en estas trampas mentales y perdemos tiempo y energía?
Hay cosas que se escapan al afán racional de saberlo todo y controlarlo todo. La mente está programada para dar respuestas concretas a problemas concretos. La mente no sirve para dar respuestas a las cuestiones últimas y definitivas de la existencia humana: de dónde vengo y adonde voy, el mal, el dolor, la muerte, la resurrección.
Para estas cuestiones tenemos que apelar a otros recursos: la intuición, la escucha, el silencio.
A cuestiones racionales, responde la racionalidad. A cuestiones espirituales, responde el espíritu.
Cuando no logramos captar esta distinción esencial queremos dar respuestas racionales a cuestiones espirituales. Ahí nos ahogamos y nos encerramos en las creencias: intentos de la racionalidad de atrapar algo que no le pertenece.

La resurrección es uno de estos elementos que trasciende la mente racional. Solo puede ser captado desde el silencio místico y la intuición del corazón. Qué la resurrección trascienda la mente racional no significa que no pueda ser experimentada. En realidad la resurrección empapa nuestra existencia y el Universo. Estamos hechos de resurrección. Estamos empastados de resurrección. Todo lo que vemos, olemos, percibimos, anhelamos está brotando de la resurrección y a ella vuelve.
Para captar este inefable Misterio hay que silenciar la mente, estar lo más abierto posible, desarrollar la atención espiritual.
A menudo nos hacen o nos hacemos estas preguntas:
¿Qué es la vida eterna? ¿Cómo será?
¿Me reencontraré con mis seres queridos en la otra vida?
Son preguntas racionales por algo que supera la razón. Por ende, preguntas más o menos inutiles.
Por eso mismo que Jesús no responde a los saduceos. Su respuesta invita a centrarnos en lo único esencial: la experiencia del Dios de la Vida.
¿Cómo experimentar al Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob?
¿Cómo experimentar al Dios de la Vida y que es Vida?

La clave no es horizontal, sino vertical. La clave no está en una linea que va hacia el futuro, sino en una linea que va en profundidad.
Lo horizontal – que supone el tiempo, pasado y futuro – es el campo de la mente racional.
Lo vertical – que vive del presente y por eso sin tiempo – es el campo del Espíritu.
La plenitud de la Vida que nuestro corazón anhela no se encuentra al final, sino en lo profundo. Aquí y ahora. La esperanza no es espera de algo futuro, sino certeza de la plenitud del presente, aunque no logramos verla.
El Dios que es Vida es el Dios del Presente, el Dios que es Presencia, el Dios que es Amor consumado, aquí y ahora.
Esta es la experiencia esencial a la cual nos invitan todos los místicos. Esta es la clave de la Vida.
Un hermoso texto del libro de la Sabiduría ya lo afirmaba:
Tú te compadeces de todos, porque todo lo puedes, 
y apartas los ojos de los pecados de los hombres 
para que ellos se conviertan. 
Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que has hecho, 
porque si hubieras odiado algo, no lo habrías creado. 
¿Cómo podría subsistir una cosa si tú no quisieras? 
¿Cómo se conservaría si no la hubieras llamado? 
Pero tú eres indulgente con todos, 
ya que todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sab 11, 23-26).

No es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”: esta es la experiencia y la visión de Jesús. En esto hay que centrarnos y de eso hay que vivir.
Estamos participando de la Única Vida de manera distinta. Participamos de esta Vida por un momento, experimentándola en el tiempo y como tiempo. En realidad es ya Vida eterna. Vida eterna que, desde nuestra estructura psicofísica, se manifiesta a través de las coordenadas espacio – tiempo.
Más allá de la mente vive el Espíritu eterno que no conoce el tiempo, el nacer y el morir. El Espíritu eterno que nos conforma, sostiene, engendra y mantiene en el Ser. Este Espíritu y este Ser que son nuestra identidad más profunda.
Afirma maravillosamente el teólogo y místico bizantino Nicolás Cabasilas (1322-1392): El olor perfumado del Espíritu, abundante se extiende y lo llena todo; pero quien no tiene olfato nada podrá percibir.”
A todo eso Jesús apuntaba.
A eso apuntaba la respuesta del Maestro a los saduceos: no se preocupen por cuestiones secundarias e irrelevantes. No pierdan el tiempo en querer conocer racionalmente cosas que escapan a la razón. No se distraigan con sus mentes inquietas.
Apunten a lo eterno. Apunten a la Vida. La Vida plena y eterna que siempre es aquí y ahora. En lo profundo, en el Silencio.

Todo lo que podemos imaginar o suponer a través de nuestras mentes finitas y limitadas es muy poco en comparación con la realidad.

¿Deseas reencontrarte con tus seres queridos “fallecidos”?
¿Te conformas con tan poco?
La plenitud y la belleza del Amor desbordan por completo hasta la más altas expectativas y anhelos de nuestro corazón. Ya lo había intuido San Pablo: lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman” (1 Cor 2, 9).
Simplemente calla tu mente y abrete. Simplemente escucha.
Eres Vida, eres Amor, eres Luz. Eres Vida divina experimentandose en tu persona.


viernes, 1 de noviembre de 2019

Lucas 19, 1-10




Zaqueo es etiquetado por la gente como “pecador”, mientras que Jesús ve en él un “hijo de Abraham”: acá radica la clave esencial del texto de hoy.
“Etiquetar” a personas o situaciones – aunque nos cuesta reconocerlo – es “juzgarlas”. Y, si juzgamos, no estamos amando. Así de simple, así de profundo.

Zaqueo es un hombre rico y su riqueza parece también fruto de una vida deshonesta. Es un cobrador de impuestos a servicio de los romanos y es mal visto por todos.
Pero Zaqueo es mucho más que esto. Ver simplemente esto es no reconocer su esencia, su fuente divina. También Zaqueo es hijo de Abraham. También Zaqueo es hijo de Dios, expresión única y maravillosa de la Vida de Dios en este mundo.
Como todos.
El juicio – las etiquetas – logra tapar y enterrar esta tremenda verdad.

Cuando hablamos de juicio no nos estamos refiriendo solo a su sentido moral o jurídico.
El juicio no es solo moral: bien y mal.
Tampoco solo jurídico: inocente y culpable.

Juicio es toda definición mental que nos separa de la realidad. Juicio es el olvido de la Unidad. En su sentido más amplio y más profundo el juicio es “no-aceptación” de la realidad.
Esto debería ser de otra manera”, “lo que hay en este momento presente no tendría que ser”: frases que continuamente nos repetimos sin ser conscientes de ellas.

Zaqueo es etiquetado como mala persona y pecador: pero nadie le conoce en profundidad, nadie ha vivido su vida, nadie ha transitado su dolor. Y nadie se acerca para verle en su inocencia y su esencia.
¡A menudo no sabemos nada del otro y lo juzgamos con extrema facilidad!
Si ya de por sí es absurdo juzgar, cuanto menos si no conocemos en profundidad al otro.
Juzgamos sin saber la historia de vida del otro, sin conocer su sufrimiento, sus heridas, sus deseos. 
Somos adictos a lo que nos destruye”, decía Dostoyevski y por eso nos cuesta tanto salir de la mente que juzga y del juicio que nos destruye y destruye a los demás.

El juicio cae por sí mismo cuando caemos en la cuenta que “yo en lugar del otro hubiera hecho lo mismo”. Es la clave de comprensión que puede anclarnos en la esencia inocente de la Vida.
En lugar del otro, sería el otro: tendría su familia, su historia de vida, su genética, su educación, sus heridas… y por eso actuaría como el otro. Visto esto, todo juicio cae y solo queda una serena y amorosa aceptación.

En el fondo Zaqueo está buscando a alguien que lo acepte, que no lo juzgue. Algo se mueve en el corazón de Zaqueo. Es el anhelo eterno que nos quiere llevar a una vida plena.
Es el anhelo de cada corazón humano, es el aliento divino que nos empuja desde dentro. Zaqueo escucha este anhelo. Zaqueo se escucha. Y va en busca de Jesús.
Es bajito Zaqueo y se sube a un árbol para ver al Maestro.
Pero Jesús lo ve antes y lo ve en su esencia, despojado de etiquetas y juicios. Jesús siempre ve la inocencia, la belleza de la persona. Por eso puede perdonar, aceptar y guiar a la persona a reconciliarse consigo misma.
Las miradas puras tienen el poder de sanar.
¡Cuan importante y maravilloso es aprender a ver!
Aprender a ver lo profundo, lo real, más allá de las apariencias. Aprender a ver lo esencial, lo eterno, lo sano.
Afirma Eugene Drewermann: “El amor puede iluminar todo el interior del hombre con el calor y la esperanza. Y es posible reconocer en el otro lo que hay en él de origen divino… Yo creo que ese poder lo tiene el amor: el ver al otro en su forma divina
Solo una mirada así nos libera de los juicios; y la mirada la entrenamos desde el silencio interior. Nos daremos cuenta que el silencio está libre de juicio. El silencio es siempre inocente, ve la inocencia y nos hace inocentes.
Personalmente me sorprendo muchas veces “juzgando”: a mí mismo, a las personas, a las situaciones. Cuando me doy cuenta – muchas veces gracias al silencio, a detenerme, a estar atentos a mis sensaciones – la luz de la conciencia disuelve instantáneamente el juicio y sobreviene una gran paz.
Es la paz profunda de la aceptación y del amor incondicional.
El amor incondicional es lo que somos y es la raíz de todo lo que es. Solo existe el Amor: un Amor a menudo no reconocido, no visto, no asumido.

Cuando pasamos de la mente que juzga al corazón que acepta ese mismo Amor aparece, se manifiesta en todo su esplendor y transforma nuestras existencias.

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